En un mundo donde el Wi-Fi ha sido erradicado tras las catastróficas consecuencias que su exposición causó en toda una generación, Vicente, cuidador en un asilo de ancianos, es testigo de los efectos devastadores que esta tecnología dejó en sus vidas. Impulsado por la curiosidad, decide buscar una conexión, sin imaginar que las consecuencias podrían ir más allá de lo físico.
Es esa hora de la tarde en que la luz pega por el costado antes de que oscurezca. Vicente, el cuidador vespertino, observa a los viejos desde el umbral de la puerta. Siempre se apoya en la misma esquina, cree que desde allí tiene una mejor visión de la sala. No hay mucho que hacer en el hogar y todo se ve tranquilo. Algunos escuchan música en unos silloncitos de cuerina descascarada; la votación popular de hoy eligió techno. Seguramente mañana será trap. Sin duda, todo está calmo porque los ancianos más problemáticos han tenido una buena jornada. Hay días más pesados, en que la señora Rosario llora frustrada porque siente que le falta hacer algo y no sabe qué, o extraña a alguien pero no sabe a quién. Sin embargo hoy está silenciosa, sentada en un sofá al costado de la lámpara del fondo, que prende y apaga de manera intermitente y brusca. Parece disfrutarlo, como quien toma sol. También hay días en que don Santiago le grita a los demás –incluso una vez dejó llorando a la Marta porque le dijo que era una cobarde y una fracasada. Es increíble que un viejo que se comporta así pueda estar como está ahora, sentado cerca de la ventana que da a la calle, de frente con don Esteban, riendo. Inclinados sobre la mesa, cada uno manipula su tablero y sus barcos en miniatura. Como ninguno de los dos tiene buen pulso, los tableros traquetean y hacen sonar su plástico barato.
—¿Los pusiste? ¿O necesitay más tiempo? —pregunta Santiago.
—Estoy listo. ¿Parto yo? —responde Esteban.
—Dale.
—G-7.
—Agua. D-3.
—Agua. E-5.
—Agua. A-1.
—Agua. J-9.
—Agua. B-3.
—Fuego, ¡por la mierda! —Esteban estira su puño boca abajo. Recién cuando Santiago estira su mano y tantea el puño, Esteban lo abre y cae un barco de plástico gris, del porte de una uña—. Toma.
—Pucha que caíste rápido, Esteban —sigue Santiago—. Dame algo de competencia que sea. Me toca de nuevo, entonces. I-7.
Vicente se ríe solo. A pesar de su carácter, Santiago es uno de los ancianos que mejor le cae. Es delirante pero encantador.
—Agua. A-8 —responde Esteban.
—Nada. J-1 —decide Santiago.
—¡Fuego!
—¿Y el barquito?
—Todavía no cae. Es uno grande.
—¡Brígido! J-2, entonces.
—Agua. G-7.
—Agua. I-1 tiene que ser.
—¡Fuego!
—¿Y ahora?
—No, es más grande todavía…
—H-1. Pasa pa acá, compadre.
—Fuego. —Esteban estira su puño nuevamente—. Qué rabia, ¿estay seguro que erís ciego? ¿O es tu secreto mejor guardado y me estay sapeando?
—Es que tú estay muy senil, siempre jugay más o menos el mismo juego.
Cuando Esteban comienza a repuntar en la partida, los demás viejos se acercan de a poco para hacer barra. Algunos traen consigo sillas. Se aglutinan sin querer y, entre pies lánguidos y bastones, Aurora falla al tratar de sentarse en su piso, tropieza y cae de espaldas. La señora Rosario se incorpora del sofá, asustada por el ruido. Ninguno de los viejos se siente capaz de agacharse a recogerla.
—Voy pasando, permiso, pasando —dice Vicente, enojado, mientras se hace un espacio entre el montón. Toma a Aurora por la espalda y la arrastra con cuidado hacia uno de los silloncitos de cuerina. Apenas rechina el silloncito, Esteban pregunta:
—Aurora, hermosa, ¿estás bien?
