En la vasta Patagonia, una chingue lucha por sobrevivir en un entorno marcado por la violencia y los antiguos espíritus. Su encuentro con una figura humana cautiva desata en ella un instinto feroz y un sentido de conexión inexplicable, desafiando el destino en una batalla contra el sometimiento.
Se despertó rodeada de tierra húmeda en la penumbra. A lo lejos, un orificio irregular dejaba entrar un poco de luz. Tenía confusos recuerdos de los sueños de anoche. Sólo sabía que los espíritus se habían mostrado esquivos con ella. No tardó en arrastrarse hacia el hueco para ver el atardecer. Asomó su cabeza expectante y observó como el sol se recogía, dando terreno a que la oscuridad se apoderase de la tierra. Pudo divisar los espinos, la yesca seca, el verde en los cerros, los caminos por los que transita el hombre, arreando a la multitud.
Ese era su hogar desde que tenía memoria, aun así, no podía desprenderse de la sensación de asombro cada vez que los colores de la patagonia inundaban su vista. Morados, rojizos, verdes petróleos, la negrura azulada del cielo contrastada con las estrellas. Antes de que la luna salga, los astros son los protagonistas de la noche.
Ella pasaba las noches en soledad, no conocía a más zorros chingue. Vagabundeaba por entre los restos de troncos y madera quemada, tomaba agua de las lagunas y las vertientes. Se estiraba a contemplar la noche iluminada por la luna. Sólo a veces, y cuando ellos querían, hablaba con los sh´orte. Algunos rabiosos como el espíritu del volcán, otros amables como el espíritu de las lagunas. Al llegar el crepúsculo, comenzaba a cavar una nueva madriguera, o a retornar de aquella en la que había pasado la noche anterior. Siempre había un nuevo vacío que podía ser su hogar.
No todas las noches, ni tampoco todos los días, se dejaba sentir la presencia de los humanos; pero cuando estaban cerca, todo se transformaba. Se desplazaban en largas hileras y montados a caballo, su paso hacía retumbar las fauces de la tierra. Se trasladaban con vacas, o con ovejas, criaturas temerosas que, según le había contado su hermana, fueron dominadas por los humanos hace muchísimo tiempo, y en sus ojos se podía ver la desesperanza del sometimiento.
Hablo de que no todas las noches, y tampoco todos los días, pero durante las noches en las que pasaban los hombres, la chingue se acercaba. Había algo en el color del fuego o en el modo en que los hombres lo rodeaban y dejaban traslucir sus pálidas pieles para aproximarse a su calor, mientras chupaban sus mates cargados de hierba y agua tibia, que a ella le cautivaba. Algo en sus formas, en sus mazos redondos, en las cuchillas plateadas y en el olor de sus carnes. En sus sueños, había visto como hurgueteaba sus cuerpos, rasgaba sus pieles y bebía su sangre. Despertaba confundida, tanto que en esos momentos en los que no podía reconocer la pesadez de la vigilia: sentía que todo era real.
Una noche de caza, después de llenar su barriga y estirarse a observar las estrellas, la chingue reconoció el retumbar de los hombres que llegaban, y asustada, con el corazón bombeando, se dirigió a una de sus madrigueras para resguardarse. Se sorprendió al descubrir que los hombres, a los que llaman gauchos de la tierra, venían acompañados, está vez, no de vacas ni de ovejas, sino más bien de una forma similar a las de su especie, pero distinta. Tenía una estatura menor que la de ellos, el pelaje más largo, pliegues más redondos, más pequeños, una piel oscura y tersa, oscura como el crin de los caballos, tersa como el pastizal. Hasta el olor que desprendía su piel era distinta. “¿Qué son?”, pensó.
