Nº 44 | Narrativa | Terror | 3004 palabras | Antonella Menoni | Uruguay

Carmela. Se me hinchaba la lengua al llamarla, como si decir su nombre fuese más trabajo que empujar un cuerpo hacia afuera, pesado, viscoso. Finalmente lograba salir, con la violencia de un gemido contenido, retorciéndose desde mi paladar hasta el exterior. Se paseaba por mi boca con un roce áspero y sabor a hierro. Aun así, me fascinaba. No me cansaba de decirlo. De sentir cómo cada sílaba se derretía finalmente, como una fruta demasiado madura en mi lengua, arrastrándose obscenamente hasta ella. Como si me costara soltarlas del todo. Como si quisiera morder cada letra hasta hacerme sangrar. Carmela.

Los días se apelmazaban como cartón húmedo, deformando el tiempo en un chicle. Caminaba las mismas calles hasta que el asfalto comenzaba a deformarse bajo mis pasos, como si Montevideo me digeriera lentamente. El sopor veraniego se fermentaba en los balcones junto con las plantas secas. Yo aprendí a habitar ese hedor como quien se acuesta en una cama tibia, ahogándose en su propio sudor. El olvido no era un bálsamo, sino el párpado pesado de un alcohólico que no quería volver a abrirse y ver con nitidez el caos que lo rodeaba. Y, aun así, agradecía la penumbra.

La ciudad olía a azufre que se colaba por los desagües, y a demasiada fruta podrida que alertaba a enjambres de moscas que Montevideo estaba disponible para ser saqueado. El verano se sentía como un mausoleo abierto. Un amante enfermo, que en cada beso dejaba tras de sí una costra de fiebre.

A veces creía haberla olvidado. Otras, la certeza de su ausencia me corroía como un gusano detrás de las sienes. Vivía en ese vaivén. Por eso me sumía en mi rutina con tanta diligencia.

Trabajo en un frigorífico. Detalle que considero pertinente aclarar, no por afición a los vacunos ni al hedor de la carne abierta, sino porque es allí donde se me va la mayor parte de la vida. Hace dos años que estoy entre esas paredes frías. En un principio, lo elegí porque pagaban bien, porque no exigían títulos ni pergaminos y porque, al final de cada semana, nos dejaban llevar algún corte.

Yo había sido vegetariana durante cuatro años. Ahora devoro carne roja casi a diario. A veces me falta agua en la heladera, pero nunca falta un trozo de entraña, unos riñones o la sobra reseca de una pechuga de pollo.

Intento mantener una disciplina mínima: limpiar la heladera, cambiarme la ropa del trabajo antes de volver al mundo exterior. Pero ya estoy tan contaminada que rara vez percibo el olor que me impregna. Al principio me resultaba insoportable, denso hasta el mareo; llegué a vomitar incluso. Un olor a muerte que se me incrustaba en la nariz como un insecto obstinado. Pensé en renunciar. Todavía lo pienso, cada mañana, cada vez que abro los ojos.

Hoy, como siempre, llegué y me cubrí con túnica, guantes y cofia. La carne me recibió desde la puerta misma, antes que ningún compañero. Puse el primer corte en la sierra y me entregué al movimiento repetido, al pulso de la máquina. Pasados unos cuarenta minutos, los brazos ya me dolían. Agujas invisibles trenzaban mis músculos como si intentaran bordar un mural dentro de mi carne. Me había vuelto resistente, sí, pero no invencible. El trabajo era agotador. Más agotador aún era habitar este cuerpo hecho de piel y hueso. Esta condición de animal que me resulta intolerable. No me pesaba la muerte. Me pesaba estar viva, ocupando una carcasa que me resulta ajena, siempre invasiva. No siempre me había sentido así, sin embargo.

Cuando terminó el turno, regresé a mi apartamento. La luna ya colgaba arriba, opaca, y las estrellas habían sido borradas por la contaminación de la ciudad. El viento era húmedo, las veredas parecían recién lavadas. No escuchaba música en el ómnibus ni al caminar. Prefería oír el vibrar monótono del motor del transporte público, rechinando cada tanto en las esquinas muy angostas.

Al entrar, un olor me golpeó con violencia. Podrido. Penetrante. Nauseabundo. El edificio estaba a oscuras. Un apagón lo había tragado todo, quizá desde la mañana. Pensé en la heladera, en la carne apilada dentro, y me lancé a comprobarla. Al abrir la puerta, la encontré aún en buen estado, intacta por milagro. Pero no era ella la que olía. No era mi carne.

Salí al pasillo buscando algún interruptor o explicación, y allí estaban los vecinos, agrupados en murmullos espesos. Un par de viejas fisgoneaban desde la puerta abierta del apartamento contiguo.