—Estoy bien —dice ella—. Mi poto funcionó como un colchón.
—Por favor —dice Vicente—, paciencia para la próxima. Yo sé que a veces Batalla Naval se pone interesante, pero recuerden que no son los únicos en la sala, no hagan movimientos bruscos. Por favor, escúchenme. Si no, no me va a quedar alternativa que llevarme ese juego… ¿Hola?
Los viejos ni siquiera le responden. Saben que Vicente sería incapaz de llevarse una de las entretenciones más queridas del lugar. Nadie sería tan cruel. El cuidador prefiere no insistir y que ese día termine de la forma más pacífica posible.
~
—Hay días en que nadie quiere jugar, y otros que se vuelven locos —dice Vicente mientras entra a la cocina y pone la tetera—, parecen niños. Increíble. El juego de los barcos, sobre todo. Apenas parece que don Santiago va a perder, hay pelea, o uno se cae. ¿Te acuerdas cuando don Esteban se descompensó? Esa vez si pasé susto. Quizás debería guardar el juego en este mueble, así, cuando quieran usarlo, tendrían que pedírmelo. Y, claro, ahí estaría consciente de que lo están usando y que debería estar atento… Hola, Marta, ¿tú también me vas a ignorar?
—Estoy escuchando —responde Marta desde la logia mientras dobla sábanas—, pero bueno, al menos se emocionan.
—Sí claro, qué bueno que estén contentos y que se emocionen, pero si les pasa algo es mi responsabilidad.
—No tienes de qué preocuparte, a la niña que estaba antes que tú también le pasaba. Es normal. Y bueno, cuando quieras intercambiamos tareas. Yo ya llevo mucho tiempo trapeando pisos. —Hay un silencio incómodo, solo se escucha la tetera silbar. Vicente intenta sonreír. Marta se ríe.
—Era broma, Vicente.
—De todos modos, no me haría nada de mal aprender a doblar sábanas con elástico como tú. Tienes una habilidad innata.
—A mí me pone feliz que se emocionen tanto con Batalla Naval. Es un juego análogo, los mantiene activos y mejora mucho su capacidad cognitiva. Yo personalmente me preocupo esos días que nadie quiere jugar. Hay que pensar que esos juegos no existían. Antes casi todo era por imágenes. Y ahora que perdieron la vista, todo se toca. No debe ser fácil vivir así.
—Sí, debe ser fuerte envejecer.
—No, y más que eso. O sea, ser parte de cambios tan grandes a lo largo de tu vida. Piensa que don Esteban nació el 2011.
—Ya, pero cuando nosotros tengamos su edad, quizás seamos iguales. Es muy posible que algún día todo lo que conocemos esté obsoleto.
—No sé, no creo. Es diferente, a ellos se les derrumbó un mundo. La señora Aurora era community manager, don Esteban era informático. Trabajos que ya no existen.
—Qué increíble estar conectado siempre.
—A todas horas y en todo lugar. Y que te paguen por hacerlo.
—Alguna vez pensé que era sólo en algunos lugares. En sus domicilios, los trabajos; cosas así.
—Creo que alguna vez fue así, al principio. No estoy segura, habría que buscar en la biblioteca. Pero sé que hubo varios años en que la conexión era constante: antes de levantarse en la mañana y justo antes de dormir. En los liceos, los bares, los museos, en el cine…
—Qué insalubre conectarse bajo techo —dice Vicente, mientras ríe incómodo.
—En los hospitales también había conexión. Imagínate cerca de niños, enfermos agonizantes, embarazadas, de todo.
—En funerales, matrimonios, graduaciones.
—Partidos de fútbol, exhibiciones, bibliotecas.
—Sin mínimo de edad.
—Claro, sin sacar licencia. Nada.
