En Punta Arenas, 2030, Joaquín Tomasevic, cuidador del Museo Nao Victoria, recibe a un extraño visitante que firma con un nombre imposible: Howard Phillips Lovecraft. Tras su enigmática desaparición, Joaquín encuentra un libro inquietante, el Fractanomicón, que desata una serie de pesadillas y alucinaciones perturbadoras. Atrapado entre la locura y la realidad, descubre que las entidades de los relatos de Lovecraft podrían ser más que ficción.
Punta Arenas, julio de 2030
La última vez que Joaquín Tomasevic soñó banalidades, fue una semana antes del hallazgo de ese libro. Llevaba una vida austera y su trabajo como cuidador del Museo Nao Victoria le permitía ciertas regalías: contemplar el estrecho, conocer viajantes y enterarse de todo lo que la ciudad de Punta Arenas, ubicada en la cola de un país —tan estrecho como largo llamado Chile—, le permitía.
A sus cincuenta y siete años, la vida le había enseñado a perseverar, por difícil que fuera, en el rubro familiar. Desde las diversas pandemias que no dieron tregua a muchos de sus habitantes, seguidas por sangrientas revueltas sociales, el negocio familiar había decaído. El escenario de los barcos que sus bisabuelos habían construido, ahora le parecía el único vestigio de una sociedad hambrienta. Grafitis, mensajes apocalípticos y símbolos extraños se habían adherido a las maderas de los barcos construidos a escala real. Las apariciones de turistas, por cierto, ya no eran el sustento para mantener el museo y había tenido que valerse de trabajos esporádicos paralelos para subsistir. No obstante, su inconmensurable devoción por preservar el lugar, lo mantenía ahí, alerta a cualquier sonido de pasos.
Los últimos meses le había tocado registrar a un par de visitantes que ingresaban al lugar con un único fin: grafitear los barcos.
Le había tocado detener a varios suicidas y fanáticos del ocultismo que visitaban el lugar para proclamar la llegada de un nuevo orden. A esas alturas había visto de todo. Al menos, eso creía él.
Fue una fría mañana de julio que, luego de su café rutinario, abrió el lugar. Nada distinto a lo que hacía todos los días. El libro de visitas no tenía registros hace prácticamente un mes. Nada de nada. Ensimismado en sus preocupaciones cotidianas, encendió una pequeña estufa y se calentó las manos. El sonido del estrecho le dio a entender que pronto se levantaría un temporal. Hallábase en pronósticos y cálculos climáticos cuando unos pasos, lejanos, lo alertaron. Pensó que posiblemente serían vendedores de los alrededores; sorbió su café y entonces divisó a un hombre que vestía un abrigo largo. Su atuendo lo hizo recordar esas fotos en blanco y negro que su madre le mostraba orgullosa; fotos de sus padres muertos. Lo vio acercarse poco convencido y entonces le llamó la atención su particular rostro un tanto alargado. El hombre parecía inmerso en sus propios pensamientos, mas él lo alentó a ingresar. No pudo contener la sonrisa en su rostro, era el primer visitante después de mucho tiempo.
Cuando el hombre finalmente se acercó hasta lo que él había dispuesto como una pequeña salita de recepción, sintió algo extraño. Le enseñó el libro y le pidió que se registrara.
—¿Es usted de la zona? —preguntó de inmediato.
El visitante fijó en él unos penetrantes ojos negros. Acto que lo obligó a fijarse una vez más en su particular vestimenta. A juzgar por su apariencia, el hombre podría haber tenido entre 43 y 48 años; era particularmente alto, delgado y vestía de manera sobria. Lo examinó sin clemencia hasta que el hombre, en un marcado acento estadounidense, le dijo que era primera vez que visitaba la ciudad y el país.
—No he viajado mucho —dijo, verificando la hora en un reloj de bolsillo, que a Tomasevic le pareció una reliquia.
—Veo que gusta de las antigüedades. Esos ya ni se ven en este tiempo —soltó, acercándole el libro para que pusiera sus datos.
El hombre no comprendió a lo que se refería y luego de un largo silencio le pidió un lápiz.
—Habla muy bien el español, che —comentó Tomasevic, entregándoselo.
Escribió con parsimonia. Tomasevic le dio un minuto y puso sus manos frente a la estufa. Cuando volteó, el hombre había tomado distancia del libro. Se generó un silencio incómodo que fue roto rápidamente con la explicación del tour y disculpas innecesarias por el estado de los barcos.
