Una pareja recién llegada a un barrio perfecto descubre que la limpieza de su jardín desata una plaga extraña. Entre sabores amargos, insectos invasores y alucinaciones de hambre, la casa se convierte en un organismo vivo que devora a sus habitantes. Lo doméstico se pudre en horror íntimo e inevitable.
El imbécil plantó un gomero a dos centímetros de la cuneta. Así nomás. Cada día me irrita más cualquier cosa que hace; me cuesta entender cómo se puede ser funcional con un cerebro como ese. Habla como si tuviera un acantilado en la garganta y sus decibeles de preferencia suelen sacarme de cualquier actividad que pueda estar realizando en mi casa por lo irremediablemente ineludibles.
¡Y yo que me vine a ser parte de un barrio nuevo! Perdí la cuenta de la cantidad de años que llevábamos ahorrando para conseguir la oportunidad de vivir acá, ¡y acá estamos, al fin! Me gusta pasear por las callecitas verdes y ordenadas, todas bonitas, limpias y agradables, en un sector coronado con una vista impagable de la cordillera de los Andes. Una belleza. Es un verdadero desastre que me haya tocado por vecino un ser de las profundidades.
El otro día, mientras daba una vuelta por la cuadra, me di cuenta de que había descuidado la pequeña jardinera del frente. La rutina diaria nos devora, cual Prometeo, y nos escupe al anochecer para que volvamos a rastras al hermoso hogar que conseguimos solo para dormir y comenzar el ciclo de nuevo al día siguiente. Los días se volvieron meses en un abrir y cerrar de ojos, y no noté el pequeño trozo de campo que había germinado justo fuera de nuestra puerta. Con vergüenza, noté que desentonábamos. Incluso ese gomero mal plantado, junto a dos palmeras hilachentas y escuálidas, se veía más estiloso.
No más, pensé, no más esta imagen de casa abandonada. Hoy dedicaría la tarde completa a desmalezar y recuperar la decencia de nuestro frontis. No podía ser que se hubiese desarrollado tanta vegetación sin que nos diéramos por aludidos.
Así fue como comenzó todo. Me acomodé en la calle con una bolsa de basura extragrande y fui tirando de raíz maleza por maleza. Había unas flores amarillas muy pequeñas y también unas rosadas que me hicieron dudar. Casi sentí pena de arrancarlas. En verdad no eran nada feas, pero no encajaban con la imagen que quería que proyectara nuestra casa. Era todo en pos de la estética, me dije, y seguí arrancando pequeños brotes de raíz hasta que, de pronto, vi salir huyendo cientos de bichos. Escapaban de mis manos corrosivas buscando algún verde donde ocultarse. No pude evitar imaginarles como esta familia: se habían mudado a un sector nuevo, abundante y esplendoroso donde podrían tener una mejor vida, pero, a diferencia nuestra, de repente alguien vino a destruir todo solo por «estética». Bueno, me dije con convicción, eso les pasa por elegir proyectos habitacionales construidos sin autorización, este lugar no estaba permitido. Y así arrasé con más y más hierbajos y flores.
A estas alturas no me interesaba la manera ecológica de hacer mi trabajo. No iba a dejar secar esa cantidad de fealdad justo afuera de nuestra casa, no. Se iba rápido a bolsas de basura bien gruesas, que ocultaran bien su contenido, y serían llevadas lejos de aquí a primera hora de la mañana siguiente, sí señor. Al anochecer, nuestro frontis ya era irreconocible: volvíamos a estar perfectamente alineados con el resto del barrio.
Llamó nuestra atención la gran cantidad de aves que descendieron al terreno recién limpiado para devorar los bichos expuestos. Me sobrecogió pensar que a la mayoría nos ha tocado ser quien mira las consecuencias de sus actos desde lejos, mientras otros seres son despedazados, indefensos, por sus depredadores. A veces es el mundo o nuestra familia, no hay mucha vuelta que darle.