Vicente se queda pensando unos segundos mientras observa a Marta doblando sábanas. No lleva mucho tiempo aquí, así que no sabe qué tanto puede confiar en ella. Le da la impresión de que es demasiado correcta. Deja campanear su cuchara dentro de la taza para llenar el silencio por un par de segundos.
—La otra vez escuché que —comenta Vicente— se puede conseguir.
—¿Qué cosa? —pregunta Marta, sin mirarlo y todavía doblando sábanas.
—Conexión.
—Así como… ¿inet?
—Sí.
—Bueno, por supuesto que se puede, ¿y? Qué peligroso, Vicente, ni lo pienses.
—Ya, pero una sola vez, no pasaría nada.
—Claro que pasaría algo. Veo los efectos todos los días aquí. Tú también ves todos los días lo que yo veo, ¿verdad?
Vicente sigue dudando. Al parecer, a Marta le resulta un poco cansador tener que seguir discutiendo algo tan lógico.
—Vicente —lo increpa—, se quedaron ciegos. Una generación casi completa. Cómo te cabe un poco de curiosidad.
—Quizás nos ayudaría a entenderlos mejor.
—Pasaron de conectarse únicamente en su domicilio, por ocio, a conectarse en el baño. Y en diez años o menos.
—Lo sé, lo sé, pero… quizás no se debería haber prohibido. Quizás deberían haberlo regulado y dosifi…
—Sí —lo interrumpe Marta—, o quizás no debería haber existido.
—«Lo que te da la hueá no es la droga— cita Vicente—, lo que te da la hueá es la adicción».
—Pasas tanto tiempo con los viejos, que empiezas a hablar como ellos.
~
Es bastante tarde y todos los viejos duermen. Vicente lee para mantenerse despierto. Después de haber inspeccionado un rato, decidió tomar el libro más antiguo del mueble: es de mil novecientos ochenta y tiene la portada gastada.
Como se sabe, la pantalla consta de trescientos mil puntos fosforescentes distribuidos en quinientos veinticinto líneas horizontales. Estos pequeños puntos parecen estar siempre encendidos, pero no lo están. Se prenden y se apagan a razón de treinta veces por segundo, frecuencia imposible de percibir al ojo humano porque sólo capta diez titilaciones por segundo. Una luz, por ejemplo, que se prende y se apaga nueve veces por segundo, se ve titilar, pero a un secuencial superior a diez por segundo, ya se ve continuamente encendida.
La cultura huachaca o El aporte de la televisión, de Pablo Huneeus (1981).
Hace una pausa y mira la lámpara. La apaga. La prende. La apaga. La prende. Intenta hacerlo lo más rápido posible. Después de un rato, la deja prendida mientras masajea sus ojos. Queda poco para que amanezca.
~
Incluso desde afuera de la casa, Vicente ve y escucha las bandejas de Batalla Naval por la ventana que da a la calle. Se desinfecta, se cambia y deja su ropa en la zona sucia lo más rápido posible, para así llegar a vigilarlos antes de que pase algo.
—Es imposible ganarle a Santiago. ¿Cuándo fue la última vez que alguien le ganó? —pregunta Aurora.
—Había una señora, murió hace un par de años. Era seca. Era una Santiaga —contesta Esteban.
—Olivia, tú que erís nueva ¿no querís jugar?
—No, por favor, que alguien más vaya. Es que nunca he jugado. Ya me lo explicaron, pero igual no lo entiendo bien, quizás si los escucho un rato más podría.
—Anímate, Olivia.
—Piénselo como un rito de iniciación, como una bienvenida.
—¡Hola, estimades! —grita Vicente desde el otro lado de la sala—. Buenas tardes. Llegué. No presionen a la señora Olivia, ella jugará cuando quiera.
Olivia se acerca ágil a Vicente y posa una mano en su brazo.
