Nº 42 | Narrativa | Fantasía | 757 palabras | Astrid Q. Fuentealba | Chile

“Ante la llegada de los monstruos del Antropoceno, la comprensión de lo humano como universal y autónomo,
cuyo éxito y supervivencia individual dependen tan sólo de sí mismo y de sus aptitudes para la competencia, se torna inoperante». 

Leticia Durand y Juanita Sundberg

La tierra rugió y luego fue otra historia, una húmeda, iridiscente.

Fósforo es una palabra que dejó de existir, también nitrógeno; sin embargo, ambos abundan más que el oxígeno en el Pacífico, que no debió llamarse así jamás.

Fueron siglos los que la cóclea habitó su propio tiempo, acompañada sólo de un repiqueteo insistente. La palabra hélice se había borrado, aunque la caída persistía en los rieles que ataban su cuerpo. Luego hasta el cuerpo se había borrado: sólo el eco, la memoria y entonces…

*

La abalón habitaba un tiempo que no tenía prisa. Arrastró el pie muscular por la roca, succión ondulante, arenosa, metálica. Materia conocida, sabor ácido, casi no había alimento posible en tal marea. No llevaba cuenta ni urgencia, sólo continuaba. No avanzaba ni iba a ninguna parte, sólo seguía al manto de sargazo que la ocultaba en el lecho marino.

A veces se detenía a saborear, creyendo haber encontrado algún buen alimento. Otras, lo hacía porque percibía que algo se acercaba. A veces, sólo para hacer circular el agua ácida que separaba su manto de la concha y así masajear la desnutrida masa visceral. En ocasiones, detenerse no era una opción y la marea caliente la arrastraba. No era importante, volvía a moverse después. Retomaba el curso que dictaran las corrientes, los calores.

Fijó el pie muscular en una materia lisa, similar a la suya en sabor, pero distinta. La recorrió suave. Succionó firme y luego expulsó agua por los nueve orificios de su concha. Lo hizo de uno en uno, al ritmo de la marea; así no habría peligro de arrastre. Primero sólo quiso asirse de esa materia, luego una vibración se filtró en su corpúsculo de oreja de mar y entonces quiso traducir a la cóclea de bípedo, comprender lo que repetía sobre mundos antes secos. Se posó allí y, desde aquel impulso, tuvo un punto de retorno. No fue una decisión: esas ideas pertenecieron a otros tiempos.

*

El tiempo de la cóclea era distinto al suyo: no se movía ni pretendía buscar alimento. El tiempo de la cóclea parecía ser anterior al suyo, repetía sonidos del tiempo seco que la abalón no llegaba a conocer. Cantaba contra el olvido. Fue así que la oreja de mar aprendió que el tiempo seco sonaba distinto al tiempo húmedo. Aprendió que existía el tiempo, que la habitaba, desequilibrando cada vibración de su concha cuando intentaba alcanzar a la cóclea, penetrar el cráneo, atravesar el manto óseo hasta mostrar su iridiscencia, para que por fin la cóclea pudiera ser aquello que antes era: un cuerpo. Un cuerpo lanzado al mar, aferrado a hierros, preguntas, dolores, recuerdos.

Un día, la mar liberó a la cóclea; no cuando era cuerpo, sino cuando ya sólo quedaba un cráneo. Arrastrándolo, lo soltó de amarras y le permitió desanclar el recuerdo que la perseguía desde el tiempo seco. Incluso antes, la mar había oxidado los rieles, lavado las carnes, pulido los nervios, y ni con todo eso había calmado el duelo. Fueron tiempos largos los que la mar demoró en encontrarlas, y largos también los tiempos que ellas demoraron en ser una. Tiempos sin olvido. La abalón comprendió eso después de succionar al punto de casi desgarrar su manto. La cóclea no lo comprendió enseguida, pues añoraba el tiempo seco y sólo cuando habitó la iridiscencia logró algo de calma.

Antes de eso, la cóclea no comprendía a la mar; no podía traducir las vibraciones en ese elemento de sal, acidez, calor eterno, humedad, oxígeno arisco, tiempo. Carente de nervios, llegó a sentir que sólo podía ser cuando la abalón penetraba en su vestíbulo y la iridiscencia le permitía recordar lo que eran la pena, la ira, el deseo. Luego de eso, cuando la cóclea supo que no estaba siendo invadida, sino invitada, pudo comprender. Se sintió amparada por el sargazo que había detestado, cuidada por la marea que la arrastraba, habitante del lecho oscuro al que había temido. Al fin, el descanso.

La cóclea pudo ser, por fin, cuando fue con la abalón y en su cuerpo se comprendió cuerpo nuevo: en espiral pulida y rugosa, blanca e iridiscente, simbionte de tiempo seco y tiempo húmedo.

En la arena del lecho marino, las que fueron un cuerpo y otro cuerpo: un nuevo cuerpo.

Screenshot

Astrid Q. Fuentealba

Actriz, dramaturga, directora, académica e investigadora teatral. Entre sus obras destaca Bola de Sebo (2013), El Sauce (2017), y el guión de la serie documental Memoria de Árboles (2020). Actualmente prepara su primera novela, en torno a devenires poshumanos y relaciones interespecies.

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