Nº 32 | Narrativa | Ciencia ficción | 2660 palabras | Antonella Menoni | Uruguay

Pedro le dio un sorbo a aquel café, diluido en litros de agua, amargo, ya tibio. Su cara se frunció y un remolino bailó con impaciencia en su panza. Contempló todas las galletitas y el bizcochuelo sin gluten. Una mueca de aburrimiento se dibujó en su rostro. Tenía la boca seca y hambrienta de saborear algo pecaminoso. Caminó con una imperceptible sonrisa maliciosa curvada en su rostro. Disimuladamente, se escurrió hasta el salón central, donde estaba por empezar la reunión de Alcohólicos Anónimos. Fue hasta la mesa en la que había unas roscas de canela y se zampó una sin pensarlo dos veces.

—Los comestibles son para después de la reunión —le indicó un cura que emergió desde las sombras.

Pedro se volteó con migajas de rosca por toda la camisa, la boca llena de comida, y le sonrió cordialmente.

—Lo siento, se veían muy tentadoras.

Habló con los cachetes inflados de rosca. Un pedazo minúsculo de comida aterrizó en el rostro del cura. Indignado por su actitud, el hombre se limpió la cara y volvió a desaparecer. Pedro regresó al salón anexo, donde estaba por empezar su reunión.

Pedro no era un alcohólico; lejos estaba de serlo. Pero iba a reuniones semanales en la catedral de las Carmelitas por otra razón. Era adicto a algo que se supone que no debía consumir: gluten. Fue dando zancadas hasta su asiento, mientras ya sentía cómo le picaba la garganta y se rascaba ferozmente los brazos, arrepintiéndose de haber comido la rosca de canela infestada de gluten. Se sentó en su silla y aguardó a que los demás llegaran.

De a poco, el salón se llenó. Las sillas se ocuparon con otras personas padecientes de la misma condición que Pedro.

El rector dio por iniciada la reunión, y todos, en ronda, comenzaron de manera ritual a recitar, como un mantra, las siguientes palabras:

—Hola, me llamo Mariana y soy una adicta.
—Hola, Mariana —coreaba el resto.

La bola de la voz fue picando de turno en turno, cada uno diciendo su nombre como si no se los supieran de memoria. Se veían las caras todas las semanas; eran las mismas siete personas que siempre asistían religiosamente. A diferencia del adicto que se encontraba en los otros salones, los individuos que se sentaban en estas sillas no eran seres volátiles o poco confiables que desaparecían así sin más. Reconocían que tenían un problema, pero no podían parar. Poseían la taxonomía genérica del adicto. Seguramente, la rosca de canela no fuese a matar a Pedro, pero vivía constreñido, cagándose encima. En reuniones laborales, aguantándose las flatulencias con su rostro desaliñado, frunciéndose de dolor. No podía ir a citas porque se veía tentado a pedirse una pizza y luego se le hinchaba la panza a tal punto que debía quedarse estatuariamente al lado del inodoro del restaurante, abandonando a su cita en la mesa.

Para él no había nada más tentador y llamativo que las harinas. No quería renunciar a ellas. Sabía que tenía un problema y por eso venía a estas reuniones. Pero, en el fondo, no quería eliminar este problema. Quería dejar de ser celíaco. Aunque sabía que eso no era posible.

—Hola, soy Pedro y soy un adicto.
—Hola, Pedro.

La reunión transcurrió con una lentitud angustiosa. Todos los participantes intercambiaban miradas filosas con la mesa de comestibles. Nada de lo que había en ella era tan apetitoso como lo que se servía en las demás reuniones; de todos modos, el momento en el que eran liberados de aquellas sillas para comer seguía siendo lo más emocionante del encuentro. Cuando el rector dio la señal, todos enfilaron hacia la mesa y observaron por un breve instante las insulsas galletitas sin gluten con los ojos apagados, pero procedieron a comerlas.

—Ayer me comí dos docenas de pan con grasa —le comentó en voz baja Mariana a Pedro, quien bebía con mucho esfuerzo su café. Él alzó las cejas, esperando ansioso a que terminara la anécdota. Se le aguó la boca. Mariana asintió con severidad.
—Sí, recién horneados. De la panadería aquella a la vuelta de casa —prosiguió.

Pedro contempló con ojos afligidos la miserable galleta sin gluten. Volvió a mirar atentamente a Mariana.