—Buenas tardes, Vicente, buenas tardes. Me hablaron mucho de usted, al fin lo conozco. Me llamo Olivia, y no se preocupe, que todo ha sido bacán, estoy muy cómoda. Para qué decir la señora Rosario, ha sido un amor. Bueno, igual yo siempre me he adaptado muy bien a todo, no sé por qué me resulta más fácil relacionarme con gente desconocida que con la gente que conozco de siempre. Debe ser porque soy acuario. A veces es una gran ventaja, obvio, pero a veces no.
—Como se nota que esta otra era youtuber —dice Esteban—. Ya po, Olivia, ven a jugar mejor. De ahí cuando estemos más cansados, copuchamos.
—Sí, yo a la Olivia le tengo mucha fe —agrega Aurora—. Además, habla rápido. ¿Qué edad tenís?
—Ochenta y nueve.
—Le gana a Santiago entonces. Él debe tener como ciento y tanto.
—Pero eso da lo mismo, Santiago gana porque tiene buena memoria, no veís que era conectado pasivo.
—¿Cómo conectado pasivo? —interrumpe Vicente, mientras trata de incorporarse a la conversación.
—Antes del acuerdo del 2090 yo no me conectaba tanto —contesta Santiago—, o sea, como hobby no más, era técnico electricista, me pasaba el día moviendo cables, era un trabajo análogo. ¿Cachai lo que estoy diciendo?
—Sí, claro, algo entiendo, si cuando yo nací todavía había conexión —responde Vicente—. De todos modos, por lo que sé, todos los espacios estaban conectados, ¿verdad? La radiación del werfi era increíblemente potente.
—Wi-fi, hueón. Wai-fai —corrige Esteban, mientras los demás se ríen como niños.
—Sí, la radiación y las luces me afectaron igual. Me quedé sin vista como todos los demás —sigue Santiago—, pero piensa que todos estos hueones trabajaban con pantallas. Son siete horas de estímulo digital más que yo. Por eso dicen que tengo mejor memoria. Esteban pone los barcos de la misma forma casi siempre ¿cachai? Eso me da ventaja. Sí, no tuve tanta plata como algunos de estos viejos de mierda, pero ¡mírenme ahora! —grita con júbilo irónico—. ¡Quién es el rey del Batalla Naval ahora, ancianos inútiles! —los demás estallan en risa—. ¡De qué les sirvió la plata, conchatumadre!
—Por eso queremos que juguís con la nueva. Todavía no le cachay el juego —interrumpe Esteban, riendo— de hecho, deberíamos hacerlo interesante.
—¡A mí la nueva me tinca terrible brígida! —dice Aurora—. Grande Olivia, yo apuesto mi yogurt a que ganay tú.
Olivia y Santiago toman asiento y comienzan a poner sus barcos. El sonido del tablero hace que el resto de los viejos se inquieten, así que Vicente se preocupa de traer los sillones de cuerina y todas las sillas necesarias.
—Sólo les pido que no se amontonen tanto, por favor —les ruega—. Y no apuesten sus colaciones. No quiero que nadie se descompense de nuevo.
—Quédate, Vicente —dice Aurora—, alguien tiene que mirar que ninguno esté haciendo trampa. Esto es serio.
—¿Parte la Olivia o qué?—decreta Esteban.
—Bueno, voy —dice Olivia—. B-6.
—¡Fuego! —Santiago estira el puño hacia el otro lado de la mesa. Hay una ovación general, como si fuera un partido de fútbol. Los que están más cerca le dan golpecitos a la mesa con los puños y hacen temblar ambos tableros.
—No le den color —dice Santiago— si era un barco chico no más. Te toca otra vez, Olivia. Siempre te toca de nuevo cuando hundes una casilla.
—G-2.
—¡Fuego! ¡Mierda!
Hay más aplausos y ovaciones, más fuertes que antes.
—La nueva era ¡la era de Olivia! —dice Esteban.
