Nº 19 | Narrativa | Terror | 4142 palabras | C. A. Vergara | Chile

El día de ayer lo había visto, y también dos días atrás. Lo recordaba porque la distrajo al punto de hacerla chocar con un poste. La Trini se había reído a carcajadas. Y la semana anterior lo divisó tres veces, y al menos una vez antes de las vacaciones de invierno, pero entonces no le había dado importancia. Ahora sabía que no era algo casual. Era un hecho.

            —Alguien me está siguiendo —le soltó a la Trini sin pensar—. Un tipo…

            Estaban en medio del último recreo de la tarde, las dos solas como siempre. Repasaban el cuaderno de matemáticas para la prueba casi por inercia, ya que no lo necesitaban realmente. Antonia había sacado el mejor promedio del curso en primero y segundo medio, y ahora en tercero no podía bajar sus notas. Sus papás querían que estudiara Derecho en la Universidad Católica; probablemente era lo único que les importaba. Trini solo estaba allí por ella, para acompañarla. Era su única amiga.

A lo lejos, Franchesca Rossi hablaba con su grupo. El pelo le caía en mechones agrupados por tonalidades de dorado, radiantes sobre la oscuridad del jumper. Podía oír los matices agudos de su voz, marcando las primeras sílabas de las palabras. Seguramente comentaban los pormenores de la última fiesta a la que habían ido, a la cual, por supuesto, Antonia no había sido invitada. Es que nunca iba. Anto, ya se aburrieron de invitarte. La Trini incluso había hablado con sus papás para tratar de convencerlos, pero había sido en vano.

            Bajó la vista hacia sus manos temblorosas, que de súbito dejaron caer el cuaderno con estrépito al suelo, esparciendo las hojas sueltas como si fueran remanentes de un estallido en plena guerra. Se maldijo en silencio por ser tan torpe. A menudo sentía que su cuerpo era una granada a punto de estallar; parecía no poder controlarlo y temía que un día se le fuera de las manos, causando un desastre mayor. La Trini tiró una carcajada y la ayudó a recolectar los fragmentos del, por ahora, desastre menor.

            —¿Siguiéndote?… ¿Así como un stalker? —preguntó, abriendo grandes los ojos detrás de sus anteojos—. ¿Le contaste a la miss Verónica?

            —No… En realidad, no sé si me está siguiendo —dijo Antonia, confusa—. Solo lo veo muy seguido a la salida de clases. Y se queda mirándome.

            —Qué miedo… ¿Cómo es?

            —Normal, no sé…

            —¿Joven o viejo? ¡Qué asco que fuera viejo!

            —Joven, creo, no sé… No más de veinte…

            No recordaba bien la primera vez que lo había visto. A veces lo divisaba entre las rejas de la entrada del colegio, mimetizado con el gentío de padres y conductores de transporte escolar que retiraban a las niñas, mientras ella esperaba el furgón que le había contratado su papá para la vuelta, avergonzada y secretamente airada, porque era la mayor y todas sus compañeras se iban solas en micro o caminando. Entonces, aparecía una figura masculina de pelo largo y ensortijado. Sobresalía del resto, tal vez por su porte o por su forma de seguirla con la mirada fija, algo amenazante, a pesar de que no distinguía los detalles de su rostro o de su vestimenta, como si fuera uno de esos entrevistados anónimos de televisión, oscurecido y difuminado.

            —Tal vez es tu secret admirer —se rió la Trini.

            Antonia torció la boca; era su versión de una sonrisa.

            Sentía algo de alivio al contar su secreto, aunque le seguía doliendo el estómago, como todas las mañanas, y el pelo estirado hasta el límite por su mamá para juntarlo en una severa cola de caballo le molestaba más que en otras ocasiones.

            —No creo, es muy raro.

            Había algo inquietante en el desconocido, algo que prendía sus alertas.

            —Además, ¿quién en su sano juicio se fijaría en alguien como yo? —dijo, cerrando el cuaderno.

            El timbre del colegio había sonado.

            —Hoy vamos a hacer un juego —dijo la miss Claudia en la hora de consejo de curso.

            Antonia hizo una mueca de desagrado. Odiaba las iniciativas que la pusieran en situaciones inciertas.

            —¿Quién me ayuda a repartir estos globos? —preguntó la profesora, mostrando una bolsa de plástico colorido.