—Qué ganas de un pan con grasa —comentó, dejando la galleta a un costado.

Mariana meneó la cabeza, llevándose las manos a la panza.

—Yo ya me prometí que no más para mí. Estuve abrazada al inodoro por tres horas en la madrugada. Todavía me duele el estómago.

Pedro dejó a un lado su café, disgustado ante la imagen de Mariana evacuando violentamente los panes con grasa. Todos salieron lentamente del salón. Al pasar por el pasillo, Pedro divisó que aún quedaban comestibles en el salón de Alcohólicos Anónimos, pero se resistió.
Estaba caminando en dirección a su auto cuando un señor con traje y un maletín lo detuvo. La sola apariencia del hombre bastaba para que Pedro se alarmase. El sujeto sacó de su bolsillo una tarjeta y se la entregó: Alopama Corp. El desconocido escaneó con ojo clínico los brazos carcomidos por sarpullido de Pedro y finalmente se dignó a hablar.

—Señor Alameda, tenemos una propuesta para usted.

Pedro le dedicó una mirada pesada. Curvó ligeramente los labios antes de responder:

—¿Hay otra persona escondida debajo de mi auto de la que no sepa? Si no, no veo la necesidad de hablar en plural.

Aunque lo cierto es que el vello detrás de la nuca de Pedro estaba totalmente encrespado, y su respiración se había arremolinado por completo. Se preguntó por qué un hombre con traje de una corporación sabía su nombre y qué querían con él.

—Dado el lugar del que acaba de salir, estoy seguro de que querrá saber lo que tenemos para ofrecer.

A Pedro le volvió a molestar el uso del plural, pero no dijo nada. Simplemente se cruzó de brazos.

—No consumo drogas, si eso es lo que piensan.

Al responder, Pedro remarcó enfáticamente, y con una mueca circense, el uso de la tercera persona del verbo pensar. Las personas tan pulcras y enigmáticas le provocaban cierto rechazo.

—En Alopama Corp. estamos haciendo una prueba para curar el celiaquismo, señor Alameda.

El desconocido habló con tal ligereza que su revelación tomó a Pedro completamente por sorpresa.

—Queremos saber si está dispuesto a ser un sujeto de prueba.

La nuez de Adán de Pedro bajó con forzosa visibilidad de arriba hacia abajo, y luego volvió a su posición inicial en la garganta, mientras desplazaba la vista del rostro del hombre al maletín. Una cura para el celiaquismo. Menuda oferta.

—¿Y bien? —insistió el hombre.

—¿En qué consisten las pruebas? —preguntó Pedro, de pronto sospechando que todo era demasiado bueno para ser verdad.

—Nada extremo. Le aseguro que sufre mucho más en su día a día envenenándose con gluten. Si accede, firmará un contrato y vendrá conmigo al laboratorio, donde permanecerá hasta que la prueba termine.

La frente de Pedro se arrugó con escepticismo.

—¿Debo mudarme a un laboratorio? ¿Qué sucede con mi trabajo? Soy escribano.

—No se preocupe por eso. Todos los sujetos de prueba serán compensados económicamente. Además, estamos hablando de la cura del celiaquismo, señor Alameda. No lo olvide.

Pedro suspiró y finalmente le estrechó la mano.

A la mañana siguiente, Pedro despertó ya en su habitación dentro del laboratorio. Vestía únicamente una túnica blanca que le habían entregado a la entrada, y tenía un nuevo corte de pelo, o más bien la ausencia de uno. Cuando se dirigió hacia la salida, se percató de que su puerta estaba cerrada con llave. Se sentó pensativamente en la cama, con los pies colgando. Abanicó la baldosa fría con pinceladas periódicas mientras meditaba si era prudente continuar con la prueba o si tal vez debía marcharse.

Recordó las noches infinitas de retorcijones. Las góndolas repletas de comida que él no podía probar. Y aquella vez, en quinto de escuela, en que se cagó parado durante una presentación de Historia sobre el Kukulkán, luego de haber tenido una merienda compartida y haberse comido demasiados trozos de torta de jamón y queso.

Permaneció allí. No había otra opción. No podía seguir viviendo de aquella manera.