Tenía una cara ovalada y, cada vez que venía a verla, tenía siempre las manos amarradas. Su rostro se dejaba entrever cuando su pelaje se corría. Sus pies tenían heridas que exponían su carne. A pesar de que era como el resto de los humanos, no la dejaban hacer ni tocar nada. Le metían comida en la boca con violencia, y sujetaban su pelaje cada vez que la querían observar. La mayoría de ellos la montaban durante las noches. Había algo fiero y desgarrador en sus movimientos. La forma lloraba constantemente y, sin saber por qué, sus lágrimas la hacían sentirse triste también. Como si fuera ella, o ella fuera la chingue, o ambas fueran algo más allá que ellas mismas. Un acumulado de desolación y tristeza.
Una noche, mientras observaba, uno de los hombres la vió. Le arrojó piedras para que se alejara. Sintió miedo y, sin mediación alguna, soltó su fétido líquido y huyó. Sabía preservar su vida.
Cuando comenzaba a amanecer, y entraba en la oscuridad de su hogar, se ponía a dormir y soñaba con ella. Soñaba con las formas del agua, en los lugares en donde bebe, soñaba con que en esas líneas podía reflejarse su rostro. Soñaba que ese rostro se difuminaba, combinando cuero y pelo, acoplando sus ojos, cambiando sus quijadas. De pronto, todo ese espejo de agua se desvanecía. Un fuego abrasador las rodeaba, iluminando la noche. Debían correr, mas no habían caminos ni atajos. Entonces, la figura clavaba su vista en ella y, a pesar del cuero desnudo y el ardiente calor del fuego rodeando todo su cuerpo, se acercaba hacia ella. Su cara redonda se transformaba mientras de su hocico salían extraños cantos que la chingue no lograba comprender: “¿qué son esas melodías? -pensaba ella- ¿Qué me intenta decir?”. La chingue la observaba, deseando atravesar esa barrera infranqueable entre ellas, y cuando por fin se decidía, la figura desaparecía, diluyéndose como los altos hielos de las montañas.
Entonces, al despertar y verse nuevamente inmersa en la noche, ella volvía a salir de su madriguera y regresaba al lugar de encuentro de los humanos. Allí observaba hasta que la luna tocaba lo más alto del cielo. En ese momento, la chingue sabía que debía marcharse para encontrarse con los espíritus y buscar respuesta. Ya fuera con Wacus o Sanu, el consejo que los espíritus pudieran dar era esencial para entender qué era lo que la perturbaba de esa manera, por qué desde que llegó la forma, ella deseaba observarla con tanto fervor. Sanu le prometió consejo, entre medio de susurros y risas que se dejaban sentir con el viento: “Te lo contaré a través de los sueños”.
*
Ella logra reconocerse. Esas son sus patas. Esa, su cola rodeando el cuerpo del humano. Lo que logra distinguir en la oscuridad de la escena es su hocico. El fin de la oscuridad ocurre cuando el brillo de la luna refleja sus colmillos sedientos de sangre. Entonces una daga diminuta y ajena atraviesa la piel de su presa. Se siente ajada, como si hubieran extraído algo que le era propio. En señal de venganza, la chingue salta hacia el invasor, quiere matar, desollarlo como signo de justicia, pero quien ataca no es un gaucho, quien ataca es esa forma, esa forma redondeada, esa forma que tiene un cuero suave, ojos almendrados y pelaje largo. Y esa forma la mira intensamente, como si le estuviera pidiendo ayuda, como si fuera ella misma deseando, también, la venganza definitiva.
*
Se despierta de un salto con una fuerte presión en su pecho. Sabe que se ha escrito un nuevo destino para ella.
Al salir de su madriguera, recorre con los ojos los lugares cercanos. Antes de actuar debe saciar su hambre. Vacía huevos y caza una rata del sector. Deja marcado su olor en los árboles con los que se cruza. Si tiene suerte, podrá volver por esa misma vía y hacer como si nada hubiera pasado. Quiere apurarse porque el retumbar de los hombres se comienza a alejar, y el aroma de la forma también. Si su sueño es cierto, si lo que conversa con Sanu es verdad, ella y la forma están unidas por una fuerza de otros tiempos.