—¿Qué pasó? —pregunté, mi voz seca.

—La señora Alberta —me respondió un hombre con la mano en el pecho—. Murió. La encontraron esta tarde. Un infarto, dicen. Llevaba cuatro días…

Cuatro días pudriéndose en el encierro. Cuatro días regalando al aire esa fragancia dulzona y espesa de muerte.

No era por ser insensible, pero ¿qué podía hacer yo por la vieja? Nada. Ya estaba muerta. Me preocupaba más el apagón que aún mantenía cautiva mi heladera. Seguí hacia las escaleras buscando un tablero general, con la idea de llamar a un electricista a la mañana siguiente. Si hubiera tenido más confianza con la señora Alberta, incluso podría haberle pedido guardar mi carne en su heladera.

Mi mente era un amasijo de cansancio y pensamientos dispersos. Y en esa niebla bajaba distraída cuando alguien empujó la puerta del edificio desde afuera. Me choqué de frente.

Me quedé aturdida un segundo, hasta que levanté la vista. Una mujer.

—Disculpá, no te vi —murmuré, aún recomponiéndome.

Ella me devolvió la mirada con una sonrisa tenue, precisa, dirigida. Algo en mí se contrajo, un retorcijo mínimo, un estremecimiento en la boca del estómago.

—¿Vivís acá? Nunca te había visto.

—Mi abuela vivía aquí —corrigió con un titubeo, bajando la mirada—. Estoy recogiendo sus cosas.

Era la nieta de Alberta.

—Lamento mucho tu pérdida —dije, seca otra vez.

—Gracias —su sonrisa se amplió apenas, y me mostró un hoyuelo escondido en la mejilla, un detalle ínfimo que se me quedó clavado como una astilla luminosa—. Me llamo Carmela.

Y yo, por un instante, solo pude mirarle la boca.

En aquellos pocos instantes había logrado apreciarla de la cabeza a los pies: la despreocupación con la que aquellos bucles de un blanco pulido caían sobre su rostro, el brillo de su par de ojos opalescentes; su mirada era una invitación a aventurarme en su mundo, su boca agrietada en los bordes, aún rosada y carnosa, entreabierta, su piel cubierta en pliegues y surcos que se asemejaban más a un pergamino atesorado que a arrugas. Todo su cuerpo emanaba un magnetismo etéreo y maduro que se deslizaba por las sílabas de su nombre.

Me despedí con cordialidad y volví a mi apartamento, olvidándome de que no tenía luz y de que estaba en una misión por arreglarlo. Mi corazón latía aceleradamente. No me importó el olor a muerte al pasar por el pasillo; lo esquivé con gracia, al igual que al pelotón de vecinos chusmas que seguían cerca de la puerta. Me escabullí y me dirigí directo a mi escritorio, envuelta en una borrachera mental, sonriendo.

Me arrebataba un torrente eléctrico, propulsado por la memoria de aquel encuentro. La intriga del sabor de aquellos labios burbujeaba en mi lengua, tejiendo ideas, un manifiesto. Continué en aquel éxtasis por horas. Lo veía con claridad. La veía con claridad. A través de la densa bruma mental de agotamiento, con los ojos entrecerrados, allí estaba: Carmela. Eras exactamente lo que estaba buscando.

Carmela decidió instalarse en el apartamento de su abuela. La rapidez de su mudanza me resultó desconcertante, casi imprudente. Yo hubiese meditado la decisión hasta el agotamiento: pensar en habitar el mismo aire, dormir entre las mismas paredes donde un cuerpo se había descompuesto durante días. Y aún más si era un familiar mío. Pero ella no parecía perturbada. Más bien se la veía aliviada, como si hubiese encontrado por fin un refugio. Su urgencia era mi desvelo. La manera en la que se apropiaba del lugar me irritaba y me fascinaba al mismo tiempo. Y tan solo nos separaba una pared fina de concreto.

Cada vez que la veía, la veía doble. Se espejaba en la otra. Era como si mi memoria se hubiese vuelto una superficie líquida. Carmela emergía y enseguida el rostro de la otra se superponía, deformado, obstinado. Me enfurecía que no podía dejarla atrás. Todos los esfuerzos frenéticos por olvidarla se derrumbaban con tan solo un gesto suyo en el momento en que la rozaba con mi mirada. Quería creer que había avanzado, que estaba reconstruyéndome. Pero en las noches, inevitablemente, todo se reducía a un solo nombre; los rasgos se desdibujaban, y solo quedaba un olor dulzón, nauseabundo, que me perseguía hasta el insomnio. Soñaba con enterrarlo, con devorarlo y que mi rutina se lo comiera hasta tragárselo y dejarlo en lo bajo de la carne de mis días.

