Nº 12 | Narrativa | Fantasía | 3880 palabras | TopoPanda | Chile

Sunari.

Retumbó en las rocas de mi cueva y desperté como si nunca antes hubiese estado despierta. 

Sunari.

Escuché con fuerza el murmullo de los espíritus. Venía desde el desierto y me llamaba. Las demás sabias no lo sintieron, pero me brindaron su confianza y su bendición. Hubo momentos en los que dudé, pues el llamado era diferente al de antes, tenía otra voz, otra melodía. Y me nombraba con otro nombre: Sunari. Las sabias me escucharon y me dieron fuerzas. Si sabes que es tu nombre dijeron, lo es. ¿Quieres ir? 

Lo dudé, pero asentí sin pensarlo. Entonces llenaron mis alforjas para comenzar el viaje. Pusieron comida, agua y un corazón de piedra para mi regreso. 


×

Salí durante una mañana tan fría como la noche que la precedió. El sol comenzaba a asomarse y dividía la tierra del cielo tan claramente como las voces de los espíritus señalándome el camino. 

Sunari, Sunari.

Me despido, madre, me despido tierra dije, mirando hacia la cima del cerroderoca en el que estaba mi hogar. Los rayos del sol aún no entraban a las cuevas que parecían dibujos sobre la tierra roja del cerromadre que siempre me había cuidado. 

Rara vez nos tocaba descender, era una tarea difícil reservada para quienes peregrinaban al mar y para quienes decidían dejar el hogar y construir otro en alguna parte distinta del mundo. El camino llevaba años, tal vez décadas, sin ser pisado por nuestros pies y la tierra roja se había cubierto de ese polvo dorado que llegaba desde el centro del desierto a los cerros cuando se alzaban los vendavales. Por ahí me llevaban las voces, hacia la base del cerro y hacia el centro del desierto. 

Yo ya había visto ese dorado eterno, hace muchos años cuando escuché a los espíritus por primera vez y me encomendaron seguirlos. Ahora era un poco distinto, con líneas naranja oscuro trazadas sobre la arena y con manchas rojas en donde habían caído los asteroides. Pero la sensación que me produjo fue la misma que hace años: inmenso, infinito y a la vez contenido entre los cerrosderoca.

Hacia el centro. Sunari.

Debía ir hacia el centro del desierto.


×

Los vientos eran cálidos, distintos a los que llegaban a la cima. Movían la arena y me tapaban como las olas del mar que aparecían en los relatos de mis compañeras. A veces mis pies se hundían y el camino se hacía largo y tedioso, pero las voces estaban cada vez más cerca y me motivaban a seguir. 

Vi pasar días y noches, vi huellas de gigantes y aves del color del cielo que peregrinaban hacia otras tierras. También vi cuerpos, huesos que poco a poco se convertían en arena y polvo. Las cantimploras y las alforjas se fueron vaciando, mi piel comenzó a arder, las voces se escuchaban cada vez más cerca. 

Hasta que una mañana vi otro cuerpo, igual al mío, pero distinto. Me acerqué pensando que estaba muerta, pero aún respiraba. Me miró murmurando palabras desconocidas, de otra lengua que yo nunca había escuchado. No te entiendo dije, no te entiendo. Pero ella repetía lo mismo una y otra vez. No te entiendo repetí, por favor, madre, desierto, ayúdame a entender.

Silencio. Se me apretó la garganta y entonces entendí. El desierto escuchó mi plegaria y yo entendí cuando ella volvió a pedir.

Agua dijo. 

Y luego murmuró mi nombre ¿o fue el desierto? 

Y las voces callaron, la había encontrado. 


×

Nos refugiamos en una cueva a los pies de un cerroderoca y la cuidé. Dormíamos durante la noche, calientes gracias a las mantas y, durante el día, yo moldeaba con arena un pájaro que nos llevaría de vuelta a casa. A veces todo estaba en silencio, a veces escuchaba un murmullo. Era ella cantando en su lengua. 

¿Por qué me permiten entenderla, espíritus, madre, desierto? preguntaba yo en voz alta. No había respuesta, solo su voz débil y febril.

Ceniza, ceniza, ceniza.

La tierra es ceniza.

El agua es ceniza.

Todo es ceniza.

Pisa la flor. Písala suavecito 

para que no se le caigan los pétalos, 

para que no te caigas tú

al fuego

te

caes.

¿Por qué me permiten entender lo que ella dice? Las voces de los espíritus guardaban silencio, yo volvía a meter mis manos en la arena y a convertirla en pájaro.