Esa noche creí que dormiríamos como troncos por el cansancio y la satisfacción de un trabajo bien hecho, pero comenzó el ruido. Ese palpitar de las paredes, tan característico del ridículo equipo de sonido de mi vecino, comenzó a incomodarnos cada vez más. ¿Cómo no se va a poder dormir en paz un martes en la noche? Y no sé qué tecnología estaría empleando, pensé, pero pronto se sintió el latir de las baldosas, y podría jurar que hasta la cama comenzó a moverse. ¿Quizás sería un temblor?
Si hay algo que no me importa, como a casi cualquiera que haya nacido en Chile, son los temblores, ¿pero uno tan largo? Comencé a dudar si acaso vendría un terremoto. Aunque en la oscuridad no podía distinguirse bien: la lámpara del dormitorio también se balanceaba, así como el televisor, e incluso las cortinas parecían oscilar suavemente en sus rieles. Sin duda era un temblor.
Habrá que levantarse, pensé, y fui a buscar la linterna de emergencia por si acaso. Si había algo que me incomodaba eran los cortes de luz. Una verdadera mierda.
Todavía no sé cómo explicar la sensación que tuve al buscar el interruptor de la luz. Mi dedo se hundió en algo que parecía un montón de semillas. La repulsión fue instantánea, tal como mi reflejo de alejar la mano, mientras la luz empujó a la oscuridad, que huyó veloz arrastrándose como una masa viva, escapando de la ampolleta lo más rápido posible. Miré el interruptor y estaba igual que siempre. Habían cesado el temblor y el ruido crujiente de los muebles. Me levanté, dejé el kit de emergencia sobre mi velador por si acaso y desestimé todo lo demás. El sueño nos dominaba. Sin nada interrumpiendo el silencio de la noche, aprovechamos de dormirnos antes de que sonara el despertador.
A la mañana siguiente, el cansancio se hizo presente y, en un intento de armar un desayuno rápido, decidí servirnos un par de pocillos con cereal para zamparlos mientras terminábamos de prepararnos. El sabor era diferente: la textura parecía más disgregada, el sonido crujió distinto y podría jurar que se sintió algo viscoso, pero no había tiempo de revisar la fecha de caducidad en la caja.
Sentí un malestar extraño todo el día, un sabor amargo en mi boca que no se iba con nada y volvía con distintas intensidades de forma aleatoria. Las pastillas de menta no eran suficientes. Tampoco el café. Solo atiné a culpar el cereal y estuve todo el día deseando volver a la casa exclusivamente para tirarlo a la basura. A ratos, el amargor era tan intenso que me tensaba la garganta.
Tú tampoco tuviste un día muy cómodo, me pareció, pero me lo negaste. Quise lanzar la caja de cereal a la basura, pero ya no se veía en la cocina; al parecer te habías hecho cargo de ella. Abrí el refrigerador y todo su contenido me produjo náuseas, así que evité comer algo. Al hacer el recorrido de cerrar cortinas y ventanas, me quedé mirando un rato hacia la calle. Sentí que había más pájaros que antes, muchísimos más, posados en los cables frente a la casa, vigilando. Seguramente aún quedaban muchos manjares secretos en nuestro jardín, aunque por un momento creí que era a mí a quien miraban, directo a los ojos. La sola idea me dio escalofríos; hice un chasquido con la lengua y noté que mi boca al fin ya no estaba amarga, pero el cansancio era mayor que cualquier intención de alimentarme.
Cuando estaba a punto de irme a la cama noté un hilo de hormigas caminando por los rincones. Se dirigían al dormitorio. ¡Qué molestia!, pensé, pero como no manejábamos comida ahí, decidí aguantarme las ganas y me propuse poner insecticida antes de irme al trabajo, por la mañana. No me iba a desvelar por algo como eso, no; además, el agotamiento ya era insoportable. Tú ya dormías plácidamente, aunque no eran ni las diez y yo recién acababa de cerrar todo con llave. Me dejé caer a tu lado y me dormí en segundos. No me saqué ni los zapatos. Soñé que las paredes de la casa se expandían y se contraían, como si respirara y yo estuviera en su estómago.
