ARRIBA

Iván Ochoa

There was no moon.
The sky above our heads was inky black.
But the sky on the horizon was not dark at all.
It was shot with crimson, like a splash of blood.
And the ashes blew towards us
with the salt wind from the sea.
Rebecca, Daphne du Maurier

Ya no recuerdo lo que hacía antes de la habitación roja; posiblemente leía en la cama o dejaba una encomienda o daba vueltas por la plaza contando las palomas, alternando la forma arábica y los posibles padecimientos o emociones, esta es la (1) Triste, esta es la (2) Histérica, la (3) Esquizoide, la de (4) Episodios Antisociales, la (5) Crespa con el Ego Estratosférico. Curiosísimo pensar que, tal como ahora que el futuro ha sido borrado con un codazo brusco (o al menos puesto en un cordelito, calzón mojado a pleno sol), el pasado ha sufrido el mismo destino y sólo existe un huérfano jirón de ahora, esta burbujita de tiempo que flota a la deriva huyendo de un soplido gigante o una aguja aún invisible. No dejo de pensar en cuántas manicuras y felaciones y cafecitos y deliveries han sido cortados a mitad de camino por el filo de lo súbito, lo incognoscible, lo posiblemente fatal.

En estas condiciones es muy fácil fijarse en nimiedades; por ejemplo, yo llevo dos horas sumida en la forma en que el doctor se sorbe la nariz, como si revelara carácter. Lo pospone hasta el último momento, cuando el moco ya se asoma jocoso y amenaza con trazar un puente entre dos naciones enemigas: la Nariz y el Suelo. Parece absorto a su manera, desafiándose a devolverlo con latigazos cada vez más violentos (quizá piensa en una forma viscosa de bungee) y saboreando en ello la esquina del riesgo, la yema de la palmadita congratulatoria. Incluso tiene un pañuelo de género en el bolsillo izquierdo del abrigo, que se rehúsa a utilizar ya sea por volición o despiste. Quizá es un hombre adicto a las apuestas. ¿Cuál será su recompensa? 

Su mujer evita mirarlo. Las constricciones del espacio la tienen arrimada a sus rodillas, y lo detesta. Lo detesta, pero evita evidenciarlo. Arruga una bolsa de Banana Republic que ciñe celosamente a su regazo. También se mira las manos. No ha encontrado nada en ellas, ni una mancha, ni un dedo de sobra, ni una migaja de paciencia. Estoy segura que se mira más de cerca para hallar en cada cutícula un hastío distinto, y los lima con la mirada: aquí la indecencia, acá los protocolos, los pudores, la pérdida de tiempo, el flagelo de la talla L, la misantropía, incluso el pavor a que su marido le pegue el resfrío. Creo que todos lo pensamos en algún momento, sobre todo al inicio (¿cuál sería ese?), antes de reparar en que la consecuencia —y todas las preocupaciones de la esposa— son quizá monedas devaluadas. Obsoletas, incluso.

El profesor está sentado de espaldas a la única ventana, el único apoyado en ese muro. Despega la mirada del teléfono sólo para posarla sobre las aspas del ventilador, o para preguntarnos con voz azorada si necesitamos algo. Negamos en silencio, y volvemos a los mocos, a las uñas, las ocupaciones propias. La luz roja lo avejenta, más que a cualquiera de nosotros. Aun así lo hallo algo atractivo: es trigueño, pelo ondulado y caótico y algo grasoso, barba de varios días, lentes de marcos finos y una camisa floreada por donde asoma el irregular vello del pecho. Sus zapatos cuentan historias de viajes y barros. Es evidentemente maricón. Nadie lo molesta porque se ve muy turbado (a pesar que no nos importa, es una puerta que nadie quiere abrir), pero no deja de leer noticias ni permanecer junto a la ventana en caso de necesitar confirmación de primera fuente, aunque se defiende dándole la espalda.

