La ciclovía del Mapocho se transforma en un dispositivo extraño: a cada pedaleo, los recuerdos dolorosos se van desgastando como si el asfalto los lijara. La protagonista entrega escenas de amor y pérdida a cambio de memorias banales o infantiles, hasta arriesgar el recuerdo más luminoso y devastador de Sofía.
La ciclovía del Mapocho, tramo Costanera, tiene fama. No por los oficinistas en lycra que se creen Egan Bernal1, ni por los olores bíblicos que suben del río en verano. Tiene fama porque, si pedaleas con la pena correcta, te la va lijando. Te la saca como un tatuaje mal hecho, con dolor y dejando la piel sensible. Una carnicería de la memoria a domicilio. La leyenda urbana es una mierda, pero es lo único que tengo, así que aquí estoy, montada en mi pistera, que ahora mismo se siente más como un potro de tortura.
El objetivo es claro: Sofía. O, más bien, los restos de Sofía que anidan en mi cabeza como una colonia de termitas. Quiero empezar por algo simple, un recuerdo de mierda, para probar el sistema. El día que me dijo que necesitaba «espacio». Lo dijo en el living de su departamento en Lastarria, con la luz del atardecer entrando por la ventana y dándole un aire de santa laica que daban ganas de vomitar. El recuerdo tiene textura de terciado, olor a café de grano y el sonido de mi propio corazón haciendo un ruido de lavadora descompuesta.
Empiezo a pedalear. Lento. El primer kilómetro es un chiste. Pasa un tipo trotando con un golden retriever más feliz que él. Pasan los edificios de titanio de Sanhattan, mirándome con sus miles de ojos cuadrados. El recuerdo de Sofía sigue ahí, intacto, con su cara de actriz de cine arte francés. «No eres tú, soy yo». ¡Qué falta de imaginación, por Dios!
Pero entonces, pasando el puente del Arzobispo, algo cambia. La vibración del asfalto sube por el marco de la bicicleta. Zzzzzzzzz. Un zumbido que se mete por los pies y llega directo al cráneo. El recuerdo empieza a perder definición. La cara de Sofía se pixela. El color de sus ojos, ese verde traicionero, se vuelve un manchón vago. La frase, «necesito espacio», se estira, pierde vocales, se convierte en un eco idiota: ne…to…cio…o.
Bien. Funciona. Siento un alivio helado, como meter los pies en el estero El Arrayán en pleno invierno.
Pero el espacio que deja Sofía no se queda vacío. El cerebro odia el vacío. En el hueco que dejó su cara de santa, aparece otra cosa. Un recuerdo que no pedí, que no sabía que guardaba. Tengo siete años y estoy en la cocina de mi abuela en El Quisco. Huele a gas y a cochayuyo hervido. Mi abuela, con su delantal de flores, me está enseñando a desgranar arvejas. Sus manos son un mapa de venas, manchas y texturas. «Cada arveja es un secreto», me dice. No recuerdo haber recordado eso nunca. ¿Por qué ahora? ¿Qué clase de canje es este? Un trauma de primer nivel por una postal de la infancia. No parece un negocio justo.
Sigo pedaleando. Ahora con más ganas. Si esto es un trueque, quiero ofrecer algo más valioso. Voy a por un recuerdo bueno, de los que duelen de verdad. El primer beso. Parque Forestal, debajo de un jacarandá. El suelo era una alfombra de flores moradas y pegajosas. Sus labios sabían a cerveza y a la ansiedad de que todo saliera bien. Ese recuerdo es un tesoro y una maldición. Lo pongo sobre la mesa. Te lo cambio, ciclovía de mierda, por lo que sea. Acelero. El viento me pega en la cara. El zumbido se hace más intenso. El jacarandá se destiñe, el perfume se evapora, las flores moradas se vuelven grises y se las lleva el viento. Sus labios se borran. Intento recordar su sabor y solo siento el gusto metálico del smog. Misión cumplida. Me siento vacía, liviana. Horrible.
El recuerdo que llega a cambio es una basura. Una escena de la oficina, hace tres años. Mi jefe, un tipo con un bigote que parecía una oruga muerta, explicándome cómo usar la nueva impresora. Una memoria inútil, gris, con olor a tóner y a café quemado. La ciclovía se está riendo de mí. Me está estafando.
Me detengo un segundo a tomar agua. Apoyo un pie en el suelo y miro el río. Unas gaviotas pelean por un pedazo de algo. Un tipo me grita desde la otra pista: ¡Dale, campeona, que se puede! Le levanto el dedo del medio sin mirarlo.
Me queda una última ficha. El recuerdo nuclear. La vez que nos quedamos dormidas en la playa de Viña y despertamos con el amanecer. El frío, la sal en la piel y la forma en que me miró, como si yo fuera la única persona en el mundo. Ese recuerdo es el que me despierta a las tres de la mañana. Es el pilar que sostiene toda la estructura de la pena. Si lo derribo, se cae todo.
Vuelvo a la pista. Pedaleo como si me persiguieran. Cierro los ojos. La playa, el amanecer, su mirada. Lo lanzo todo al asfalto. Tómalo. Desármalo. Conviértelo en nada. El zumbido es tan fuerte que creo que la bicicleta se va a desintegrar. Siento un vértigo, una ráfaga helada desde el estómago hasta la cabeza. Como si me estuviera cayendo.
Cuando abro los ojos, el recuerdo no está. Intento buscarlo y encuentro una pared blanca. Un archivo borrado. No hay playa, no hay amanecer, no hay mirada. Solo un hueco. Esta vez, no llega nada a cambio. Nada. Solo el vacío. Un silencio perfecto y aterrador.
Llego al final del tramo, donde la ciclovía escupe a los ciclistas de vuelta al caos de la ciudad. Me bajo de la bicicleta. Me tiemblan las piernas. Me siento extraña, como si llevara ropa que no es mía. Miro a la gente pasar. Caras anónimas, historias que no conozco. Saco el celular para llamar a alguien, para contarle. Marco el número de mi mejor amiga y, por un segundo, dudo. ¿Cómo se llamaba?
Un hombre se detiene a mi lado, también en bicicleta. Me sonríe. Tiene un ojo de cada color, uno café y otro celeste.
—Buena ruta, ¿no? —me dice—. Limpia la cabeza que da gusto.
Lo miro por un instante, juro que recuerdo el olor de su cocina. Huele a gas y a cochayuyo hervido.
Cristina Vesper es artista visual y ensayista. Nació en Corral, un lugar aislado donde el territorio impone su propia poética. Su obra, tanto visual como escrita, explora la intersección entre la memoria, el horror íntimo y los paisajes del sur de Chile, geografía en la que ha vivido y en la que vivirá todos los días de su vida.
Sus intereses en la antropología y la docencia universitaria son una extensión de su arte: la primera, como forma de excavar en las ruinas simbólicas y en los relatos rotos; la segunda, como práctica para invocar nuevas preguntas.
Vesper trabaja desde la convicción de que el sur no es solo un lugar, sino un lenguaje que susurra.