Nº 21 | Narrativa | Terror | 896 palabras | Ashle Ozuljevic Subaique | Chile

Caminamos por calle Florida porque venimos de la Plaza del Congreso y tenemos tiempo de sobra. Además, quiere hacerme un tour por el Microcentro. Es la primera vez que paseamos en su ciudad, aunque en realidad ya conozco, porque he estado aquí en otras vacaciones: con mi abuela y mis hermanos, con mis padres y hasta con una expareja.

Vamos lento, abrazándonos, charlándonos de muy cerca porque, en este verano, calle Florida se llenó de ruidos de taladros. Macri, aún no presidente, ha decidido arreglarla en la temporada estival; ha resuelto poner enormes maceteros con sendos jardines que aún no existen. Solo está el tosco orificio de cemento, el vacío y el ruido. No hay más chance que gritar o hablarse al oído. Vamos así, con la calma que te dan las vacaciones y que te quita calle Florida, ella, que no se detiene nunca: un río revuelto de gente que ahora nos hace avanzar cada vez más rápido y más cerca, acelerar entre la multitud las ganas de caminatas y verano porteño, esa pegajosidad que hace inevitable la búsqueda de pliegues y sudores.

Impulsivamente, nos detenemos para besarnos. Es un festejo, esta es la primera noche en que atravesamos el corazón de la ciudad. Las ansias satisfechas generan más ansias. Nos besamos con el ruido y la gente alrededor, los brazos relajados, la cabeza inclinada. Entreabro los ojos para mirarle de cerca. Entonces, la veo.

Está mirándonos fijo, de mal modo, con el ceño fruncido y mucho abrigo. Lleva una gran bolsa plástica en la mano y mueve los labios de manera frenética, murmurando algo, enfurecida.

Le suelto, es decir, separo mi boca de la suya y le indico que alguien nos observa. No me escucha bien, así que cuando voltea adonde yo apunto, no la ve del todo, porque la mujer se ha girado y ha comenzado a caminar con una rapidez insólita. Nos miramos un segundo, dos pares de ojos que se entienden de inmediato. La seguimos. La seguimos porque tenemos instinto andariego, muchas horas vacías por delante y nada mejor o peor que hacer.

Resulta difícil porque la mujer es menuda y ágil a pesar del bulto que sostiene. A la distancia, le puedo ver el rostro: cada vez que pasa junto a una pareja, la mira y balbucea, levantando la bolsa que lleva, amenazante. Consigo ver sus labios y la reacción de extrañeza de cada pareja al recibir sus palabras. Ella sigue, vertiginosa, su camino, y tengo la sensación de que conoce como nadie la geografía de calle Florida, evitando tachos de basura, adoquines sueltos y vidrieras superpobladas. Nosotras vamos detrás, a ratos más lejos, a ratos más cerca.

Nos hemos separado para facilitarnos la marcha. Por momentos, avanzo más, ganando metros, pero luego alguien se me cruza y mi compañera se adelanta, acercándosele, pero no lo suficiente, porque la mujer sortea todos los obstáculos de manera admirable. Parece, incluso, disfrutar el ritmo de sus pasos sin saberse perseguida. Parece complacerse con la panorámica que ofrecen ciertas esquinas, con el cambio de aroma que adquiere la peatonal: distinta huele la salida de la heladería que la boutique de pieles o la vereda del aparatoso café del siguiente cruce.

Parece, por la ligereza, más joven de lo que creí. Ya varias veces, cuando entorna la cabeza al atravesar una calle, me ha parecido verle una sonrisa. Lo mismo bajo ciertos faroles que ha mirado con mayor dilación, la calma de la errante que no está perdida, que atraviesa la ardiente capital como quien atraviesa su casa, el relajo de quien no debe rendirle cuentas a nadie. A la deriva del mecanismo urbano, del sistema que busca hermosear la ciudad con jardines, pero solo sabe instalar horrendos agujeros de cemento y ruido de taladros.

Sin darme cuenta, me he ido adelantado bastante. Volteo para no perdernos de vista. Me hace el gesto de que siga, que alcance a la mujer. Finalmente, el camino se va desocupando. No existen los relojes en las vacaciones, pero el tiempo pasa. Calle Florida se ensancha y se vacía. La veo a pocos metros, hablando sola y escupiéndoles palabras a quienes osan besarse o tocarse en sus dominios.

A mí también me parecería extraño y ofensivo que un par de desconocidos se arrullara en el salón de mi casa.

Sigo delante. Estoy agitada y noto a la vez el cansancio y la oscuridad de una calle cuyo fin se acerca. Súbitamente, ella dobla en una esquina, bordea un quiosco y salta, sin éxito, un charco, cayendo de lleno en él. Está turbada y parece mirarse el pantalón, los zapatos y las medias, aflojando la carga que lleva del brazo.

Le busco alrededor, preguntándome qué hacemos ahora que la tenemos a un palmo. Giro la cabeza, pero ahí no hay nadie. Me detengo en seco, palpitante.

Dejo la bolsa en el suelo, siento las rodillas enrojecidas y los pies totalmente empapados. Mascullo que toda la culpa la tienen los malditos jóvenes repugnantes, que eligen besarse esta o cualquier noche en el núcleo de la ciudad, ensuciando con esa imagen la perfección de calles que palpitan por sí mismas.

Ha sido un mal salto, sí. Hoy estoy cansada. Se escucha el chapoteo en cada paso y crece ese sonido en el silencio de estas horas. Suerte que vivo cerca y que conozco estos caminos como la palma de mi mano.

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