            Franchesca se levantó de su escritorio con la mano en el aire, grácil, como si hubiera aprobado todos los ramos de habitar el cuerpo. Siempre se ofrecía así, la actriz de su propio video, a punto de mostrar al mundo el último desafío coreográfico, confiada en recibir todos los likes.

            Se suponía que la actividad tenía como objetivo potenciar la autoestima, como había dicho la miss Claudia. Todas habían escrito su nombre en un globo y luego lo pasaban puesto por puesto para que cada compañera le escribiera una característica positiva.

            Antonia se quedó paralizada con su globo desmayado en las manos, sintiendo el vértigo de un paracaidista mirando el vacío antes de su primer vuelo. El juicio externo era su vacío. Se dijo a sí misma que era una actividad mal planificada y potencialmente peligrosa al aplicarla con adolescentes, absolutamente alejada de las nuevas evidencias en neurociencias. Se negó de plano a realizarla.

            La profesora no se hizo demasiado problema. Estaba bien, podía hacer un trabajo, podía hacer uno sobre esas nuevas evidencias. Pero debía entregarlo al terminar la clase.

            Las caras de sus compañeras, vueltas hacia ella, eran globos multicolores. Sabía que en cuanto saliera de la sala se desinflarían lentamente en murmullos sobre su rareza.

            Amiga, esa falda parece sacada del clóset de la madre Clara. Los chalecos también. No se rían, sus papás son de la “familia militar”, muy de otra época.

            Las había escuchado antes. No entendían su rudeza social y su amargura, su falta de roce, debido a los estrictos horarios que le imponían sus padres. Algunos incluso le dirían pobre, especialmente Franchesca y su grupo.

            A causa del incidente del globo, salió un poco más tarde del colegio y no alcanzó a tomar el furgón. Su papá hizo un escándalo por teléfono, pero nadie podía retirarla.

            —Lo siento, papá. Se me fue el tiempo estudiando en la biblioteca. Sí, papá… Lo que tú digas… Sí… Sí… Sí.

            Siempre .

            No tuvo más remedio que dejarla irse sola a su casa, que quedaba solo a quince minutos del colegio caminando. Sonrió un momento, disfrutando la sensación de libertad, aunque sabía que no era libertad real, sino solo el alivio de no tener que lidiar con las miradas externas.

Siempre fantaseaba con la idea de ser otra persona. Un hombre. Un hombre joven y atractivo, sin miedos, dueño de sí mismo, que hacía lo que se le venía en gana, sin culpa. Alguien poderoso. Alguien perfecto, que pudiera fascinar a la niña más bonita del colegio, a esa que era la actriz principal de su pequeño mundo.

            Se odiaba y se despreciaba a sí misma. Rumiaba y rumiaba como un animal de pastoreo, mientras aceleraba el paso y apretaba las mandíbulas. Apretaba tanto las mandíbulas que se había arruinado los dientes.

            La serpenteante callecita que transitaba, rodeada de jardines de pasto siempre verde y bien cortado, se encontraba vacía. Era pleno invierno y el día se retiraba temprano de sus quehaceres.

Al tomar una curva lo vio, parado en la otra vereda, mirándola.

            Esta vez alcanzó a observarlo con más detalle. Era alto, con el tipo de cuerpo de las personas que hacen deportes extremos, de figura bien formada pero no musculosa. La cara angulosa, ensombrecida con una barba recién nacida alrededor de unos labios gruesos.

            En un primer momento le pareció atractivo y algo familiar. Le dio la sensación de que lo conocía de algún lado, pero de inmediato su cuerpo se puso en guardia. No podía conocer a nadie como él simplemente porque no estaba entre su escaso repertorio social.

            Sintió que la sangre se le congelaba en el cuerpo cuando el desconocido cruzó hacia ella con pasos amplios y amenazantes.

            No quiso gritar. Algo le decía que eso podría incitarlo, como si pudiera saltar sobre ella como un perro. Solo atinó a apurar el paso.

            La siguió por varias cuadras, emulando el ritmo de su caminar. Mantenía una distancia prudente, pero constante. Se apuraba si ella se apuraba, paraba si ella paraba y corría si ella corría.

            Cuando al fin Antonia llegó a su casa, el desconocido se quedó quieto mirándola, como siempre hacía. Y luego simplemente desapareció.