—Ya sabe… La gente destruye en vez de preservar. Últimamente hay una necesidad abismante por dejar mensajes en todos lados.
—¿Puedo ingresar ya? —se apresuró el hombre.
Tomasevic asintió y lo acercó hasta la entrada.
—Desde aquí la ruta es libre. Hay algunas infografías que le ayudarán a entender el contexto histórico.
—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó.
—Cerramos a las cinco. Acabo de abrir y no hay demasiado que mirar.
Iba a seguir hablando, pero el hombre se perdió entre la niebla que comenzaba a esconder los barcos.
Entretanto, la curiosidad típica de Tomasevic por constatar de dónde provenían los turistas, lo hizo tomar el libro y leer los datos que el visitante había proporcionado. Howard Phillips Lovecraft. Providence, Rhode Island, Estados Unidos. Le pareció un nombre interesante, digno de alguien importante. Volvió a sus quehaceres en la pequeña recepción y no se dio cuenta de cómo pasó el tiempo.
Una vez que comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, se asomó con un paraguas para ofrecerle al visitante, pero no lo vio por ningún lado. Se quedó parado en el umbral de la puerta, esperando. En general, los turistas se demoraban alrededor de media hora en repasar cada barco y siempre terminaban mirando ese océano gris que a ratos atormentaba con su majestuosidad. Se preparó otro café y, aunque rara vez lo hacía, preparó uno para el visitante. «Le vendrá bien cuando termine su recorrido», caviló, feliz de contribuir en algo con el turista.
No fue así.
Su amabilidad se vio quebrada por la demora de aquel hombre. Le pareció verlo desde lejos, cruzando de un barco a otro. Decidió esperar. ¿Qué tanto podía demorarse? El temporal se avecinaba y la lluvia, si bien no era un impedimento para recibir visitantes, probablemente lo haría agilizar su recorrido.
Miró el reloj de pared. Habían pasado cincuenta minutos desde que el hombre se había registrado. Tomó el paraguas, dispuesto a buscarlo. La lluvia había dibujado un panorama grisáceo, mas la neblina se había dispersado. Escudriñó los barcos a la distancia. Nada. Encendió un cigarrillo para apaciguar la espera. Nada.
Cuando se disponía a ir en su búsqueda, un breve fulgor iluminó todo el estrecho. Tomasevic alcanzó a ver una luz verde en línea recta que remarcó el horizonte y una sensación parecida al miedo lo embargó de súbito.
Soltó el cilindro de nicotina que rápidamente se apagó con la lluvia y recorrió cada barco. Mientras lo buscaba, unos susurros indescifrables lo marearon. Pensó que el cambio de temperatura posiblemente lo había turbado y se detuvo un momento, justo en la proa de la réplica del barco de Hernando de Magallanes. Lo sobrecogió una suerte de nostalgia y se vio sumido en pensamientos oscuros y suicidas. Se distrajo pensando en su mujer muerta diez años atrás, en circunstancias que la policía local jamás logró descifrar. Pensó que esa era una batallada perdida y que reabrir el caso tomaría mucho tiempo. La extrañaba, cómo no, pero más extrañaba quien era él cuando se trataba de ella. De un momento a otro, su imagen le pareció el resultado de una vida tediosa.
Así se pasó un momento, mirando la inmensidad del estrecho revuelto y grisáceo.
Cuando el reloj de pared marcó las tres de la tarde, Tomasevic volvió, empapado, a la recepción. No había rastro de aquel hombre. La tormenta amainó y se preparó, tembloroso, otro café. Estaba inquieto. Había visto de todo, pero nunca una desaparición. Optó por resolver el enigma en su mente. El hombre, tal vez, había ingresado y huido rápidamente tras la tormenta. Trató de tranquilizarse y ocupó el resto del tiempo en limpiar la recepción.
Como era de esperar, no hubo más visitas durante el día y a eso de las cinco, cuando estaba pronto a cerrar, realizó la última ronda para asegurarse que todo estuviese en orden. Recorrió cada barco con una sensación extraña, hasta que algo llamó su atención. Encima de un escalón de la réplica de la Victoria divisó un libro. Lo tomó con precaución y secó la portada con la manga de su cortavientos. Restregó sus ojos. El libro tenía por título Fractanomicón. Sin prestar mayor atención lo guardó en su chaqueta y terminó de completar su recorrido por los barcos, procurando que todo estuviera intacto.