Cada uno de nosotros (banda ecléctica de pacientes, arrancados de la calle y la comodidad de la rutina) tiene una teoría sobre lo que sucederá. 

La esposa cree que todo esto es una falsa alarma. Una estupidez. Sus pies están firmemente plantados en su noción de pragmatismo: el uso eficiente de recursos como el tiempo, el dinero, el futuro, todos ellos infinitos, renovables. De seguro su idea de Dios es una tarde en un spa de Vitacura. Gloria al baño de lodo. Está impaciente por llegar a casa y ver cómo su chaleco nuevo combina con su par favorito de zapatos; necesita agendar reuniones con amigas de infancia, continuar su pésimo libro de autoayuda, retocarse el pelo y el solapado fascismo. Personajes así existen, me digo, por montones. Caricatura hiperbólica, un ensayo de persona. Para gente como ella la finitud es una obscenidad, un concepto mítico: no tanto por la idea global de finitud (ni siquiera porque sea muy tonta para concebirla), sino una puramente egocéntrica. ¿Cómo puedo acabarme yo?

El doctor es un poco más afable. Una estaría tentada a adjudicarle una visión más cientificista (una tormenta solar, un efímero evento cósmico), pero con lo poco que ha dicho se ha entrevisto a un hombre que admira el espíritu. Parece entregado a la idea de que, en efecto y sin importar el cómo, es el final. La aventura del apocalipsis. Yey. Eso es lo que veo desde fuera. Está convencido de su propia bondad, en caso de necesitarla. La bondad como moneda de intercambio. Get Out Of Jail Free Card, como en Grand Theft Auto. (¿Acabo de pensar un juego de video mientras está pasando esto? ¿Pero, qué está pasando?). Debe ser una suerte el vivir tan seguro como él, si fuese el caso. Aquí está mi bondad, un canasto con mis buenos actos, todos impolutos y ejecutados de punta a punta, ordenados según fecha y ahínco de intenciones y resultados finales, incluso reseñas de usuarios. Ha salvado a muchos, sosegado a uno que otro, es la santidad en carne: cuatro y media estrellas. Una app llamada Good Deeds. (Sería hilarante que sólo fuese un dentista. Un podólogo benevolente. ¿Son miembros del pueblo elegido de Dios? Por qué no, hasta los seres eternos deben tener las uñas encarnadas).

Por lejos, el profesor ha sido el más nervioso. Necesita saber qué pasará, como si ello fuese a cambiar algo. Hace un rato habló de una mujer llamada Gertrude Ökenlo, ciudadana sueca cuyo caso leyó en la revista argentina Rarezas, mientras viajaba con su padre en el verano del 2000. Gertrude alertó a las autoridades de Gällö, pequeña localidad de Jämtland, sobre un desplazamiento en la línea del horizonte a lo largo de diez días, en julio del ‘91. A primeras lo creyó un hundimiento del terreno. Luego de las mediciones correspondientes, le informaron que no había causales de preocupación. Sin embargo, la mujer —jubilada, recientemente enviudada y, según ella y sus vecinos, habituada a largos periodos de observación desde su ventana— estaba convencida de que el cielo estaba inusualmente más abajo de lo normal, provocándole una punzante sensación de angustia. Antes de someterse a pruebas médicas (sugeridas por ella misma; nunca perdió del todo el uso de razón), Gertrude falleció a causa de un paro cardiorrespiratorio, se había enterrado a sí misma en su jardín.

