En un bar secreto para maricas, oculto tras un centro comercial olvidado, un joven es iniciado en una ceremonia sexual tan intensa como mística. Atraído por el fisting, se ve arrastrado a una experiencia ritual que entrelaza placer, posesión y teatro religioso. Manipulado por Gurú Rumbo, descubre una energía ancestral que lo desborda y transforma, convirtiéndolo en títere de una entidad alienígena.
Pero tú no puedes verme con tus ojos actuales. Por lo tanto, te doy ojos divinos.
¡Mira Mi opulencia mística!
Baghavad Gita
Capítulo 11, verso 8
Sésamo no es un bar para todo el mundo. Se abre entre puertas y ventanas al fondo oscuro de un centro comercial de los setenta, gentrificado, olvidado, regentrificado, y hoy funcionando parcialmente, abriendo solo ciertos días de la semana, con código entregado por mensaje de texto al celular o con un codificador que usan los miembros GOLD. Es un bar para maricas al que entré porque me gusta el fisting, debo confesar. Me invitó un amigo de un amigo que me metió la mano una noche de copas en un apartamento en el que nos quedamos atrapados. Fue una agradable sorpresa: me hizo sentir cosas que nunca había imaginado posibles; conocía nervios y puntos sensibles del recto como un anatomista experto. Cuando le pregunté por la técnica, me contó que todo lo había aprendido en ese lugar oscuro y sórdido en el que un puñado de frikis profesionales se divierten de una forma que no querrían expuesta a ningún reportero amarillista. Mientras caminábamos hacia el lugar, me habló de la relación entre gurú y discípulo, tan estrecha como una Shanka hinduista de recitación de los Vedas.
—Mi maestro —dijo— es casi como un padre para mí.
Yo había visitado bares más o menos similares, como el Dark, que quebró poco después de que lo visité en 2019. Sésamo era un bar nudista, claramente sadomaso. El primer paso para entrar era quitarse la ropa y dejarla en un casillero. El interior era relativamente oscuro, con una barra decorada con personajes de Plaza Sésamo pero ataviados con correas de cuero, bozales, gagballs, calzones con púas y otros artefactos. Los gurús tenían las manos pintadas de dorado; era la única forma de reconocerlos. Aunque las dinámicas típicas de un bar nudista sucedieron frente a mí todo el tiempo —con parejas y tríos y cuartetos de hombres de todas las edades follándose sin condón tanto en lugares oscuros como los más iluminados—, el momento triunfal de la noche partió mi vida en dos. Gurú Rumbo, un viejo de unos sesenta años que llevaba gafas oscuras, iba a iniciar su acto y pidió que los muñecos disponibles se acercaran. ¿Tal vez vi a Rumbo espiándome el trasero antes de iniciada la obra teatral? ¿Tal vez noté que tenía manos especialmente grandes? Mi acompañante me envalentonó y finalmente me acerqué con cierto orgullo de quien ha dominado el arte de los enemas y las contracciones rectales.
—Hagan conmigo lo que quieran.
Las luces se apagaron. Otro chico como yo, de unos diecinueve años, juntos nos pusimos en cuatro, paralelos el uno al otro, y mirando al público. Las luces teatrales iluminaron nuestra belleza. Gurú Rumbo se acercó a nosotros con botellitas de limpiador de VHS, para que le diéramos una olida profunda; nos ayudaría a dilatarnos. Luego se sentó detrás de nosotros, metió las manos en cubetas de lubricante y comenzó el proceso de introducir sus grandes manos en nuestros anos. Era claro que Rumbo dominaba una técnica sexual foránea, aprendida por años, seguramente en un templo tántrico de Indonesia. Introdujo un dedo, luego dos dedos, luego tres. En poco tiempo ya nos había relajado lo suficiente para comenzar a introducir sus manotas. Al principio se sintió como una sesión de fisting corriente. Luego sentí algo más o menos parecido a lo que este “amigo” que me había traído había practicado en mi interior: ciertos nervios, ciertos chakras, ciertos nudos y ganglios ignotos a la anatomía occidental comenzaron a activarse, permitiendo que una energía dorada fluyera de un punto al otro, desplegándose en oleadas por el resto de mi cuerpo, mis piernas, mis brazos, mis orejas. La energía se convirtió en una fuerza, fuerza que se introdujo en mis manos como si fueran guantes, y una cara mágica usó mi cara como una máscara; fuerza que restalló en mi columna vertebral, obligándome a ponerme en una posición yógica, y haciendo brillar de oro todo mi sistema nervioso. La fuerza devino en una entidad alienígena que me estaba invadiendo, desplazándome; algo se inflaba y me reemplazaba, apartando mi consciencia de mis sentidos, replegándome en una parte oscura de mi mente y dejándome como un mero espectador de los artificios de mi propio cuerpo.
Hay alguien en mi mente y no soy yo. Mandíbula, boca, lengua, garganta y cuerdas vocales se independizaron de mí y mi cuerpo adoptó gestos, movió cejas, párpados y músculos faciales de formas en que yo no lo habría hecho normalmente.