Cerró el museo y se dirigió hasta su casa, ubicada justo al costado del mismo terreno. Su única compañía era la de un gato maltrecho al que alimentaba y pocas veces acariciaba. No se consideraba a sí mismo un lector empedernido y, por lo mismo, tiró el libro en una caja que guardaba todas la cosas que los turistas dejaban en los barcos. La mayoría las arrojaba a la basura y se quedaba con aquellas que, creía, sus dueños irían a reclamar al día siguiente. Por supuesto que nadie volvió a reclamarlas.
Se quitó la ropa y, tras una ducha caliente, bebió un poco de vino. La modorra de todos los días lo invitó a recostarse y juguetear bajo su ropa, dibujando escenarios con mujeres pasadas que le brindaran más calor que su propia estufa. Fue así como, paulatinamente, fue cayendo en un profundo sueño.
La figura distorsionada del hombre aparecía y desaparecía en una mezcla selectiva de otras imágenes que, en un principio, parecían la incoherente recolección de distintas vivencias en un día. Luego, tras retorcijones sobre la cama, que él no tenía cómo advertir, aparecieron Aquellos. Entidades viscosas desperdigadas en algo que parecía ser una masa terrestre que cobraba luz en medio del estrecho, justo frente a los barcos que él mismo custodiaba diariamente.
Un repentino ahogo lo despertó de manera abrupta. A sus pies, el gato se enroscaba en lo que parecía ser un sueño plácido, muy distinto a lo que él había soñado. Las imágenes del sueño desaparecieron y buscó el agua nocturna. Bebió un par de sorbos de su vaso y una repentina intranquilidad lo sobresaltó.
Encendió las luces y advirtió el sonido de los truenos, aquellos eventos climáticos eran inusuales en la zona. Se abrigó y fue hasta la cocina y hasta sus propios pasos le sonaron desconocidos. ¿Había despertado realmente? Encendió un cigarrillo y puso a calentar agua. El silencio lo inquietó, también el recuerdo de aquel visitante aparecido como un mal presagio. Para tranquilizarse, resolvió que posiblemente había arrancado, como muchos otros, al enfrentarse a esa condena de mirar el estrecho y sentirse insignificante. Cuando el agua estuvo lista se preparó un café y le arrojó un poco de whisky encima. Lo sorbió y su cuerpo de inmediato entró en calor. Entonces, una necesidad inexplicable por volver a la caja de «coleccionables», como él le llamaba, lo obligó a tomar el libro.
Leyó con dificultad. Se esforzó por comprender los designios y nomenclaturas que allí abundaban. Tras recorrer algunas páginas con sus ojos, el libro le pareció monstruoso. Lo catalogó como demencial y, tras avanzar unas cuarenta hojas, se percató que algunas habían sido arrancadas. Lo devolvió a su lugar. Volvió a su habitación y procuró dormir.
Despertó varias veces durante la noche. Su temperatura corporal acusó fiebre, pero él prefirió culpar a la innumerable cantidad de mantas que lo arropaban, quitando unas cuantas.
A la mañana siguiente, retomó su rutina sin muchas ganas. Algo había cambiado en él, tal vez la falta de interacción le había pasado la cuenta. Se dirigió al museo a regañadientes y se preparó el café matutino. Para su sorpresa, ese día hubo dos visitantes, ambos oriundos de la ciudad de Punta Arenas que demoraron exactamente los treinta minutos que él siempre calculaba que debían demorar. Miró sus nombres y sus firmas sin mucha atención y el día pasó más rápido que de costumbre. Cuando se disponía a cerrar, tomó el libro de registro y su mirada volvió al nombre de él, el misterioso visitante desaparecido: Howard Phillips Lovecraft. Lo anotó en un papel que dobló y guardó en su chaqueta.
Al llegar a su morada, encendió su computador para buscar en la red algo que pudiera serle útil respecto a aquel hombre. Las nuevas tecnologías de hologramas no eran lo suyo y conservaba, hace años, un notebook que demoraba mucho tiempo en encender. Tenía la costumbre de hurguetear en la web los nombres que le llamaban la atención, especialmente los extranjeros. Lo había hecho innumerables veces, hallando en su búsqueda a políticos, artistas, y otras figuras públicas.
La búsqueda arrojó un centenar de páginas que hablaban de un escritor, fallecido en el año 1937, a la edad de 46 años, por un Cáncer al intestino delgado. No podía ser. Observó cada una de las imágenes y el parecido era aterrador. Pensó que se trataba de alguna broma de mal gusto, por esos días no faltaban los graciosos. A esas alturas, ya no podía esperar nada.