La historia de Gertrude, y otros casos subsecuentes (escasos, según él), le provocaron casadastrafobia, un miedo irracional al cielo. Pobre hombre. ¿Cómo vivir temiendo algo que es ubicuo e inevitable? Relame aquella anécdota como un primer anuncio, una profecía. Por un rato enumeró posibles escenarios y correspondientes soluciones (entre ellas clavar la vista en los zapatos y evitar mirar el cielo, reduciendo todo a un episodio de vértigo; se ha pasado tres cuartos de hora pegando papeles con frasecitas aleatorias en su empeine para forzar la unión ojo-pie, partir en dos una estrofa de Keats pero empezar por el derecho y reparar en el error que termina bendiciéndolo y díganme si necesitan algo), y si bien partimos oyéndolo por deferencia ya dejamos de reconocerlo, así que asume las aspas como nuevas interlocutoras. Es triste, porque siendo tan joven (bordea los treinta, igual que yo) pareciera cargar tantos bagajes y remordimientos, una lengua de locura erosionándole la nuca y razonando, por supuesto que la fijación en los zapatos y la firmeza del suelo, el rescate de Keats, el empeine en la línea de defensa. Quizá tiene un secreto, algo que amerite redención. 

Qué curioso cómo la gente refugia sus miedos y verdades bajo avatares y techos: un sorbido de mocos disfraza el ansia de aventura disfraza el nerviosismo; una uña el sumidero de impaciencia; un teléfono y un par de zapatos como la forma más digerible del miedo.

Cada uno tiene una teoría sobre lo que sucederá. Excepto yo. 

Sin hallar la cabeza de este hilo sé que estoy acá por inercia, porque así he llevado siempre mi vida: atada a las voluntades ajenas, las encomiendas, el conteo de palomas. Supongo que es una forma de abstención, hacer de los otros mi refugio, asumirme lienzo en blanco y migrar del cubismo al dadá sin mayor esfuerzo. Todos los pensamientos son ciertos. Me asumo liminal y camaleónica, un umbral para las habitaciones de la gente. (¿No dicen que en caso de sismo los umbrales son lo único que permanece en pie?). No me importaría resfriarme, no me importan las narices, ni las uñas, ni los finales, ni Dios ni los zapatos, a menos que me signifiquen réditos y conexiones y un momento de falsa humanidad. Compañía, incluso. Desayuno falsedades.

Una vez tragué el semen de mi hermano sólo por matar el tedio. Eran circunstancias similares: una tarde muerta, el tiempo atascado en el cauce alquitranado de febrero. Estábamos en la casa de campo esperando a que volvieran del hospital de Los Ángeles, donde mi madre había ido de urgencia por lo que podía ser un derrame. Vagando cerca del huerto de tomates, encontré a Lucas masturbándose a la sombra del aromo. Lo miré un rato por partes, hilando el vaivén rítmico del brazo a su torso al cuello erguido al tronco del aromo y de pronto la totalidad simple de Lucas, Lucas en sí mismo en una acción cargada de luquicidad. Parecía excitado con la mera forma del cielo, la sensualidad de sus tonos, su honestísima apertura, la gigantesca vulva azul ofreciéndose sin capciosidades. No titubeó cuando me vio mirándolo, y devolvió el gesto. Me invitó a hincarme a su lado. Desde arriba me reflejó la tristeza que no sabía que acarreaba —algo que sólo asoma en estos silencios vacuos—, y de a poco empezó a convencerme de ayudarle, de extenderle una o dos manos fraternas y pronto la insinuación de la boca y la punta de la lengua; al cabo de tres nubes me ofrecía su consuelo líquido. Sabía salado y abundante. Lo acepté, me quedé con él viendo el carrusel de nubes y las vastedades varias, y comencé a conocerme.

Replicamos la dinámica por un tiempo. Con mamá recuperándose en casa intenté sugerirle otros espacios cubiertos, quizá el establo o el entretecho o la deshabitada casucha de Ramírez, pero esto resultaba en finales a medias, estacatos nimios que terminaban olvidados en el suelo ante la curiosidad de las hormigas y la propia. El motor de Lucas parecía ser la sensación de libertad, el tenerme a la espera de su leche en la pura verdad de la intemperie. Yo asentía para no sentirme sola. Después, de un momento a otro y sin explicaciones, puso fin a la práctica. Jamás lo conversamos. Sobre la historia hay ahora una maltrecha alfombra de silencio.