Al rato, vino una mujer de bata y guantes —laburante del laboratorio— a buscarlo y lo llevó a un salón pulcro, con una mesa, paredes blancas y olor a desinfectante de limón. Le indicó que se sentara. Más tarde, la misma mujer llegó con otras personas. Estas no usaban bata como ella, sino la misma túnica que Pedro. Eran otros sujetos de prueba. Más celíacos.

Se sentaron a la mesa cinco personas, incluido Pedro.

Él levantó la vista y se fijó con atención en una mujer que tenía enfrente; había otra mujer más, un poco mayor, un chico, y un anciano ya besuqueando su lecho de muerte.

—¿Mariana?

No la había reconocido porque, al igual que él, todos iban de cabeza rapada y con una túnica que despojaba cualquier rastro de personalidad en quien la usase.
—¿Tú también?

Mariana se arrellanó en su lugar.

—Y sí, Pedro, no puedo más. Cuando vino el señor a buscarme a la puerta de casa y a ofrecerme esto, no lo dudé ni dos segundos.

Luego Mariana giró levemente su vista hacia la mujer sentada a su lado; su rostro pálido, casi espectral, desprendía un olor a nicotina mezclado con algo más que Pedro no podía realmente descifrar.

—¿Y vos? ¿Por qué estás acá?

Ella se encogió de hombros.

—Por la plata, honestamente.

Pedro giró la cabeza en dirección al viejo.

—¿Y usted? ¿No debería estar leyendo un libro en alguna plaza al rayo del sol o algo?

El señor se disolvió en su propia túnica con angustia.

—Ojalá —largó un suspiro tortuoso—. Tengo una dieta rigurosa, pero igualmente me pica todo el cuerpo, es insoportable. No importa cuántas horas pase en la bañera. No quiero pasar mis últimos momentos de esta manera.

El chiquilín daba brincos inquietos en su asiento mientras su rodilla rebotaba impacientemente.

—Yo como pan lacteado —su comentario irrumpió en el silencio que se había generado.

Todos lo miraron con confusión; él seguía meciéndose con nerviosismo.

—Todos los días me levanto y lo primero que hago es comer mi desayuno, y todos los días desayuno cuatro rodajas de pan lacteado Marbella.

Mariana reposó sus ojos avizoramente en el rostro del chiquilín.

—¿Pan lacteado solo?

El chico asintió.

—¿Sin tostar? —preguntó Pedro.

—Cuatro rodajas de pan lacteado Marbella, solo, sin tostar —el chico afirmó—. Se lo compro todos los jueves a Miguel, el kiosquero de la esquina de casa, que me reserva un paquete por las dudas de que se agote.

Mariana y Pedro intercambiaron miradas.

—Me parece que tenés algo más que el celiaquismo que curar —dijo Mariana, recostándose nuevamente en su silla.

Un par de personas del laboratorio vinieron para llevarse a todos al salón de experimento, donde supuestamente comenzarían con las pruebas. Se llevaron a Mariana, al chico pan lactal y a la otra mujer por un lado, y al viejo y a Pedro por otro. Entraron en un cuarto donde los acostaron a cada uno, con un electroencefalograma proyectándose en la pantalla, y monitoreaban su ritmo cardíaco.

El viejo le dio una cálida sonrisa a Pedro y luego se dirigió a uno de los laboratoristas.

—¿Le podré pedir un favor?

El chico desvió la mirada, poniendo por un instante los ojos en blanco mientras le tomaba la temperatura al viejo.

—Si algo sale mal, y ve que me estoy apagando, ¿me podría recitar su trabalenguas favorito?

Tanto el chico como Pedro miraron al viejo con algo de asombro. Un pedido bastante extraño para sus supuestos últimos momentos. A Pedro le incitaba pánico escucharlo hablar de la hipotética situación en la que algo saliese mal. El señor seguramente rozara el velo de la muerte con tan solo un resfrío, pero ¿qué le pasaría a Pedro si algo dentro de la prueba no salía bien?

Se acercó un hombre con un traje para materiales corrosivos, que Pedro reconoció al instante: era el sujeto que lo había contactado fuera de la catedral. Le entregó una píldora a él y al viejo, la cual tragaron con la ayuda de un pequeño vaso de agua, y se tumbaron en la camilla.

El hombre del traje para materiales corrosivos dio indicaciones:

—Sujeto trescientos veinticuatro y sujeto trescientos veinticinco en la camilla ya ingirieron el prototipo. Comienza a contar el tiempo… ahora.