            Esa noche, su padre la castigó por haberse retrasado, a pesar de que se había quedado para terminar el trabajo. Hiciera lo que hiciera, nunca iba a estar contento. No le contó sobre su acosador; sabía que, si lo hacía, las pocas libertades que tenía se perderían para siempre. Solo subió a su pieza, se fijó en que las ventanas estuvieran bien aseguradas y se encerró en el baño.

            De pie, desnuda frente al espejo, observó su cuerpo esquelético y flácido, de pechos planos y cintura cuadrada. Era un ritual mirarse, solo para encender su asco y autodesprecio, para que el alivio fuera mayor. Se sentó en la taza y sacó una antigua, aunque reluciente, hoja de afeitar que guardaba en un lugar secreto, como un tesoro peligroso. La tomó entre sus dedos temblorosos y se acercó al lavamanos, con el corazón acelerado, anticipando lo que iba a hacer. Colocó la hoja sobre su antebrazo, al lado de la última cicatriz, y cortó lentamente. El breve destello de embriaguez se fundió con un dolor agudo, mientras la sangre goteaba sobre la loza blanca y reluciente, como flores rojas sobre un campo cubierto de nieve. Se miró al espejo y vio una máscara lechosa con huecos en el lugar de sus ojos oscuros.

            Al día siguiente, la Trini no fue al colegio. En el recreo, Antonia se refugió en la biblioteca y almorzó sola en los escalones de la capilla, donde a nadie le gustaba ir. Cuando por fin se terminó el día y se dirigía al estacionamiento de los furgones escolares, vio a Franchesca Rossi acompañando a su hermana chica al mismo vehículo que le había contratado su papá.

            Antonia se quedó paralizada por un momento. Sintió que las mejillas y las orejas se le calentaban. No podía dejar que ella la viera irse con su hermana chica y el resto de esos niños. Por ningún motivo. Antes sufriría la furia de su papá al decirle que se le había ido de nuevo el furgón.

            ¿Y el acosador?

            No tenía con quién irse y tampoco dinero para llamar a un taxi. Decidió que era mejor arriesgarse. Si era lo suficientemente rápida, podía acortar el tiempo de llegada.

            Cuando le quedaba una cuadra para llegar a su casa, apareció. Así, como de la nada.

            Esta vez, Antonia corrió y, al igual que antes, el hombre corrió con ella. Sin embargo, no mantuvo la distancia. Podía escuchar sus pasos amenazantes resonando a su espalda y casi sentía su respiración acelerada.

            No quiso mirar hacia atrás, solo tenía ojos para la casa, que podía divisar a pocos metros. Un refugio salvador, aunque parecía estar a mil kilómetros.

            Al alcanzar la reja, sintió que la tiraban de la mochila. Se agarró con todas sus fuerzas, gritando como si se le fuera la vida. Sus padres salieron al minuto, alarmados.

            El desconocido se había esfumado.

            —¿Qué pasó con el furgón, Antonia?  —le preguntó su padre, con voz severa, una vez que estuvieron en la casa. No le contó del desconocido, sólo le dijo que se había asustado con un perro que pasó gruñéndole. Estaba sentado en el sillón de respaldo alto, como un juez interrogando al acusado de un crimen terrible.

            —Se me fue de nuevo, papá. Perdóname —dijo ella, bajando la mirada.

            Su padre movió la cabeza de un lado a otro y cruzó los brazos.

            —Ya tienes dieciséis años, Antonia. Tienes que gestionar bien tus horarios. Es segunda vez que pasa esto  —dijo.

            Ella apretó las manos. Quiso suplicarle que no la hiciera irse más en el maldito furgón con todos los niños chicos, pero qué pasaba si la dejaba irse sola y aparecía de nuevo el hombre. No sabía qué era peor.

            —Sabes lo peligroso que se ha puesto esta ciudad, sobre todo para las mujeres —continuó él—. Todos los días hay asaltos y violaciones, hasta casos de secuestro, créeme que no me gustaría ver tu cara en las noticias. Mi deber es protegerte y el tuyo es estudiar. Mañana mismo hablaré con el chofer del transporte y le daré instrucciones de no partir hasta que estés adentro —agregó, firmando su sentencia de muerte.