~
Mientras pelaba la fruta para el desayuno, recordó esa vez que chocó con su madre en auto, hace muchos años; fue culpa de un señor mayor que todavía no se acostumbraba a manejar sin pantalla, y que no sabía en qué sentido iba la calle. Desde entonces, su madre tuvo una prótesis en la pierna. No sé por qué manejamos autos, no estamos hechos para transportarnos tan rápido. Por algo tenemos piernas y no nacimos con un motor, recuerda que dijo. Hace tiempo que no pensaba en ese episodio, pero hoy había sentido algo similar al intentar seguirle el ritmo a la señora Olivia. Hablaba tan rápido que parecía un electrodométisco. Se presentó de forma histriónica, y a pesar de ser ciega abrió los ojos como dos platos, que se movían de un lado al otro en busca de luz. Después de la partida de Batalla Naval, le habló a la señora Rosario hasta que llegó la hora de acostarse, con palabras y cambios de tono que el jamás podría haber decodificado por tanto rato. Jamás habría pensado que se llevaría bien con la señora más tímida de la casa, así que verlas interactuar fue un espectáculo: Rosario reía con fascinación, pero no contestó ni interrumpió una sola vez.
—Marta, ¿qué sabes de los youtubers?
—Eran algo parecido a los locutores. Pero con pantalla, por supuesto.
—La señora Olivia fue youtuber.
—Cierto, salía en su ficha. Además, se nota de inmediato por como habla. Es increíble, ha traído mucha energía a la casa.
—Sí. A mi igual me pone nervioso, la verdad.
—¿Por qué? Es un agrado que colabore con el bienestar del lugar. La señora Rosario ha estado súper bien desde que ella está aquí, ¿te has dado cuenta?
—Sí, debe haberla conocido desde antes, era más o menos famosa. Esteban me contó que se conectaba con el nombre Olivia lo Explica y le iba bastante bien.
—No me extraña; la señora Olivia habla de una forma tan atractiva, que la señora Rosario puede concentrarse mejor en un tema sin distraerse. Estos días ha podido comunicarse mejor; incluso a veces elabora frases completas, y ya no se pone tan nerviosa cuando se expresa. Ha sido una mejoría, no cabe duda.
~
Por fin iba llegando a su casa. El recorrido se le hizo eterno con ese paquete en el bolsillo interno de su chaqueta. Durante todo el trayecto, hizo memoria sobre algunas pantallas de su niñez, cuando eran legales pero con restricciones de edad, compra y uso de conexión. La madre de Vicente siempre se preocupó de mantenerlo alejado de lo digital, pero él sabía por sus compañeros que algunos padres, escépticos, todavía se conectaban de vez en cuando, incluso en compañía de sus hijos. Vicente recuerda particularmente una noche que venían los amigos de su mamá a la casa. Cuando le dijeron que podía llevarse el postre a su cama, supo que alguno había traído un dispositivo. Así que fue a acostarse, comió tiramisú y escuchó con atención el ruido de las copas brindando y las carcajadas descontroladas. Después de un rato se hoyó ese silencio cómplice acompañado de pequeñas risitas. Fue allí cuando salió a dejar su plato, y su madre, interceptó su camino con amabilidad, Vicho, sigues despierto, es súper tarde, mi amor, pásame eso. Él vio por encima de su hombro como los amigos seguían mirando un rectángulo resplandeciente, del porte de la palma de una mano. Estaban tan fascinados que no pudieron ni esconderlo. Desde ese día, su mamá lo llevó mucho más seguido al cine, una de las pocas plataformas que perduró por no ser una dinámica interactiva. Además, ya era considerablemente más barato que contratar un dispositivo con internet.
Quizás si no hubiese sido tan estricta, no tendría ese paquete en su chaqueta en este momento. Pero solo lo había arrendado por dos semanas; tiempo más que suficiente para comprender de qué se trataba todo esto.