Al despertar ya te habías ido. Había un bol vacío en tu lado de la cama. Creí que habrías botado el cereal, pero parece que decidiste darle otra oportunidad. No le di demasiadas vueltas, ni al cereal ni al hecho de que no me despertaste: ya se me había hecho demasiado tarde y debía correr para llegar al trabajo. No había tiempo de andar pensando de más.
El extraño malestar de nuevo se hizo presente tan pronto llegué a mi oficina. Un cosquilleo aleatorio por distintas partes del cuerpo decidió debutar en ese instante. A veces parecía calambre, a veces picazón. En una oportunidad, en el baño, me quedé mirando un rato frente al espejo hasta que me pareció detectar algo que salía de mi oreja izquierda, pero, tan pronto acerqué la mano, se desvaneció. También tuve la impresión de que salía algo de mi nariz, como un alambre, pero no alcancé a jalarlo. Me lavé la cara de nuevo a ver si espabilaba. Nuevamente no me servían ni las mentas ni el café. El amargor de mi boca se estaba haciendo cada vez más denso. Te envié un mensaje para saber cómo estabas y volví a mis asuntos de oficina, aunque la jornada se me hizo más larga que nunca: el amargor no me dejó comer nada, cualquier cosa en mi boca adquiría un sabor intragable y la comezón me hacía arrancar cada tanto hacia la escalera de emergencia para poder atenderla con propiedad. Además, no me respondiste nada en todo el día. Un asco de jornada.
Al llegar a la casa contuve una mueca de disgusto. La entrada estaba llena de cucarachas, qué vergüenza. Eran demasiadas como para pisarlas con los zapatos de trabajo, así que entré rápido a cambiarme con la intención de encargarme de ellas, pero me distraje al verte. Estabas boca abajo sobre la cama y me dijiste que te dolía demasiado la espalda. Me acerqué a examinar tu torso desnudo y vi que tenía una extraña protuberancia oscura, no mayor a un poroto. Tu piel delgada dejaba ver algo similar a una mosca incrustada por error en un cuerpo vivo. La apreté hasta retirarla de tu espalda, pero estaba muerta. Seguramente la maté al intentar sacarla, tampoco es que me importara. Me hiciste prometer que jamás lo contaría a nadie y te volteaste a comer cereal directamente de la caja. Jamás te había visto hacer eso, me causó gracia y saqué un puñado también. No sentí más amargor en la boca y me sentí mucho mejor. Más encima, mañana era viernes, al fin podría descansar en paz. Me alivió que hubieses conservado la caja.
Nos dormimos casi instantáneamente, aunque me pareció oír moscas y zancudos zumbando alrededor, y pese a que recordé a último minuto las cucarachas olvidadas, por el cansancio, nada interrumpió el bien merecido sueño.
A la mañana siguiente salimos corriendo de nuevo. Frente a la casa se había doblado la cantidad de aves. Me propuse que dedicaría el sábado a revisar y limpiar el jardín con calma, quizás haría falta una fumigación.
Ahora que la boca amarga era parte de mi vida diaria y, asumiendo el coste de no poder comer nada hasta llegar a la casa, decidí no hacerme más mala sangre y agendar una ida al dentista después del trabajo, quizás necesitaba un chequeo.
La hora de almuerzo se hacía eterna e incómoda, y decidí ir al baño a perder el tiempo. Abrí grande mi boca frente al espejo y me pareció que había cosas negras asomadas al final de las muelas. Me causó repulsión. Intenté alcanzar aquello, pero parecía esconderse cuando estiraba los dedos; insistí hasta que noté que me dolía una muela al tocarla. ¿Alguna vez te has presionado fuerte una muela doliente? Genera un alivio extraño. Decidí hacer eso por un rato, hasta que súbitamente se desprendió y dejó expuesto un hoyo oscuro en mi encía. Sí, confirmé, hora de pedir una consulta. La muela parecía hueca, como si fuese una funda de algo más. La guardé en mi bolsillo para mostrársela a mi dentista; seguramente le interesaría. Me miré un par de veces más al espejo y me pareció ver que tenía las pestañas más pobladas que antes. Hasta parecía que se movieran un poco. El cansancio, la picazón, el sabor amargo, el hambre, al fin todo me tenía al borde del colapso. Demasiada incomodidad sostenida, pero ya pronto lo solucionaría, me repetía una y otra vez. Tan solo unas horas más. Faltaba poco.