Cuando estuvo listo ayudé a quien ya era mi compañera a guardar su equipaje. Estaba cansada, pero mejor que cuando la encontré y pudo subirse sin mi ayuda a lomos del ave a la que nombré Trqul, como el viento y el sol. Por primera vez desde que me lo habían dado las demás sabias, saqué el corazón de piedra del bolso. Era azul con tornasoles verdes. Lo besé y lo introduje en el pecho del pájaro, que inmediatamente cobró vida. Se sacudió la arena y dejó ver sus plumas del mismo azul que su corazón. 

Trqul, por favor llévanos a casa, a mi madre.

Me subí sobre su espalda y comenzamos a volar. 

Aún no conocía el nombre de mi compañera, ni siquiera sabía si tenía uno, pero supe que era como yo cuando la vi aferrarse a Trqul con alegría y sin miedo mientras tarareaba una canción. Las historias contaban que quienes no dan vida a los elementos temen cuando ven que otra lo está haciendo, y ella no temió.  

Sobrevolamos el desierto que, desde las alturas, se veía pequeño. Trqul esquivaba los cerros y se deslizaba por el aire como si llevara años haciéndolo. 

Desde arriba vi con claridad las huellas de gigantes. Iban al norte, igual que mi compañera. Y por como las miraba, me di cuenta de que ella las seguía. 

Anocheció y amaneció tres veces antes de que pudiera ver mi cerromadre. Durante la cuarta tarde llegamos. Trqul nos dejó en la cima, donde nos esperaban todas. Bajamos de su espalda y besé su frente, susurré las palabras de la vida y lo vimos cambiar de tamaño hasta convertirse en un pájaro como cualquier otro.

Sé libre, dije. 

Se alejó volando.


×

Con los días logramos descubrir el nombre de mi compañera, era Chalak y venía desde el sur. Con los meses aprendió nuestro idioma y con los años yo aprendí a hablar el suyo. Nunca dejé de entenderla. 

Sunari decía, un día tendré que irme ¿vendrías conmigo?

En las noches frente al fuego, nos contaba sobre su tierra. Decía que era completamente verde y que estaba llena de árboles, ríos y cascadas. Que las cascadas eran agua que caía desde los cerros y que los ríos eran como el mar, pero más pequeños y delgados. Nos hablaba de cuando vio a los gigantes por primera vez y de lo que les habían robado, pero nunca aclaraba qué era. 

A veces sus ojos se perdían en la danza del fuego y se llenaban de lágrimas que luego ocultaba tras otra historia que siempre terminaba igual.

Voy para recuperar todo eso que se llevaron.

¿Y qué es eso?

Algo que se quedó pegado en sus pies.

Solo a mí me contaba de las ánimas, los espíritus de su gente pegada a los callos de los gigantes, pero no me decía por qué le importaba. Te lo cuento porque tú lo entiendes, tú las escuchaste y me fuiste a buscar. Ahora yo debo ir por ellas. Ven conmigo, Sunari, por favor. Repetía siempre que nos quedábamos solas, incluso al dormir.

Ven conmigo, Sunari, no te quemes con el fuego.

¿Qué fuego? ¿A dónde vas? Yo quería preguntarle, pero no podía.   


×

Comenzamos el viaje una mañana tibia. Me despedí de mi gente y de mi cerro con lágrimas en los ojos, luego Chalak y yo descendimos. 

Las sabias habían vuelto a llenar mis alforjas con comida, agua y un corazón de piedra, pero esta vez no era para mi regreso. Ellas sabían que no iba a volver y, dentro de mí, yo también lo sabía. A Chalak le regalaron alimentos y aguas profundas de mar para sanar heridas o recuperar fuerzas cuando se estaban perdiendo. 

¡Que vayan con bien! Gritaron todas desde lo alto del cerromadre hasta que nos perdimos bajo la neblina. 


×

Seguimos las huellas que los gigantes habían dejado marcadas en el desierto. Para no quemarnos viajábamos durante la noche, de la cual era más fácil protegerse con abrigos y luces de chispa que Chalak sacaba de sus manos al chasquear los dedos o aplaudir con fuerza. De día todo quemaba y se volvía naranjo, entonces Chalak movía sus manos y con ellas la tierra y la arena que luego usaba para armar una cueva, casi tan fresca como las de mi cerro. 

A veces, en las horas en las que todo estaba más caliente afuera, yo despertaba y la veía sentada a la salida de la cueva, llorando. 