Cada cierto rato me asomo a la ventana por curiosidad. Afuera la situación es la misma que acá. La calle se vacía, los últimos autos merodeando la rotonda camino a sus casas, en plan de emergencia. La gente, curiosa pero precavida, mira desde sus balcones hacia el cielo rojizo en busca de señales nuevas; el sol, aparentemente, ha dejado de moverse. Una bandada de gaviotas aletea sobre la torre Fritz-Matte. Dedicándoles más tiempo se hace obvio que sólo hacen eso: aletean sin moverse, congeladas en el aire. Las nubes son del mismo color que un cielo de Vermeer: gruesas y llenas de carácter. Lentamente, han comenzado a tragarse el último indicio de ambiente citadino. Es el sonido de la espera. Al centro de la plazoleta, en la rotonda, un solo árbol arde con llamas blancas. No hay bomberos a la vista. Desde la altura todo se ve distinto, más indefenso y prescindible, quizá Dios nos ve así mismo. (Curioso cómo Dios es cada vez más una presencia asumida en los escenarios hipotéticos; de todos modos, no sé a quién más adjudicarle la autoría. Cualquier otra cosa se sentiría de mal gusto y ya habría ido al grano. Esta dilación del tiempo y las paciencias y los símbolos parecen sólo obra divina, alguien que nos fuerza a esperar su descenso porque ha fijado una hora específica y asume su importancia, su ego, su solidez de trayectoria. Una Madonna cósmica).

Si fuese Dios quien bajara del cielo abierto, se la chuparía. Los dioses necesitan putas más que podólogos.

El profesor pregunta otra vez si puede hacer algo por nosotros. El doctor y yo negamos con la cabeza; su esposa titubea antes de sugerir un vaso de agua que en verdad no quiere. Él parece decepcionado, pero consiente y se para a rellenar un vasito desechable con agua del dispensador. Se lo entrega a la mujer con plena esperanza de haber hecho lo correcto y ahora la confirmación, el sorbito triunfal que sella el favor, pero la mujer guarda el vasito en la mano libre y regresa a la parte seca del suelo. El profesor finge desinterés y retorna a su muralla evitando la ventana; se deja caer con un gesto insípido, y comienza a llorar.

No sabemos qué hacer. Sus pucheros son absurdos, pero sinceros y pueriles. Ahora la mitad de los presentes sorbe sus mocos. Me pregunto si el verdadero fin será cuando completemos el cuarteto. Intentamos fingir que nada está pasando, buscando distintos puntos de interés, pero la habitación es un desierto que rechaza toda estadía prolongada; es inevitable volver al marica llorando. Sólo queda relegarlo a la esquina del ojo.

Pero no desiste, y entonces va desenrollando una alfombra frente a nosotros, tejido con sílabas lentas y viscosas y exhalaciones que van creciendo y entremedio un dolor en el pecho, una punzada terca llamada Daniel o Diego, este Diego del que ya no sabe hace mucho, cinco o seis años, seis años, repite más seguro, pero que sigue sintiendo por las noches y al caminar por Ahumada, cerca de las ruinas del Lido donde alguna vez una película y un beso. De a poco escupe a Diego que no suena para nada como un problema cardíaco, cómo podría siendo un hombre tan menudo y aficionado a Bowie y las cervezas sabatinas, mirando el Santiago nocturno desde la terraza de su casa imposiblemente alta o desde los ojos del mismo profesor, donde también se detenía por minutos para decir qué lindo este juego de manos en la mesa, la sencillez de una yema sobre una cutícula ajena, pareciera que bailara o que enviara un mensaje en morse. Le dijo aquello y continuó repitiendo el mensaje, punto raya caricia punto punto, sin mediación de un diccionario porque ambos sabían qué significaba y cuánto lo habían buscado, en otros años y otros cuerpos, y al fin ahí estaba, cosa de levantar un dedo y verlo expuesto, sin miedo al viento precordillerano ni el juicio del cielo, mirando hacia arriba, hacia ambos, con la calma de un gatito recién alimentado; ambos lo miraban de vuelta pensando qué cosa tan curiosa, tan chiquita y sin embargo sin esquinas y a medida que se la mira pareciera estirarse y desparramarse sobre la vía de la cutícula, todo ello contenido en el mínimo gesto de esas dos manos encontradas.