Una mañana la encontré en el pasillo. El aire estaba cargado de polvo y cartón. Sus cajas de mudanza aún se amontonaban como cadáveres apilados en una esquina. Había invadido el corredor durante días y yo, con mi habitual prudencia, no había dicho nada. No interrumpían mi rutina, pero tampoco podía dejar de sentir el peso de su presencia. En el ascensor, una vez, me había mencionado que venía de muchos años en Barcelona, dicho así, con una voz neutra, como quien no quiere decir nada pero deja caer la palabra como un anzuelo, tratando de provocar una reacción en mí.

Yo cerraba la puerta de mi apartamento cuando sentí su mirada clavada en mi nuca. Me giré apenas, y ahí estaba, apoyada en el marco de su puerta, como si me hubiese estado esperando.

—¿Vas a trabajar? —preguntó, inclinada, mientras se acomodaba una de sus sandalias. El pelo le caía a un costado, dejándole la clavícula marcada y esa línea blanca de la nuca que me ardió en los ojos como un tajo.

Cerré con llave mi puerta intentando no mirarla. No quería, pero no podía apartar la vista. Asentí en silencio.

—¿Querés que te lleve? —dijo, como si fuese la cosa más natural del mundo.

Me obligué a alzar la cabeza, a devolverle la mirada. Sentí un hilo de acidez treparme por la garganta, y salió en mi voz antes de que pudiera corregirme:

—¿Cómo sabés que te queda de pasada?

Lo dije con brusquedad, como si al poner un filo entre nosotras pudiera defenderme.

Ella sonrió, pero su sonrisa no era inocente. Era lenta, torcida, un movimiento que parecía haber ensayado frente al espejo. Torció apenas la cabeza y no apartó los ojos de mí.

—No lo sé. Pero no me importa. Insisto. ¿Me dejás llevarte?

Cruzada de brazos, la examiné con cautela. Había algo en su cuerpo que me irritaba por su calma insolente, como si supiera exactamente lo que provocaba en mí. Un calor húmedo me subió desde el pecho, reverberando en mis costillas. No podía decidir si era rabia o deseo.

—Entonces ya no es un ofrecimiento —dije despacio, buscando que cada sílaba fuese una trampa—. Es un pedido.

Vi cómo su mirada descendía, sin pudor, hacia mi pecho que se levantaba y caía con notoriedad, delatando mi respiración agitada. No se esforzó por disimular.

—Que sea lo que quieras —respondió, apenas un murmullo que parecía pegarse en mi piel—. Con tal de que me digas que sí.

La escuché como si me hubiese lamido el oído. El pasillo entero, con sus cajas y olor a polvo, se contrajo alrededor de nosotras. Sentí la llave todavía en mi mano, helada, como un recordatorio de que podía volver a entrar, cerrar, esconderme. Pero no lo hice.

Acepté.

El tiempo empezó a deshilacharse desde que Carmela se había mudado al apartamento de su abuela. No eran días ni noches los que pasaban, sino jirones de memoria que se desgarraban en mi cuerpo. Su presencia me alteraba, no de un modo explícito, sino con esa dulzura empalagosa que deja el perfume del jazmín en el verano. Demasiado hermoso para no sospechar su podredumbre. Ella era la otra y, a la vez, era ella. Ese doblez me desquiciaba.

El paso del tiempo entre nosotras se volvía viscoso, como un hilo de saliva que no termina de romperse. A veces me sorprendía caminando en círculos por mi apartamento, convencida de que si abría la puerta la encontraría del otro lado, con los brazos cruzados, aguardando.

Una mañana abrí los ojos y ya estaba en la parada del ómnibus. No recordaba haber atravesado el pasillo, ni haberme vestido, ni siquiera haber cerrado con llave la puerta de mi apartamento. Todo se volvía opaco, como si un sueño me arrastrara y me dejara abandonada en mitad de la vigilia. Si me detenía a pensar demasiado en ello, perdería mi bus, así que avancé sin titubear, con la certeza de quien huye, aunque no sepa de qué. Me subí al ómnibus y dejé que la ciudad me tragara entre su sopor de alquitrán caliente y sudor viejo.

Estaba disfrutando una copa de vino mientras mis dedos se ensuciaban en la grasa tibia de una pasta con albóndigas. Necesitaba deshacerme de aquella carne que había languidecido en mi heladera durante días. La cocina olía a metal húmedo y a especias rancias, a una dulzura podrida que me excitaba y me revolvía el estómago al mismo tiempo.

Fue entonces que alguien llamó a la puerta. Me levanté con sigilo, con la sensación de que algo pesado y oscuro se había posado sobre mi pecho, y la encontré allí: Carmela, parada en el umbral, con la calma de quien sabe que ha irrumpido en un territorio prohibido, con los ojos midiendo mi alerta.