La arrullaba con las palabras que conocía hasta que se calmaba y se quedaba dormida. Otras veces era ella quien me cantaba en su idioma. 

Pisa la flor. Písala suavecito 

para que no se le caigan los pétalos, 

para que no te caigas tú.

¿Has visto el mar? 

¿Has visto cómo va y viene?

 Se parece a ti pero más grande, inmenso.

Es eterno a veces. 

Eso, pisa la flor.

No te caigas

Ya llegan las olas, ellas nos van a llevar. 

¿Cómo son las flores? ¿Cómo es el mar? ¿Por qué lloras, Chalak? Quería preguntarle todas esas cosas, sobre todo cuando se mezclaba con las voces de los espíritus que volvían a llamarme desde alguna parte del mundo ¿O llamaban a Chalak? Tampoco podía preguntárselo, solo repetían.

Sunari.

Sunari.


×

De noche todo era distinto. Cuando afuera desaparecían los colores del fuego, Chalak me abrazaba, besaba mis mejillas y salía de la cueva. Con un movimiento ágil de sus manos y brazos devolvía la tierra a la tierra y encendía una luz. Todo a su alrededor era oscuro, a veces azul como la luz de la luna y otras veces negro, pero ella lo iluminaba y se teñía de un violeta blancuzco. Chalak reía y a veces bailaba, sobre todo en luna llena. Tomaba mi mano o me regalaba algo de su comida mientras caminábamos encima de la arena que, poco a poco y sin darnos cuenta de cuando, se fue convirtiendo en tierra de la cual brotaban árboles cada vez más altos y verdes. 

Dejamos de viajar de noche y comenzamos a hacerlo durante el día. Con el sol sobre nosotras la humedad era más intensa y los olores de las hojas, de la tierra y de los árboles nos envolvían. 

Así, casi así huele mi selva. Chalak parecía estar en su hogar, a pesar de lo distinta que era esa selva a la suya que, según contaba, era de verdes más oscuros y árboles de troncos grises y hojas pequeñas. Mira, Sunari, esa es una criatura que nunca he visto decía señalando a un ser peludo y de largos brazos que nos miraba desde lo alto de un árbol o a otro de piel amarilla y lisa que se movía sobre la tierra a unos pasos de nosotras. Yo tampoco le respondía sin más que decir.

Todo a mi alrededor era distinto a cualquier cosa que yo hubiese escuchado o visto antes. Tan verde que a veces cansaba mi vista y tan lleno de sonidos y murmullos como el cerromadre en los días de fiesta. 

Guardamos nuestros abrigos en los sacos que llevábamos y recolectamos comida durante algunos días en los que dormimos sobre un árbol. Al comienzo yo temblaba de miedo imaginando que podía caer, pero Chalak me abrazaba, calmándome con su voz o con alguna canción inventada en el momento.

¿Ves esa ave de plumas amarillas?

Son como el desierto, Sunari.

Son como donde te conocí.

¿Ves que vuela entre esas ramas verdes de selva?

¿Ves que vive entre ellas?

Aún si te vas, Sunari,

Aún si vuelves al desierto,

Siempre vivirás en mis ramas.

Y besaba mis labios o me abrazaba con fuerza para evitar que cayera. Yo también la abrazaba y besaba ya sin miedo a caer.

¿Por qué piensas que me voy a ir? ¿Por qué crees que volveré al desierto? Quería preguntarle, pero entonces ella me envolvía con su cuerpo y ya no era capaz.

¿Por qué no soy capaz de hacerlo? Esa no era una pregunta para Chalak.   


×

La selva se fue volviendo cada vez más espesa y hostil, en la tierra se movían pequeños seres que podían matarnos con una mordida y desde los árboles nos observaban criaturas hambrientas. Si Chalak no hubiera estado conmigo habría muerto durante los primeros días, pero sí estaba y se preocupaba de no dejarme atrás, de guiarme entre las hojas gigantes que a veces nos cubrían o entre la humedad que me ahogaba y era aún peor después de las lluvias. Se camuflaba, a veces era verde como las hojas anchas y gruesas de algunas enredaderas, otras era invisible. Tomaba con fuerza mi mano y caminaba delante de mí, pisando donde luego yo pisaba y deslizándose por entre las hojas como, noté con el tiempo, yo me movía en mi cerromadre. 

Por eso tan poca gente se va del cerromadre, todo afuera es distinto y aterrador. La tierra tiembla y lo remece todo. Sientes como si te hundieras en ese barro blando y pegajoso, esas hojas que a veces se abren dispuestas a tragarte, los seres que se suben a tus hombros, que llenan tus brazos de manchas rojas que pican y que no te puedes rascar.