Aquí el llanto se vuelve alud y va arrastrando todo tipo de lamentaciones, algo sobre un alejamiento y la subsecuente traición en forma de felaciones a terceros, el cliché de la infidelidad por hastío o por cuestiones genéticas; la cosa es que Diego ya no fue más y desde entonces que el profesor se siente condenado, pagando una deuda en cuotas interminables y cómo se vive sabiéndose culpable, la culpa es una casa erigida en el peor de los barrios, avenida Maldad esquina Egoísmo, esquina Sabotaje, esquina Absolutísima Falta de Méritos, y él transitando a paso lento sin zapatos ni estrofas que lo salven, sin noción de caminos ni destinos y lo más probable es que luego trote en círculos sobre gravilla hirviendo. Menciona sus manos y se las mira histérico porque no tienen nada, nada con qué defenderse de la muerte, y si este fuese el fin, si el mundo acabara aquí y ahora de mil formas posibles (mil mundos distintos) él se iría con las manos vacías en todos, sin amor ni redención ni un ápice de calma, y por ello quiere hacer lo posible por saberse bueno y salvarse, depositar toda su esperanza en un vasito de agua y con ello poder mirar el Cielo de nuevo y ganárselo, eso o el beneplácito de un cualquiera, una palabrita de aliento, de perdón desnudo y desinteresado, y nosotros entendiendo que además de ser doctores y esposas y putas ahora también somos Diego.

Lo dejamos llorar un rato hasta que el doctor espeta un seco “te lo buscaste”, frasecita que extiende un hilo tenso entre los ojos de su esposa y los míos, el tejido menos esperado porque qué tengo que ver yo con ella en esta historia y en la vida, pero ambas reconocimos que aquello había sido una quemadura química, remate a un animal ya moribundo. El doctor prosiguió a sorberse los mocos como si no hubiese apuñalado a un hombre donde más le duele, el órgano de la esperanza más blanda, y toda su proclamada bondad sangrando junto al moribundo. La esposa miró el vaso de agua y vio en él un naufragio de decencia, pero también un gesto radicalmente fútil, si al fin y al cabo todo era paliativo y quién querría placebos en lo que podía ser el fin de un mundo. Yo nunca he tenido el hueso de la compasión en el cuerpo, pero entendí que mi boca cerrada era el mayor consuelo a disposición, preferible eso a una broma de mal gusto ante un hombre que literalmente se deshacía en aguas y ahogos. Por lo mismo nadie se atrevió a contarle del cielo, que entre el Diego amado y el llorado había masticado de a poco los techos, la curiosa sensación de estar cayendo en un precipicio a la inversa igual que la estrofa de Keats; sólo después de un rato la esposa se atrevió a ponerlo en palabras de la forma más sencilla, se está cayendo el cielo dicho en un susurro benigno, como una canción de cuna. Los tres miramos por la ventana a destiempo y nos unimos a tantos otros que hacían lo mismo desde sus balcones, de seguro hilando las palabras para describir lo indescriptible, y el profesor hundiéndose en la certeza de una condena que quizá no era sólo suya, después de todo quién no es culpable de techos y mentiras y miradas al suelo, en la búsqueda inútil de una verdad que está arriba y sólo arriba, donde el profesor fue a parar como si se tratase de los adoquines, luego de preferir la ventana a nuestra indiferencia colectiva.