Así que corre, se desliza por los peñascos, precavida ante los otros animales de los cerros que podrían cazarla. Ningún chingue ha desafiado al humano antes. Se reconoce en su valor y con ello logra aminorar el miedo. Porque es cierto que sus cuerpos son grandes y sus armas filosas. Es cierto que, cuando llegaba el crepúsculo, sintió la maldad de ellos asomarse por la madriguera, mientras escuchaba también los gemidos del hombre y los gritos y el llanto de la forma. Una emoción que nunca había sentido se apoderó de su cuerpo, como un calor subiendo hasta su cabeza.
En el traqueteo, tropieza. Una de sus patas ha quedado herida, a pesar del dolor, se levanta y sigue. Está al acecho de los hombres, ya casi puede verlos. Sabe que debe ser más rápida aún, tiene que actuar antes del amanecer. Tiene que ser antes del amanecer, la luz del sol daña sus ojos, la vuelve inútil.
Entonces los ve. Se han detenido ante una vertiente de agua. Sacan bolsas que cargan con agua y beben. Uno de ellos prende un cigarrillo que se lleva a la boca, “¿cómo es que pueden manipular el fuego tan fácil?, dice para sí. Mientras tanto, la forma, arrojada en el piso, intenta sentarse. Se le ve cansada, el paso de los humanos es demasiado rápido para ella. Tiene sus patas heridas con restos de sangre y las muñecas atadas comienzan a dejar huellas. La chingue puede sentir su respiración entrecortada, y la inunda una sensación de dolor. Pero cuando la forma alza su mirada y se enfrenta a la luna, sus ojos parecieran querer incendiar lo que la rodea.
Ocupando todas sus fuerzas, la chingue traspasa la oscuridad y se lanza contra uno de los hombres. Su fiereza la iguala en el campo de batalla. Logra llegar al cuello y lo muerde, incrusta sus colmillos con la mayor precisión posible, y sin ceder ningún paso, espera a que el cuerpo caiga, y que las manos que la rodean e intentan atraparla se desvanezcan. La forma aprovecha la situación y se levanta rápidamente. Salta sobre uno de los hombres y le entierra los dedos en los ojos. Cuando cae el cuerpo pesado, toma una de las cuchillas del hombre y se la incrusta en el corazón. No pudo sentir el cuerpo de su víctima caer cuando un tercer hombre la agarra del largo pelaje, y la arroja como si ella fuera una oveja o una vaca de las que arrean. La chingue siente el pulso de su corazón crecer, se agacha y salta nuevamente frente al hombre desprevenido. Se abalanza a su cabeza y logra, con su hocico, arrancarle la oreja de un solo tirón. El hombre se arroja al suelo y grita de dolor, y la forma, en un movimiento preciso como el del rayo, agarra una piedra del río y arremete contra el cráneo del hombre. Este cae al piso, por donde comienza a fluir un hilo de sangre que se hace cada vez más grande.
La chingue y la forma tiemblan. Sus cuerpos y pelajes, manchados de sangre, parecen brillar debajo de la luna. También parecen brillar sus ojos, que se encuentran por vez primera y última. Ella ha sellado su destino, y ha liberado a la forma de sus captores. La sangre alimenta a los espíritus del lugar. Es posible que antiguos sh’orte, ante tal demostración de fuerza, decidan retornar.
Ella nunca había desafiado a los humanos. Ni cuando los cazadores se llevaron a sus hermanos, ni cuando vio sus pelajes y cueros colgar sobre los alambrados. Tampoco los desafió cuando quemaron las colinas hasta dejarlas reducidas a cenizas. Durante muchas noches, intentó olvidar que eso había ocurrido, que ya no tenía con quien compartirlo.
Si no caía, si la daga que fue enterrada en su pecho por el último de los hombres con vida la dejaba caminar un poco más, podría encontrar el camino de vuelta, sentir su olor para guiarse, podría estar, quizás, a tiempo de ver nuevamente su madriguera vacía.