            Al día siguiente, la Trini se acercó a ella apenas llegó a la sala. Le habían regalado un teléfono nuevo y estaba probando las aplicaciones que había bajado.

            —¡Ésta es súper buena! —dijo mientras le sacaba una foto.

            Antonia trató de cubrirse con sus manos, pero era demasiado tarde.

            —¡Ay, Anto! Si es para mostrarte algo —señaló riendo con su habitual soltura, mientras manipulaba la pantalla. Unos segundos después le mostró una foto. Antonia sintió un estremecimiento.

            —¿Quién es? —preguntó, arrebatándole el teléfono para ver mejor. Miraba la pantalla como si fuera la imagen de un insecto a punto de tocarla.

            —¡Eres tú si fueras hombre! —respondió su amiga.

            —Ah no… yo también quiero.

            Antonia escuchó la voz de alguien anónimo, sin importancia, que le quitaba el teléfono. Todos querían saber cómo serían si fueran del sexo opuesto, viejos, con el pelo o los ojos de otro color, posibilidades infinitas. Estaba aturdida y deseó irse de inmediato a su casa.  

            El resto del día se le hizo eterno en el colegio. La Trini se retiró temprano y las últimas dos horas las dejaron libres, por lo que tuvo que soportar a sus compañeras riendo y revoloteando por la sala, mientras ella fingía estudiar en su puesto, mirando constantemente el reloj que se ralentizaba a niveles insoportables. Tenía un nudo en el estómago y las manos le sudaban. Pensaba en la foto y peor, en el momento en que tendría que encontrarse con la Franchesca y su hermana en el estacionamiento. La imaginaba mirándola con esa sonrisa condescendiente que adoptaba a veces, porque nunca se unía a los murmullos de sus amigas, ella flotaba en algún lugar superior. Y eso era más humillante que cualquier comentario. De pronto, sintió que alguien se sentaba a su lado. El corazón pareció saltar a su estómago y arrojar de golpe toda la sangre a sus mejillas. Era ella.

            —Hola —dijo sonriendo, con la voz rasposa, seductora.

            Tenía el cutis perfecto, suave y sonrosado, con unas escasas pecas en su nariz. Y sus ojos eran de un celeste penetrante, de esos que no te dejan quitarles la vista 

            —Dime, ¿tú te vas en el furgón del tío Pato, no es cierto?

            Antonia asintió tímidamente, bajando la mirada, huyendo de esos ojos. El resto de las amigas se habían congregado alrededor.

            —Ya, ¡la raja! —continuó Franchesca, mirando sonriente a sus amigas, que asentían.     Antonia se sintió acorralada, como esos pájaros que sin querer entran a una casa y revolotean desesperados, chocando con las ventanas.

            —Es que necesito pedirte un favor…

            Franchesca seguía hablando, pero Antonia sólo veía sus labios moverse. Le decía algo de su hermana, si podía acompañarla por esta vez al furgón. Se quiere ir antes al mall. Unos amigos del Grange la están esperando. Va a estar el Mati, demasiado rico. Se demora demasiado con la Florencia, está insoportable. Antonia asentía con una sonrisa torcida, la media sonrisa que le habían enseñado en la terapia, pellizcándose las manos por debajo del escritorio.    

            De pronto, sin saber bien cómo, se encontró en el baño. Trataba de tranquilizarse, mojándose las manos con agua, como le había dicho alguna vez la misma psicóloga de la media sonrisa. Entonces, al levantar la vista al espejo del lavamanos que daba a la puerta, algo la dejó paralizada. El hombre, el desconocido tan familiar que la acosaba, tenía asomada la cabeza y la miraba, sonriendo siniestramente. Su mata de pelo se erizaba, como si tuviera demasiada estática, y los ojos… tan raros, parecían negros, como si se hubiera puesto algún lente de contacto estrafalario.

            Sin darle tiempo para escapar, se acercó decidido y la agarró del pelo, estrellando su frente contra el espejo una y otra vez. Antonia cayó de rodillas, sosteniéndose con las manos del lavamanos. La sangre salpicaba el piso, trapeado a conciencia por los auxiliares, dibujando extraños símbolos rojos.

            Trató de volverse hacia su derecha para ponerse de pie, pero el hombre la empujó de espaldas y se sentó a horcajadas sobre ella, apretándole el cuello con las manos. Se fijó en que tenía las uñas largas y negras. Trató de tomarlo por las muñecas, de golpearlo con sus piernas, pero muy deprisa empezó a perder la consciencia.