—Abrí este vino hace un par de noches —dijo, su voz rozando mis nervios—, y si no lo tomo hoy, se echará a perder. Me vendría bien la ayuda. ¿Te gusta el rosé?

Me inquietó su sonrisa, esa que prometía y amenazaba al mismo tiempo. Parece que ambas estábamos vaciando heladeras, y el aire entre nosotras se volvía denso, pegajoso. Ella se acomodó en mi sillón y saqué otra copa.

Vaciamos la botella y luego lo que quedaba de la mía. Carmela se veía más peligrosa bajo la luz tenue de mi apartamento: sus mejillas encendidas, el calor de su respiración mezclado con el aroma dulce y ácido del vino, su piel que brillaba con una humedad extraña y provocadora. No había una malicia explícita, pero el peligro era inminente. Lo que podía pasar si me permitía salir de mi rutina, de mi esquema de control, si me abandonaba a la corriente de su cuerpo.

—El señor del primer piso tiene un gato muy viejo —balbuceó, y sus dedos rozaron mi pierna—. Siempre me hace sentir que lo vigilan.

Su mano se quedó allí un instante demasiado largo. La miré y, en sus ojos, vi la misma chispa que me había encendido desde la primera vez. Me incliné hacia ella y sus labios se posaron en mi cuello; el calor de su aliento escribía una condena en mi piel. Ya no había vuelta atrás.

Tumbadas en el sillón, Carmela se retorcía con espasmos de placer. Sonaba como una música macabra que recorría mi columna. Su pecho subía y bajaba, cortado por gemidos melódicos que amenazaban con deshacerme. Su piel perlada de sudor era la promesa de un infierno dulce. Cada beso que depositaba en mí era una firma, un recordatorio de que me había perdido en ella.

—Quiero que me llenes la boca con tu nombre —susurré, y el sonido me arrastraba a un idilio divino y tortuoso—. Carmela.

Sentí cómo me desbordaba, cómo me vaciaba y me llenaba a la vez. Cada palabra, cada gemido, era un eco que hacía vibrar mi vientre y mi conciencia.

Nos quedamos dormidas, entrelazadas y exhaustas, con el olor a vino y carne mezclándose en el aire, dejando un rastro de placer y decadencia que aún hoy me persigue.

Desperté sola. La cama estaba vacía y el aroma de Carmela había dejado un rastro amargo en mis sábanas. Fui a trabajar, pero todo se sentía irreal. Un compañero me saludó y dijo:

—Me alegro de verte bien. Ayer dijiste que estabas enferma.

Recordé vagamente la noche anterior, pero no había memoria de haberle avisado a nadie de estar indispuesta. El calendario marcaba miércoles, y yo, al parecer, había dormido un día entero. Ya no distinguía lo que era real de lo que era un delirio inducido por su presencia.

Salí del trabajo y golpeé su puerta. No respondió. Ni un sonido, ni un mensaje, nada. El apartamento estaba cerrado y silencioso, como si el mundo hubiese decidido tragársela. Me sentí vacía, un eco de desesperación recorriendo mi pecho. En medio de la confusión y la angustia abrí mi heladera en busca de un trago y me encontré con una grotesca abundancia de carne: cortes vacunos, riñones, hígado, incluso un corazón. No recordaba haberlos comprado ni cómo habían llegado hasta allí. El terror y la fascinación se mezclaban en un cóctel nauseabundo. Quizá ayer, en medio del cansancio y el delirio, había hecho un surtido.

Preparé un churrasco con manos temblorosas.

Pasaron días, semanas. Y ningún rastro de Carmela. Dejó algunas cosas en su apartamento, pero se había ido, silenciosa como un corte en la noche, sin despedida, sin rastro que no fuera su olor, que aún levitaba con densidad por el aire.

Un nuevo verano llegó. Denso y asfixiante.

Me senté frente a la ventana, con un vaso de vino en la mano, viendo la ciudad derretirse en luz y sombra. En el calor del verano, en la descomposición del tiempo, en la soledad de mi cuerpo, llamarla era como un mantra tibio y aterciopelado.

—Carmela —susurré al viento.

Y la brisa contestó, caliente, nauseabunda, con un sabor a carne olvidada que apuntillaba mi lengua. Volví a tragar las letras de su nombre, saboreando su ausencia entre mis dientes. Y me estremecí al darme cuenta de que, al igual que al principio, lo único que me quedaba era un nombre.

Antonella Menoni

Escritora uruguaya, nacida en el 2003. Estudiante de la Licenciatura de Lingüística en la Universidad de la República. Autora de Los Esqueletos en el Armario (2021), Anatomía de un Corazón Roto (2023), Cabin Fever (2024), Cabin Fever: Spanish Edition (2024).

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