Cerró el computador, confundido. Fumó un cigarrillo y tras mucho meditarlo, volvió a abrir el aparato. Navegó por la red buscando biografías del supuesto escritor fallecido. Lo que encontró solo le generó contracciones estomacales. «Mera ficción de aquellos años», caviló, tratando de convencerse de que algún fanático se había hecho pasar por él. No obstante, su curiosidad pudo más y leyó algunos fragmentos de la obra de aquel connotado escritor. Comprendió entonces la creación de un universo paralelo, en donde diversos seres de características asombrosamente horrendas, coexistían, esperando el momento exacto para levantarse y tomar lo que, hasta entonces, se conocía como la Tierra.
Seres oscuros, físicamente pulposos y de proporciones excesivas que enviarían pestes como anzuelo al fin de todos los tiempos.
Todo le parecía un conjunto de ideas insensatas. Ni siquiera factibles en una posible realidad. Volvió a apagar su computador y optó por no pensar más en aquellos disparates. El último tiempo lo había hecho desconfiar de todo, incluso de las misteriosas muertes acaecidas en su propia ciudad, atribuidas a rituales y sectas indeterminadas, pero creer en cosas de ese calibre estaba fuera de sus propias convicciones.
Durante los próximos días no lo atormentó nada. Realizó sus actividades, como era su costumbre, sin mayores sobresaltos. Hasta que un sueño, inolvidable, lo perseguiría por un largo tiempo.
Las noches comenzaron a serle tormentosas. El frío ya no era motivo para mantenerse despierto, ahora el calor sostenía una fiebre que le machacaba la sien y lo retorcía en danzas asfixiantes, notoriamente perturbadas. Tras sus ojos, se visualizaba una civilización, particularmente silenciosa, como si el sueño se opusiera a transmitirle el sonido indescifrable de sus voces, las de Aquellos seres abominables. Sus estructuras escamosas y resbaladizas arrojaban un olor pútrido que espantaba a todas las almas, incluyendo la de él, que como una sutil sombra se paseaba por heladas calles de piedra. El temor que le causaban era indescriptible y la única manera que tenía de manifestarlo, era con una mueca de dolor que le duraba todo el sueño. Las pulsaciones de su corazón aumentaban y entonces balbuceaba mensajes indescifrables que habrían ahuyentado a cualquiera que lo escuchara.
Cuando despertaba, la inmensa figura de aquella bestia infrahumana que se levantaba sobre el universo lo hacía temblar. Ya no tenía fuerzas para levantarse y pasó una semana entera a punta de café y otros brebajes que le retrasaban el sueño.
En la biografía de aquel autor no se encontraba ningún libro titulado así, algo no calzaba. Retomó la lectura convencido de que esta vez lograría descifrar algo que pudiese ayudarlo, pero sus intentos fueron en vano. Desesperado, pasó noches en vela, estudiando materias que le resultaban imposibles. Crispado y a la vez frustrado, decidió ir a la iglesia y pedir por su alma atormentada.
Muy temprano en la mañana, se dirigió hasta la catedral para implorar por su existencia. Algunos parroquianos lo miraron extrañados, su aspecto demacrado y su pijama escondido bajo una parca causaron risas disimuladas entre plegarias y ruegos. No le importó que se burlaran y rezó como nunca antes en toda su vida. Pidió encarecidamente que aquellas pesadillas terminaran y buscó una confesión que se vio interrumpida por el repentino cierre de la catedral.
Las noticias habían arrojado el hallazgo de cantidades innumerables de huesos en distintos galpones de la ciudad y nuevas desapariciones. La gente cambió de semblante y despejaron las calles en menos de una hora. Extrañamente, los acontecimientos no le llamaron mucho la atención, de alguna forma se había acostumbrado a ese tipo de noticias y mientras no hubiese pruebas concluyentes de que no se trataba de una red de psicópatas, podía esperar cualquier cosa. Caminó de regreso a su casa y pasó el resto del día investigando algunos términos del libro que había encontrado. No obstante, su escasa comprensión lectora lo alejaba de la obvia verdad que lo habría salvado.
Decidió dejar de lado la investigación asumiendo que lo suyo era un brote de locura. Todo perdió sentido y volvieron sus pensamientos suicidas. Para qué vivir. Para qué allí, en una ciudad fría, lejana a todo, donde había más desapariciones que personas vivas.