            Lo último que alcanzó a ver fueron sus dientes, aserrados, como si solo tuviera colmillos. Y sonreía, como disfrutando.

            Cuando despertó, estaba en la clínica. A lo lejos, su mamá lloraba y su papá estaba furioso. Vociferaba sobre la seguridad en el colegio y una posible demanda. Que quería una indemnización, si no, esto se iba a saber. Su madre trataba de calmarlo. Que pensara primero en la gordita.

            La doctora decía algo del trauma, de derivarla a psiquiatría; habían visto las cicatrices. Su mamá le contestaba que tenía sus tratantes, que acababa de finalizar un tratamiento muy especializado. Ahora sí que no podría librarse de ellos.

            No pudo aportar mucho en su declaración a Carabineros. Sí, lo había visto antes, pero de lejos. No, no lo conocía. No, no tenía novio, nunca lo había tenido. No, no tenía amigos.

            No había testigos, y las cámaras del colegio no habían captado a nadie sospechoso a la hora del suceso. Aunque la posición en que estaban no le había permitido filmar el lugar exacto donde habían golpeado a Antonia. Además, no había señales de un ataque sexual. Tampoco le habían robado nada. Todo era muy poco concluyente. La llamarían si aparecía nueva información.

            Le dieron el alta al día siguiente. Solo tenía contusiones menos graves, pero su cara parecía un melón deformado. Odió mirarse al espejo. Más que otras veces.

            No quiso ir así al colegio, por lo que pidió una licencia más larga. Fue como si el mismo día se repitiera una y mil veces, atrapándola en un espacio atemporal, interrumpido únicamente por las historias nimias que consumía a través de la pantalla del celular.

            La Trini trató de visitarla, pero sus papás pensaron que no era buena idea. Solo pudo hablar con ella a través del teléfono. Le contó que había ido a una de las fiestas en la casa de la Fran. Claro, su nueva gran amiga Fran. Pool party hasta las tres de la mañana. Conoció a alguien, pero no había pasado nada.

            —Ay, amiga, me habría gustado que fueras. Tal vez puedo intentar convencer de nuevo a los tíos para que te dejen ir la próxima vez —dijo Trini.

            Antonia soltó un bufido.

            —Imposible, sobre todo ahora… —respondió con voz cansada.

            —Bueno, entonces inventamos que te vienes a mi casa en la tarde y nos escapamos al mall con la Martina y la Florencia.

            Antonia se sintió tentada, pero ¿qué haría en el mall alguien como ella, intentando encajar en un mundo tan luminoso y plástico?

            —Gracias, pero sabes que no me gustan los malls…

            Cuando cortaron, buscó las fotos y los videos subidos a las redes sociales. Cuerpos perfectos, ropa ajustada, música electrónica, todos abrazados. Y la Fran, más linda que nunca, mirándola con sus ojos azules y un rictus burlón en los labios. Antonia era un testigo oculto, insustancial, que nunca tendría participación en esa vida ni en ninguna otra.

            Las cicatrices se sucedían, pero la hoja de afeitar ya no le daba el alivio esperado. Solo dolor.

            Se quedó dormida con el celular en la mano y despertó al sentir una presencia en su pieza. Era él, el acosador, agazapado al lado de su cama. Antes de cualquier otra reacción, trató de razonar con él.

            —¿Quién eres? —le preguntó con un sollozo—. ¿Por qué me haces esto?

            —Sabes quién soy —su voz era agradable, grave, como se imaginaba que sería una voz perfecta de hombre—. Sabes por qué te hago esto.

            Se alzó sobre ella con el porte y el poder perfectos. Supo que esta vez no tendría posibilidades y se rindió ante él. Gritó cuando la tomó del pelo y la tiró al piso. Sintió la punta de sus zapatos incrustarse en su torso enflaquecido mientras la pateaba. Su cuerpo, convertido en una máquina sin piloto, intentaba gatear para escapar del dolor, sostenido solo por un instinto de supervivencia.

            Sus padres la llamaban desde afuera, le pedían que abriera la puerta, pero ella estaba fuera de sí, suspendida entre el abandono y las ganas de vivir, hasta que perdió la conciencia.