Intenté concentrarme en mi aburrida jornada y resistir hasta la hora de salida, aunque me la pasé escabulléndome por los rincones rascándome todo el cuerpo.
Curiosamente, y como todos los días, cuando llegué al umbral de nuestro hogar el malestar desapareció por completo e incluso se me antojó comer más cereal. Todos mis pensamientos se desvanecieron al ver la cantidad de palomas, cuervos, gorriones y qué sé yo qué más serían todos, apostados sobre el tejado montando guardia. Podría jurar que me examinaban. Seguían cada uno de mis movimientos con la mirada. El contacto visual duró largos minutos hasta que sentí escalofríos y decidí bajar la vista y clavarla en la puerta de entrada. Mi nuevo plan consistía en caminar lo más rápido posible a la casa y contactar algún fumigador de… ¿aves? Ya pensaría con calma una vez dentro. No alcancé a dar más de dos pasos cuando sentí que el cuerpo entero me temblaba y me costaba trabajo extra moverlo en la dirección deseada. Cada paso crujía como si estuviese aplastando infinidades de cucarachas, pero no quise mirar. No quería ni imaginar cómo me estaban quedando los zapatos de trabajo.
El alivio que sentí al entrar a la casa fue indescriptible, me urgía matar el hambre con cereal, pero ya no quedaba. La caja estaba tirada sobre la cama, vacía, y, aprovechando un leve espacio de curiosidad, decidí comprobar si la fecha estaba bien. Lo estaba. La luz se había ido rapidísimo, ¿o acaso el tiempo estaba avanzando diferente? Lo cierto es que, de pronto, ya no podía ver nada, solo una espesa oscuridad viva que se había adueñado de las paredes. No me importó y me lancé a la cocina con las tripas rugiendo. Fui a morder una manzana y la lengua se me puso áspera. La dejé a un lado e intenté comer queso. Fue peor. Ni la fruta ni los jugos, no había nada en toda la casa que pudiera comer. El refrigerador estaba lleno de comida inútil; comencé a lanzarla al suelo de pura impotencia. ¡Tanto alimento incomible acumulado! Grité hasta rasgarme la garganta. Ni las despensas, ni las especias, nada servía, todo me molestaba, tenía hambre y nada la saciaba. Me eché café en polvo para amortiguar el mal gusto, azúcar, sal, intenté en vano hacer todo tipo de mezclas directamente en mi boca, pero todo me repugnaba, todo me parecía absolutamente intragable, asqueroso.
Me desesperé al sentir nuevamente la picazón y un temblor constante en mis piernas y brazos, pero me calmé al concluir que quizás tenía fiebre. Decidí dejarme caer en la cama y, solo por un instante, recordé mis crujientes zapatos, llenos de repugnantes cadáveres de insectos. Estaban tocando la cama, pero qué más daba ya, todo se podía lavar. Intenté dormirme, pero el hambre me despertaba a cada minuto, o la comezón, o los temblores, o una extraña sensación en los huecos de mi encía. Otras dos piezas dentales se habían caído. Pero, de todo eso, el hambre. Era el hambre lo que me estaba enloqueciendo. No podía evitarlo, no quería otra cosa, quería cereal. Te comiste todo, todo, y no pensaste en mí. Sentí deseos de golpearte. Estiré el brazo para tocar tu rostro y, finalmente, los sentí. La superficie de tu cara estaba llena de porosidades prominentes. No reaccionabas a mi tacto. En la oscuridad no se podía apreciar bien, pero algo me decía que era mejor mantener la luz apagada. No sé por qué quise rascar uno de aquellos gránulos, suave primero, más fuerte después. No despertabas. Pronto logré escarbar a través de tu piel y liberar su contenido. No me preguntes por qué, pero me lo tragué. Era exactamente el sabor que esperaba. Me recordaba al cereal. Alargué el brazo en busca de más. Palpé, localicé, rasqué, extraje y devoré, una y otra vez. Una y otra vez. No podía parar ahora. Comencé a pasar mi lengua por cada agujero que iba quedando sobre tu piel, delicioso. Quería tragarme todos esos granos en tu cuerpo, todos y cada uno. Crujientes, jugosos, babosos.