Luego de un par de minutos de absolutamente nada, el viejo comenzó a agitarse y su ritmo cardíaco comenzó a elevarse. Pedro parecía estar bien, pero comenzó a desviar su atención hacia la camilla del viejo. Todos los que trabajaban en el laboratorio estaban detrás de un vidrio templado y no parecían estar haciendo nada por ayudarlo.

Pedro saltó de su camilla, enredado en un enjambre de cablerío aún conectado a su cuerpo, y fue hasta el lado del señor. Él lo miró con ojos tranquilos, a pesar de su agitación.

—Todo va a estar bien —murmuró Pedro.

—Estoy en paz hace un largo tiempo, querido, no te preocupes. Solo quería ver si esto funcionaba.

Aquellas últimas palabras le implicaron un gran esfuerzo físico al señor, mientras sus ojos luchaban por mantenerse abiertos.

Pedro trató de pensar en algo que pudiese hacer. El viejo había aceptado su muerte, y Pedro debía hacer lo mismo.

—Tres tristes tigres tragan trigo en un trigal —comenzó a decir con una sorprendente angustia en su voz. Jamás se había enfrentado a la muerte antes—. Tres tristes tigres tragan trigo en un trigal.

El viejo sonrió, y una lágrima se escurrió por su mejilla hasta que finalmente dejó de respirar.

Pedro no soltó su mano hasta que los laboratoristas volvieron a ingresar en el salón. El hombre del traje para materiales corrosivos le dio una ojeada al viejo y anotó en una carpeta.

—Sujeto trescientos veinticinco, incompetente.

Una mujer llegó con otra carpeta y lo miró.

—¿Y bien? ¿Cómo fue?

Ella negó mecánicamente con la cabeza.

—Todos, incompetentes. Entraron los tres en fallo cardíaco alrededor de los cinco minutos.

Todos se giraron en cámara lenta para observar a Pedro, que aún reposaba petrificado en medio del salón.

—Sujeto trescientos veinticuatro, exitoso —profesó el hombre del traje.

Pedro sacudió su cabeza.

—¿Eso qué significa? ¿Ya no soy más celíaco?

—Significa que pasaste la primera prueba; queda la segunda, si deseas continuar. —¿Desea continuar, señor Alameda? —preguntó el hombre del traje.

Él intentó formar una respuesta. Pensó en la constipación, pensó en el sarpullido, pensó en la comida que no podía comer, en aquella vez que se cagó en quinto. Pensó en todo. Pero sus ojos se desviaron hacia el cuerpo inerte del viejo, reposando a su lado.

—No, me quiero ir a mi casa —respondió finalmente.

Por un momento, Pedro pensó que no lo iban a dejar irse. Pero en el instante en que puso un pie fuera de ese laboratorio —con el cual tendría pesadillas por siempre—, pidió un taxi hasta su apartamento y se dejó caer en su sillón.

Luego abrió la heladera y masticó, con frustración, la parte interior del labio. Observó con recelo la tarta de zapallitos que había cocinado con masa sin gluten y el pan sin gluten. Todo, absolutamente todo, sin gluten. Finalmente divisó una bolsa de bizcochos que, por alguna razón, había aterrizado en su cocina. Se la comió toda. Luego fue corriendo al baño mientras soltaba improperios y su interior se retorcía con arrepentimiento. Evidentemente, la prueba no había funcionado; no estaba seguro de qué habían hecho en el laboratorio, pero Pedro seguía siendo celíaco.

A la mañana siguiente se despertó y se fue para la zona del Prado. Caminó unas cuadras hasta dar con la catedral; esta vez no se desvió hacia el salón de Alcohólicos Anónimos y fue directo a sentarse y esperar a que comenzara su reunión.

—Hola, soy Pedro, y soy un adicto.
—Hola, Pedro.

Antonella Menoni

Escritora uruguaya, nacida en el 2003. Estudiante de la Licenciatura de Lingüística en la Universidad de la República. Autora de Los Esqueletos en el Armario (2021), Anatomía de un Corazón Roto (2023), Cabin Fever (2024), Cabin Fever: Spanish Edition (2024).

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  1. Elba Quintela

    Un cuento súper atrapante.
    Admiro la buena escritura y su desarrollo con una imaginación que intriga hasta el final.

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