            Nuevamente despertó en la clínica. Nuevamente, no hubo datos concluyentes. Nadie sabía cómo entró ni cómo salió. Era como si se hubiese materializado y luego desmaterializado en la pieza.

            Entonces, empezó a visitarla cada vez que sus contusiones mejoraban. De alguna forma, lograba entrar, aunque estuviera vigilada por una patrulla de carabineros que rondaba por fuera de la casa y, luego, por guardias armados contratados por su papá.

            El desconocido siempre encontraba el momento perfecto. Nadie sabía cómo.

            La única que sabía era Antonia. Solamente ella lo podía ver aparecer, a la luz mortecina de su lámpara de noche, arrastrándose desde debajo de su cama, con movimientos rápidos, como un insecto gigantesco emergiendo de la tierra. Sabía que, cuando ya no le dolieran sus heridas, vería sus ojos negros, sus dientes aserrados, su melena electrificada. Ahora sentía su olor, a sudor y humo. Estaba ahí, encarnado. Y no habría escapatoria, solo el abandono. Se quedaba quieta y sollozante, recibiendo los golpes, que se sucedían como un interminable aluvión de rocas, que nunca sabía dónde iban a caer. Empezó a asociar el dolor de las heridas con el alivio. Con esa paz que le sobrevenía después de la golpiza, al yacer en su cama, imposibilitada de moverse.
Sus papás cuchicheaban de forma permanente. Sacaron todos los objetos contundentes de la pieza, se planificaban para no dejarla sola, pero era imposible vigilarla las veinticuatro horas. Hablaban de llamar a sus antiguos tratantes. Todo de nuevo. Pero no era como antes, ¿cómo podían no entenderlo?
Con el tiempo, Antonia empezó a esperar al hombre. Y mientras más lo esperaba, más fuerte se hacía y más letal. Mientras más pensaba en él, más creativas e imprevisibles eran sus formas de agredirla. Ya no se limitaba a golpearla, también le tiraba el pelo hasta arrancarle mechones enteros, la cortaba y le desgarraba la piel con sus uñas afiladas. A veces, la mordía tan fuerte que le arrancaba pedazos de carne, dejando heridas que tardaban días en cicatrizar. Y la quemaba con cigarros humeantes. Y la violaba, asfixiándola hasta perder la consciencia.

            La última vez, apareció a una hora desacostumbrada. Los padres de Antonia habían encontrado cupo en una clínica psiquiátrica para internarla de urgencia y acudían a llevársela. Se veían desesperados, demacrados y a punto de enloquecer. La noche empezaba a devorar el cielo, tiñéndolo de colores rojizos, mientras los árboles se desvanecían lentamente en la negrura, como drenados de vida por sombras vampíricas. Acostada en su cama, con las luces apagadas, Antonia esperaba. Agotaba sus débiles reservas de energía pasando el dedo por la pantalla del celular. Miraba las imágenes de sus compañeras de curso, retocadas con la aplicación de las infinitas posibilidades, que la Trini había probado aquella vez, cuando se había visto a ella misma y había intuido lo imposible. De pronto, sintió su presencia, como si una masa de aire caliente se hubiese asentado en la habitación. Sollozó apenas, asustada y, a la vez, expectante. Era enorme, oscuro, sólido, ya no como el hombre perfecto, sino como un ente, sin rasgos definidos. Descendió sobre ella, paralizándola. Humedad, chasquidos, dientes. Antonia soltó un grito de presa más parecido a un gruñido y se quedó quieta, exhalando borbotones de sangre.

            Cuando los padres entraron a la pieza, retrocedieron como repelidos por un campo de fuerza. La madre de Antonia cayó de rodillas con las manos en el piso, sollozando convulsivamente. El padre arrojó un vómito de bilis al costado de la alfombra. Antonia yacía rígida en su cama, las manos agarrotadas sobre su estómago, los ojos semicerrados y la boca abierta. El cubrecama absorbía lentamente la sangre que manaba de todo su cuerpo. Sus dedos percibían la textura gelatinosa de sus intestinos desgarrados, como un revoltijo de carne a punto de ser devorada. Con un último destello de consciencia, desvió sus ojos hacia el celular que había quedado apoyado sobre la pared, y en la pantalla, la foto de ella, como el hombre perfecto, la miraba esquiva, como queriendo ocultar la verdad.

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