En algún momento me di cuenta de que estaba empezando un temblor, como hace dos noches atrás. Ya no hacía falta el kit de emergencia; me bastaba con palpar tu piel para saber dónde encontrar esos pequeños bocadillos. Estaban por todo tu cuerpo, y no despertabas. No despertabas. Pero tu temperatura seguía tibia, manteniendo mi comida caliente, así que supuse que solo dormías por tamaño esfuerzo. Por mi parte, el hambre no me abandonaba: quería más, necesitaba más, pero ya no encontraba granitos, solo pequeños cráteres perfectos, dejando tu carne al descubierto. Volví a lamer y relamer por si quedaba algo. Seguías sin despertar. El crujir de los muebles no era nada comparado al zumbido en mis oídos. El aire se sentía pesado. Estaba lleno de moscas que no sé de dónde venían, pero te cobijaban. Parecías un nuevo proyecto habitacional.
Quizás fuera un instante de lucidez o curiosidad, pero decidí encender la luz y, tan pronto me levanté de la cama, comencé a sentir un prurito insoportable. Era una picazón tal que no podía esperar, tenía que ser atendida de inmediato, y, al rascarme, fui descubriendo que mi cuerpo estaba lleno de protuberancias. Algunas eran como las tuyas, así que aproveché de rascarlas para liberar su delicioso contenido y disfrutarlo; pero otras eran muy distintas: tenían formas curvilíneas. Como serpientes muy pequeñas, delgadas. Ardían. Dolían. Enloquecían. Mientras unos me hacían gritar de dolor, otros me hacían gritar de placer cuando los tragaba. Mis uñas hurgaban mi carne, cada vez más desesperadas, con menos cuidado. Quizás comencé a sangrar.
No, no podía seguir así. En un punto, la balanza se inclinó y el dolor me sacó del trance del hambre. Encendí la luz, al fin, pero la oscuridad ya no se espantaba por esta. Ya era demasiado tarde. Tu rostro no estaba. O quizás todavía estuviera debajo de una cantidad indescifrable de moscas, gusanos, escarabajos; de todo, ¡de todo! Lo mismo que vimos en el patio, lo mismo y más. Mucho más. Hileras de huevos recorrían lo que quizás habría sido tu frente. Una corona. Ya no se distinguían ni los muebles. Mi visión no funcionaba bien, el dolor era insoportable y la comezón también. Mi cuerpo sudaba, se movía por voluntad propia, mi cabeza no me entendía, ¿qué estaba pasando? Picazón, hambre, dolor; picazón, hambre, dolor. Podía ver cómo rápidamente nuestra casa estaba siendo habitada por cientos de miles de millones de bichos. Pronto las aves comenzaron a entrar, a tropeles: quizás rompieran una ventana o quizás hubieran echado abajo la puerta, ¿cómo saberlo? Millones de cosas me salían de las orejas. Me quise retirar lo que fuera que tenía en mi ojo y no me dejaba ver, pero no se podía: mi ojo era suyo. Se metían, se metían por todos lados: se metían en ti, se metían en mí, se metían en nuestra casa.
Nuestro hogar, nuestro barrio. No era nuestro: era suyo. Suyo. De todos, menos nuestro, como quizás siempre lo fue.
Angelisa Raco
Se define como una señora ermitaña y amante de los gatos, un cliché más de la fauna urbana. No escribe por gusto, sino por necesidad, y encuentra consuelo en quienes valoran sus palabras. Para ella, la escritura es complicidad y salvación compartida, un entendimiento raro en la vida cotidiana.