~
Vicente está ido y lleva un buen rato apoyado en el umbral da la puerta, observando a los viejos. Mira a Esteban, que desafía a los demás a jugar Batalla Naval hasta el cansancio, mientras los demás intentan ignorarlo. Pero observa en especial a la señora Olivia, que gesticula frente a su público de tres personas. Piensa que tuvo suerte de encontrar esa carta en la entrada de advertencia antes que Marta la viera. Si ella la hubiese encontrado, quizás él ya no estaría aquí. O quizás Marta lo hubiese entendido, quién sabe.
—Brígida la performance de Olivia lo Explica, ¿o no, cabrito? —le dice Santiago, mientras apoya su espalda junto a él.
—No la entiendo bien. Hay muchos términos que no sé… en fin. Sí, es increíble —le responde Vicente.
—Imagínatela con filtros de colores, animaciones con stickers, todo el hueveo. Ahí sí que quedabay hipnotizado.
—Me imagino.
Ambos se quedan en silencio por un rato, escuchando el zumbido de Olivia y la base del trap a la distancia.
—Oiga, don Santiago, disculpe que le pregunte, pero ¿usted qué sabe de Vicente Vilches?
—¿Quién es el Vicente aquí? ¿No debería saberlo usted? —le responde de forma irónica, dando espacio para un silencio aterrador—. Vicente Vilches, llamado el visionario Vilches, o Ve Ve, es un personaje icónico de los veinte sesentas, veinte setentas, por ahí. Se codeaba con hackers, filtraba información. Siempre andaba metido en protestas y dando declaraciones. Sabía que la conexión era dañina, tenía pruebas, la gente ya se había empezado a quedar ciega, así que era uno contar uno más uno. Creía que teníamos que volver a los oficios, abolir las conexiones, y todo ese hueveo neo-hippie. Las autoridades lo odiaban por que la conexión era importante en ese momento, todos los datos de la población estaban ahí. Apareció muerto bien joven, debe haber tenido tu edad. Veinte años después de su muerte todos se dieron cuenta que tenía razón.
—Pero entonces, si el estaba en lo correcto, ¿por qué no es conocido? Nunca había escuchado hablar de él.
—Buen punto ¿cómo sabís tú que existe ese hueón? ¿dónde hay andado? —Aunque no ven, los ojos lechosos del viejo miran fijamente a Vicente, quien siente un pequeño escalofrío— ya tranquilo compadre, no te asustís, yo no voy a decirle a nadie.
—No sabes cómo te lo agradezco.
—Solo ándate con cuidado porque la hueá es casi magnética, es difícil separarse. Acuérdate de mí. Para qué te digo que es razón suficiente para echarte cagando de un lugar como éste.
—Lo sé, lo sé.
—Aunque si de mí dependiera… bueno, tu sabís lo que opino: lo que te da la hueá no es la droga.
—Es la adicción. Lo sé, lo tengo claro.
Hubo un silencio cómplice. A lo lejos, la voz de Olivia zumbaba mientras Esteban arrastraba a Aurora hacia los tableros de Batalla Naval por quinta vez en el día.
—Bueno, te sigo contando —retomó Santiago— de a poco los distintos países se fueron sumando al pacto económico de 2090 y armaron el manso show. China fue uno de los primeros en firmar, imagínate; ellos estaban armados hasta los dientes con la tecnología. Aquí nunca más se mencionó a Vilches porque no estaban ni ahí con disolver los datos y abolir los algoritmos. Así que era mejor que la gente se olvidara de él.
—Entonces, en vez de disolver los datos…
—Los transfirieron a otro sistema, obviamente. Análogo, pero igual de invasivo —el viejo lo tanteó suavemente su brazo— ¿te llegó una carta de advertencia, cabrito?
—Sí.
—Extraordinario. Después de todos estos años, nunca han dejado de tener nuestros datos. Lo único que cambió es que trabajan con la puerta cerrada. Devuelve esa hueá, cuídate. Mirá la hueá que queray mirar y después devuélvela.