Quiero volver, pensaba cada vez que quedaba cubierta de barro.

Quiero volver, cuando la picazón y el ardor no me dejaba dormir.

Quiero volver. 

Pero Chalak me miraba y me sonreía, acariciaba mis manos o me regalaba una fruta que acababa de cortar. Entonces aún quería volver, pero con ella.

¿A dónde vamos?

Seguimos a los gigantes.

¿Cómo los seguimos? ¿Cómo sabes dónde están? Hace soles que no vemos sus huellas. Yo tenía tantas preguntas, pero ninguna salía. 

Otra vez todo tiembla.

Sunari.

Hasta que llegamos a un claro.

Me costó reconocerlo, pero Chalak supo de inmediato que era la huella de un gigante. Entonces las ánimas avivaron su llamado con más fuerza que antes. Sunari, Sunari, Sunari repetían.

Sunari era mi nombre, pero también eran las piedras rojas y la sangre. Tal vez nunca fue para mí ese llamado, tal vez las ánimas estaban invocando al poder de la vida y la sangre, o tal vez nada, tal vez solo era un sonido sin significado.  

La tierra tiembla.

¿Hablarán en tu lengua, Chalak? Intentaba preguntarle, pero no podía ¿Qué es eso que hay en ti? ¿Qué es eso que me asusta, Chalak? ¿Por qué no puedo preguntarte? A veces nos mirábamos y era como si me encontrara frente a otra persona, a otra Chalak con el mismo rostro, pero desconocida. 

Subíamos a un árbol, bebíamos de las aguas profundas del mar y descansábamos bajo el manto de los árboles y las estrellas.

Entonces ella volvía a cantar. Era como si pudiera escuchar mis pensamientos. 

Ceniza, ceniza, ceniza.

Es todo lo que veo, ceniza.

¿Por qué no me preguntas?

Ceniza.

¿Por qué me temes a veces?

Sunari. 

Si quieres saber

Por qué seguimos

Las huellas de los gigantes. 


×

Cuando encontramos la quinta huella marcada en el suelo y todos los árboles rotos y muertos a su alrededor, nos miramos. Llevábamos días caminando. La comida era insuficiente para juntar energía y las aguas profundas de mar se estaban acabando. 

Tal vez no lleguemos nunca dijo Chalak mascando uno de los frutos que había recogido antes de bajar del árbol. 

¿A dónde vamos? pregunté.

Seguimos a los gigantes.

Nos detuvimos en medio de la selva y por varios minutos solo se escuchó el canto de los pájaros y de las hojas de los árboles.

¿Para qué? mi voz quebrada se mezcló con las voces de la selva, pero tomé fuerza ¿Qué me estás escondiendo? 

Chalak bajó la vista, pensé que iba a comenzar a cantar, pero no lo hizo.

Silencio dijo.

Y todo tembló a nuestro alrededor. Caímos y estuvimos a punto de hundirnos en el barro, pero ella me ayudó a volver a estar de pie. Volvió la quietud y Chalak repitió:

Silencio como ningún otro. La planicie gris se extendía a su alrededor, no veía nada más y todo estaba quieto, a excepción de las cenizas que se levantaban de vez en cuando al soplar el viento.

Ya no quedaban árboles. Ya no quedaban criaturas. Ni siquiera quedaba tierra, todo estaba cubierto o convertido en cenizas. 

Todo menos Kiluma, que miraba a su alrededor parada en el centro de lo que antes era el lago Sunari, poblado por peces, ondinas y algas, todas muertas a su alrededor. 

Kiluma cerró sus ojos intentando apartar los recuerdos que llegaban sin quererlo ella, pero esa magia de muerte y fuego se colaba en el negro de su mente cada vez que cerraba los ojos y en cada espacio que podía mirar a su alrededor. 

Dolía casi tanto como su piel que, a pesar de la protección del agua, se había quemado en la espalda y las piernas. Era como si todo temblara aún, pero no, todo estaba quieto y muerto. 

Sunari, Sunari. Recordaba a su lago, a su selva, a su cuerpo antes de deformarse por el fuego. Lloraba, gritaba, pero su voz se mezclaba con las cenizas. 

Caminó hasta encontrarse con un valle, allí perdió el sentido. Cayó sobre la maleza y pasaron años hasta que volvía a levantarse. Su espalda estaba cubierta de pequeñas flores amarillas y blancas y todo a su alrededor también. Ya había sanado y del fuego solo quedaban algunas marcas en su piel, el dolor y el recuerdo de Sunari. 