Maldijo su propia existencia. Bebió y el sueño lo tomó de improviso. Apareció en un desierto negro; fractal. Se sintió minúsculo y si se hubiese observado desde fuera habría visto la misma escena replicada infinitas veces. El silencio sepulcral agudizó el sonido de sus latidos, que le llegó como un eco que chocó en murallas invisibles. A sus pies, pequeñas piedras formaban un camino. Su instinto le decía que todo era un sueño, que despertaría en algún momento. Avanzó por el camino trazado por las piedras, guardando en su retina cada detalle del lugar. A medida que avanzaba, el camino se tornaba pegajoso y con cada pestañear el desierto se volvía una textura jabonosa que separaba sus pies; él, con una fuerza descomunal, intentaba unirlos. Fue entonces cuando cayó en algo que le pareció una cinta grasosa y, tras arrastrarse por ella, llegó a un pantano. Soltó un grito que no fue capaz de escuchar y vio flotar, junto a él, torsos mutilados que dejaban asomar luces como luciérnagas en la noche. Avanzó, desesperado, correteándolos; al leve tacto su mano los despertaba, provocando que alas gelatinosas se desplegaran. Volaron como moscas a su alrededor y el pantano se lo tragó en una exhalación que lo devolvió a su cama.
Despertó con un fuerte pitido en los oídos. Tenía un grito atragantado que le quitó el aire durante unos minutos. Cuando volvió en sí, botó el aire contenido en sus pulmones y pequeños destellos tomaron forma de mosquitos que fueron desapareciendo a medida que logró moverse sobre la cama. Llevó su mano derecha a la frente; hervía en temperatura. Fue hasta el baño y se mojó la cara varias veces con agua helada.
No volvió a pegar un ojo en lo que restó de noche.
Apenas amaneció, tomó el libro y lo echó a un bolso. Buscó la dirección de todas las librerías y las visitó una a una. Miró los títulos en los anaqueles, buscando el nombre del autor del Fractanomicón. No había registro del libro y la mayoría de los vendedores se mostraron curiosos al no conocer su procedencia. La desesperación por hallar algo relevante se lo estaba devorando. Cuando llegó a la última librería no aguantó más y trató de explicarle los acontecimientos al vendedor, quien se mostró interesado en escuchar su relato.
—¿Busca algún título puntual? —le preguntó, dejando de lado libros de nuevos autores.
—Me gustaría hablar sobre un tal Love… —miró el papel que llevaba en su chaqueta—… Lovecraft.
—Dígame.
—No sé si sea este el lugar indicado —soltó nervioso.
El vendedor no pudo evitar reír.
—¿Y qué lugar más apropiado que una librería para hablar sobre un escritor?
Tomasevic se le acercó, generando incomodidad en él.
—Parece que no nos estamos entendiendo. Necesito hablar con un experto sobre… ¿Te consideras un experto?
El vendedor se demoró en responder. ¿Qué clase de pregunta era esa?
—Supongo. Dígame en qué puedo ayudarle.
—¿Te parece si nos reunimos en un café a la hora de almuerzo?
La propuesta desconcertó al vendedor, pero la curiosidad pudo más.
Quedaron de reunirse en un café ubicado justo en la esquina de la misma calle de la librería, a eso de las 14:00 horas. Tomasevic lo esperó atento, ordenando mentalmente lo que le diría.
Juan Pablo salió de la librería y se dirigió al encuentro, antes de ello, le comentó la situación a uno de sus colegas para que, en caso de cualquier cosa, lo buscara en el café.
Al ingresar, vio a Tomasevic sentado en una mesa que daba hacia la ventana. Sus labios se movían, como si estuviese hablando solo. Tomó aire y se acercó.
—No tengo mucho tiempo. Espero que sea breve. —Se sentó a su lado.
Tomasevic le comentó sobre la visita de un tal Lovecraft al museo y la carcajada de Juan Pablo distrajo al resto de los parroquianos.
—¿Lovecraft? Usted está loco. —Lo miró tratando de contener la risa.
—Se presentó a eso de las once de la mañana. Vestía exactamente igual a esas fotos que hay en internet. Era alto…
—Espere… —lo detuvo, haciendo ademán de pararse—. Pensé que quería discutir aspectos de su obra o pedir consejo sobre qué leer primero. Esto que me dice es lo más descabellado que he escuchado. Lovecraft está más muerto que mis tatarabuelos. Es imposible lo que me dice.
El rostro de Tomasevic reflejó una desesperación que a Juan Pablo lo hizo temblar.