~
Dos semanas con el dispositivo le parecieron más que suficientes. Ya había visto un poco de Olivia Lo Explica, que consistía básicamente en la señora Olivia más joven y aún más gesticuladora. Volvió al buscador para saber un poquito más de VeVe, sin obtener mucha más información de la que había visto al última vez. También miró algunos Tik-tok, pero resultaba difícil mantenerse concentrado, ya que todo el contenido que buscaba llevaba consigo un contenido residual que parpadeaba en los bordes de la pantalla: Asia from rivertastic.com, Sabores Andinos Sólo para Hombres, Venta e Instalación GPS Rastreador, La marcha más grande: ¡No + Chips!, Tecnología de Guangzhou, New skincare products for Chip Implant bodies, This is crazy Instagram madness, Revancha CyberDay Intensive English Paga 3 Meses Lleva 6, Proextender Sistema alargador de Pene y Corrección Pene curvo, Earn millions from bitcoin even when crypto markets are crushing. Recién el último día se dio cuenta que esa publicidad podía ser la que le diera información sobre el pasado. Anotó las que no entendía para aprenderse los términos y así, poder consultarle a don Santiago.
~
—Oye, Marta, nos vay a decir dónde está Vicente, ¿o tenemos que hacer como si no pasara nada?
—Discúlpeme, don Santiago, yo no le he faltado el respeto a usted. Termínese su sopa, quiere.
—Cómo que no, siempre nos has tratado como si fuéramos unas guaguas, como si fuéramos unos ineptos. ¿Nos tenís pena?
—Pero, por qué tanto, a ver, por favor, qué, no ve que —empieza a jadear con ansiedad la señora Rosario.
—Yo solo quiero lo mejor para ustedes —insiste Marta.
—Oiga, ya, si está todo, pero por qué, a ver, cómo.
—Nos tenís pena. Nos tenís asco. Levantada de raja, creís que aquí que todos somos unos descerebrados, te crees superior a todos nosotros. ¿Pero te digo una cosa? Tú habrías sido igual. Habrías sido una señora obediente, de esas que prende los dispositivos aunque no los esté ni escuchando, para no sentirse sola. Si existieran, lo harías siempre.
—Yo no sé donde está Vicente. No vino más, llegó una carta de aviso de despido. Solo sé eso. Por favor.
—Tú lo echaste al agua, y ahora te querís poner la capa.
—Basta, para qué tanto, deja, si todo ya está, un poco de, cada uno va a, por favor, por favor, por favor —la señora Rosario comienza a llorar a gritos, así que Marta va a acudirla. Santiago tantea el borde del mantel de la mesa y lo arrastra con violencia. Se caen los platos de sopa, unos vasos de vidrio, los barquitos en miniatura y los dos tableros.
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Vicente reconoce entre la basura una bandeja de Batalla Naval. Lo toma, mira su superficie gris traslúcida y recorre con sus dedos desde la A a la Jota y desde el uno al diez. Lo golpea suavemente y el sonido lo transporta al tiempo que trabajó en el hogar. Se pregunta si don Santiago seguirá vivo. No han pasado tantos años, pero él ha pasado por mucho desde entonces. Antes no sabía, por ejemplo, que este tipo de juguetes están hechos de plástico de policarbonato, y que puede tener diferentes porcentajes de bisfenol tipo A u otros compuestos como el BPS o el BPF. El reciclaje de este material puede usarse en la planta para fabricar insumos médicos. Le gustaría preguntarle a un gendarme si puede quedárselo como recuerdo. Deberían dejarlo si no es un objeto cortopunzante. Toca nuevamente la bandeja, esta vez como si fuera un pandero, y mientras hace un pequeño ritmo musical, levanta la mirada al horizonte de la pampa. Se deja encandilar. Es esa hora de la tarde en que la luz pega por el costado antes de que oscurezca; los últimos rayos de sol moldean la sombra de sus compañeros que recorren el basural. Se acaba otra jornada de día martes. Mañana, miércoles, toca recolectar papel y cartón.