Lunas y soles la cubrieron, aprendió a vivir en el valle y conoció a quienes lo habitaban. Los amó profundamente, pero nunca se quedó mucho tiempo en ninguna parte, temiendo que volviera ese temblor, esa magia, ese dolor y esa muerte. 

Se movía hacia el norte, guiada por la necesidad de alejarse de aquella que había sido su selva y que ahora solo era cenizas, hasta que un día se encontró con la huella de un gigante. 

De inmediato reconoció esa magia y la invadieron el fuego y el dolor. Donde estaba parada no había cenizas, pero sí había muerte. Y había algo más.

Era un ánima que lloraba sin parar y suplicaba volver a casa. Me lo quitaron todo, decía, me quitaron todo lo que me hacía parte de este mundo, quiero volver y quiero irme. Si no puedo volver deja me vaya. Kiluma reconoció en esa ánima a uno de los peces con los que había jugado en su hogar hace tantas vidas que creía haberlo olvidado. Lo tomó entre sus manos y lo besó, luego lo aplastó hasta convertirlo en polvo y lo devolvió a la tierra.

Descansa, le dijo. Se sacó las flores de la espalda y con ellas cubrió el polvo de ánima. Supo entonces que debía retomar su camino e ir hacia el norte, siguiendo las huellas de los gigantes. Siguiendo los terremotos.

Con sus dedos tejió el traje de hierbas y malezas secas con el que cubrió su espalda y sus piernas. Con sus labios cambió su nombre y se puso Chalak, que en el valle significaba descanso. 

La estrella del norte fue su única guía cuando no había rastros de los gigantes. La llevo del valle al mar y del mar a los cerros. De los cerros al desierto, donde pensó que moriría.

Chalak guardó silencio y me miró.

Pero no murió, la encontró Sunari, el espíritu del lago que tantas vidas atrás había sido su protector. 

Yo soy de la montaña, le respondí seca. Ella asintió ¿Por qué asientes si me dices que soy del lago? ¿Por qué me cuentas esto ahora?

Tenía miedo.

Yo también tengo miedo. 

Ella miró hacia arriba, como buscando algo en los árboles que nos envolvían. 

No temas, Sunari

no quiero que sufras.

El fuego de tu cerro me contó tu historia 

y la mía.

Me habló de las piedras

que recogen las almas

y les dan cuerpo

y forma

y madre.

Me contó y ahora te cuento.

El rostro de Chalak se me hizo más lejano y familiar que nunca antes. La selva era la misma, Chalak también, yo también. El murmullo de las plantas y de las aves. Mi miedo. Todo era lo mismo.

¿Por qué seguimos a los gigantes? pregunté.

Porque en sus pies están todos aquellos seres a los que conocí y amé. Excepto el pez, excepto tú.

¿Por qué Chalak? 

No lo sé.

¿Por qué Sunari?

No lo sé.

El llamado cesó, las voces de los espíritus callaron. Solo éramos Chalak y yo, y las plantas y las aves, y el mundo. A lo lejos, hacia el norte, los pasos de fuego y muerte que hacían que la tierra temblara. La miré y ella me miró. Entre nosotras había vidas de distancia y años de conocernos.

Tú no los ves, me dijo, pero yo sí. Están al norte, veo el eclipse que provocan y siento el calor del fuego que lo quema todo. 

¿Qué haremos si encontramos a los gigantes? 

No lo sé.

¿Quieres seguir buscando?

Sí, dijo con firmeza, luego bajó la vista ¿Y tú?

Ya no escuchaba el llamado, los espíritus habían guardado silencio para siempre. Ya no había cerros, ni sabias, ni desierto, ni nada que yo conociera ¿Y yo? Yo me conocía desde hace un tiempo, yo podía seguir siendo Sunari la hija de los cerros, las piedras rojas y la sangre. También podía ser Sunari el lago, la tierra hecha cenizas y los cuerpos muertos. Los del desierto y los de la selva. El mío propio.

Tengo miedo, le dije.

Lo siento mucho, no quería que…

¿Tú?

Yo también. 

Le tendí mi mano y lloramos, Chalak se demoró en tomarla. Habían pasado años, vidas, valles, selvas y cenizas. Habían pasado cerros, rocas, sabias y aves del color del cielo.

Quería volver, quería irme. Pero también quería seguir. 

Al norte todo seguía temblando. Se acercaba el eclipse.

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