—¡Hola, amiguitos! —dijo mi propia boca, aunque yo no se lo había ordenado—. ¿Cómo están?
—¡Holaaaaaa, rey Rama! —respondieron los demás asistentes: osos, twinks, chasers, nutrias y otros manipuladores, emocionados porque el show había comenzado.
—¡Rey Rama! —dijo el chico a mi lado, y vi en su rostro el rictus de que batallaba en su interior por no dejarse controlar, pero al tiempo sonreía, hablando con una voz de caricatura—. ¡¿Hoy es tu primer día?!
—¡Sí, papi Hanuman! Hoy es mi primer día. ¿Quiénes son estas personas?
—¡Son tu nueva familia! ¡Y estás en el Reino de los Simios!
Lo que sucedió el resto de la noche no es otra cosa que un extracto del Ramayana. Hubo alegrías, dramas y traición. Nos movimos con cierta gracia, siempre en cuatro, pero usando nuestras manos para imitar una batalla, una danza, un beso. Hablamos de la “PrinceSita”, que había sido capturada por el malévolo “RavAnal”, y de las aventuras que nos aguardaban antes de poder rescatarla. Canté, bufé, hice bromas, me revolqué, conté chistes. El público nos miraba extasiado, con enormes sonrisas, carcajadas honestas y participación que rompía la cuarta pared, como en un espectáculo de títeres a niños de primaria en cuerpos de adultos atrofiados. El acto terminó una hora después. Gurú Rumbo extrajo sus manos de nuestras cavidades rectales con la misma destreza con que las había metido. Concluyó el acto oliéndose las manos. La presencia telepática que me había poseído —una manifestación pensante, independiente y parasitaria— se despidió de mi cuerpo mientras era evacuada de conductos renales y el sistema circulatorio, y caí rendido, habiendo eyaculado unas siete veces durante el transcurso de la noche. Las luces del bar volvieron a la normalidad, y mi compañero, no pudiendo contener las carcajadas de lo que había sucedido durante la obra, me ayudó a levantarme.
Obra maestra. Libretos originales del Gurú. Producción a cargo de Sésamo Productions, S.A.
—¿Estás bien?
Pero yo no pude reaccionar. Mi cara había dejado de ser mía, mi mente había dejado de ser mi mente. Me quedé en blanco, sintiendo cómo el trauma se asentaba en el fondo. ¿Qué era ese ser que se había engolfado en mi interior? Pude escuchar su voz, sentir el control absoluto con el que me manipuló, la fuerza total e irresistible de un demonio antiguo. Me quedé sentado, sin aire, profundamente perturbado, mientras a mi alrededor se continuaban los rituales de apareamiento típicos del público marica bogotano. La presencia se había inflado por los estuarios brumosos de mi memoria y mi personalidad. Mis tics, traumas de niño y gustos musicales habían sido tocados por esa otra mente, y sentía que ese contacto comenzaba a transformarme. Una parte de Gurú Rumbo vivía en mí, un color nuevo que se propagaba, manchándome con carcajadas enfermizas, ecos de un animal de otra dimensión.
Nos vestimos, salimos del bar. Para calmarme, me contó lo que sabía de los manipuladores. Ha habido óperas enteras, puestas en escena del Mahabharata de nueve horas siguiendo el guion de Peter Brook. Ha habido musicales multitudinarios, en que unas cien personas con disfraces victorianos son manipuladas analmente. Una docena de películas alternativas fueron todas actuadas por títeres, aunque no se notara. Los personajes humanos de Plaza Sésamo también son títeres.
—¿Te gustó?
Después de días enteros en mi habitual disfraz de oficinista asalariado, en que no pude hacer otra cosa que recrear en la mente lo que pasó esa noche, finalmente le respondí. Toda la vida he sufrido de una ansiedad leve pero crónica. He tenido que tomar mis decisiones con el miedo de errar, de no conseguir trabajo ni dinero, de hacer lo que no debo con mi vida, de actuar mal en una reunión de amigos y decir lo incorrecto. Por primera vez en mi vida no tuve esa ansiedad. No tuve miedo a la muerte, y fue otro el que hizo todo por mí.
—Sí. Quiero más. Quiero que alguien me manipule por el resto de mi vida.
Luis Carlos Barragán Castro es escritor e ilustrador especializado en ciencia ficción. Estudió Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Colombia e Historia del Arte Islámico de la Universidad Americana del Cairo. Ha publicado tres novelas de ciencia ficción: Vagabunda Bogotá (2011), El Gusano (2018) y Tierra Contrafuturo (2021), y una colección de cuentos: Parásitos Perfectos (2021). Ha sido ganador del X premio de la Cámara de Comercio de Medellín, el Premio George Scanlon, el premio del Concurso Ucronías Perú, el premio Carbono Alterado en Uruguay, y la beca de publicación de Idartes para editoriales independientes. Fue nominado al Rómulo Gallegos, al premio Isaac Asimov del Ateneo de Puerto Real y al concurso Mirabilia 27+. Ha publicado sus cuentos en numerosas revistas y antologías, y también ha pintado las cubiertas de una docena de libros de ciencia ficción latinoamericana.