—Me parece que alguien le jugó una broma, señor.
Tomasevic puso el libro encima de la mesa y se lo enseñó.
—Nadie conoce al autor de este libro. ¿Qué sabes tú de él? ¿Lo has leído? ¿Qué relación tiene con ese tal Lovecraft?
Juan Pablo lo miró y luego bajó su vista al libro. Lo examinó y su semblante cambió de inmediato. Tomasevic no le quitó la vista de encima; sus ojos se devoraron varias páginas hasta que se le desfiguró el rostro. Cerró el libro.
Silencio.
—Necesito un poco de aire. —Se pasó la mano por el rostro—. Discúlpeme un momento… Voy… —No alcanzó a terminar la frase y corrió hacia el baño.
Desde la mesa en donde se encontraban se veía el pasillo que dirigía hacia la puerta por la que él había entrado. Tomasevic sorbió su café y guardó el libro. Movió la pierna derecha, nervioso. El chico sabía algo. Le hizo un gesto a la mesera para que le trajera la cuenta.
En los minutos que devinieron, Juan Pablo no apareció. Tomasevic pagó la cuenta y fue hasta el baño, al abrir la puerta no vio nada más que el inodoro y el lavamanos. «Qué demonios», pensó perplejo.
—¿No vio a un chico salir del baño? —le preguntó a la mesera.
—No, señor.
Volvió al pasillo y tocó la puerta del baño de mujeres. Una chica salió y lo miró con el ceño fruncido. Pensó en preguntarle, pero era imposible, el baño era para una persona.
Salió del café y el cielo había tomado un color extraño. Una quietud espontánea se alojó en la ciudad. Miró hacia todos lados y esperó afuera de la librería. Las horas pasaron y uno de los dependientes de la tienda le pidió que se retirara. Un hombre se le acercó y le preguntó por Juan Pablo. Tomasevic le comentó que de un momento a otro había desaparecido y entonces el hombre lo increpó.
—Me avisó antes de salir que un tipo demente lo había abordado en la librería.
Tomasevic retrocedió y comenzó a correr por las calles, dejando atrás los gritos de algunos vendedores que le decían que si Juan Pablo no llegaba llamarían a la policía.
—¡Tu rostro no se me va a olvidar, hijo de puta!
Corrió hasta que la falta de aire se lo impidió. Se había detenido justo en la entrada de un callejón que daba hacia el mirador más famoso de la ciudad. Se apoyó con una mano en la pared y se concentró en calmar la agitación. Estaba en eso cuando, al final del callejón, le pareció ver al hombre que tanto había buscado.
—¡Tú! —gritó, al mismo tiempo que volvió a correr. Tras él, un sonido subterráneo lo obligó a detenerse.
La tierra tembló y el suelo crujió. El hombre seguía parado al final del callejón, imperturbable. Cuando el movimiento se detuvo, volvió a correr y chocó con algo invisible que lo devolvió a la entrada del callejón. La silueta del hombre se difuminó y apareció frente a sus ojos. «Me estoy volviendo loco», balbuceó, restregándose la cara.
Las calles se silenciaron y tanto puertas como ventanas se fueron cerrando.
Tomasevic quedó solo y en esa soledad se perdió un momento. Vagó a la deriva por calles que desconocía. De pronto, olvidó qué dirección tomar para ir a su casa. El polvo se levantó desde los suelos generando una corriente de aire que —y ahora sí lo temió— anunciaba el fin.
—¡Ayuda! —gritó y su voz hizo eco en una ciudad vacía.
Caminó trastabillando hacia el museo. El camino se le hizo eterno. Imploró por encontrar la respuesta a todo lo que estaba sucediendo. Cuando llegó se encerró con llave en su casa. Miró desde la ventana hacia los barcos y vio que una fuerza los arrastraba mar adentro. Salió despavorido y la escena le generó escalofríos. Los vio alejarse, paralizado, y entonces el mar se recogió en medio de un efluvio. Camino dos pasos y a su rostro llegó un olor putrefacto. El estrecho había cobrado vida vomitando a sus pies centenares de huesos. Los barcos se hundieron y la oscuridad lo devoró por completo.
Volvió en sí, asqueado, en medio de algo escamoso que removió sus dudas. Frente a él, una luz lo cegó en el firmamento.
Había llegado la hora de que Aquellos reinaran el universo en donde él era apenas un punto minúsculo, un latido imperceptible en medio de un desierto fractal.