En una Londres victoriana envuelta en bruma y leyendas, Lady Penélope Plantagenet, célebre cazadora de dragones, y Belinda Baskerville, una bibliotecaria erudita y enigmática, se embarcan en una peligrosa misión tras descubrir un códice prohibido. Guiadas por rumores y antiguos mitos, viajan a Rumania para enfrentar a Betsé, un dragón ancestral que ha despertado tras siglos de letargo.
En una Londres envuelta en niebla y misterio, donde los carruajes retumbaban sobre el empedrado y las lámparas de gas proyectaban sombras inciertas, dos mujeres destinadas a la grandeza se encontrarían en una noche templada de junio.
Una de ellas era Lady Penélope Plantagenet, la llamada Princesa Apagadragones, cuya fama recorría Europa como un susurro de leyenda. Nacida en la nobleza británica, pero criada entre flamas y acero, su destreza para someter a las bestias de fuego había hecho que reyes y emperadores buscaran su favor. Con su espada encantada, Exos, había extinguido el aliento ardiente de incontables dragones, incluso del temible Bolbazar de Mazuria, asegurando la paz allí donde otros solo encontraban destrucción. Sin embargo, su corazón ardía por algo más que la caza de las fieras, algo así como un propósito superior, un legado que trascendiera su título y hazañas heroicas.
La otra era Belinda Baskerville, una humilde bibliotecaria del distrito de Lambeth, pero proveniente de un pueblo del condado de Cork, en Irlanda. De rasgos delicados y mirada esquiva, Belinda evitaba la atención con la destreza de quien no quiere ser vista. Sus gafas redondas descansaban sobre su nariz como una barrera entre ella y el mundo, pero aquellos pocos que se atrevían a sostener su mirada descubrían en ella un fulgor cautivante, como si las historias contenidas en los libros que custodiaba hubieran cobrado vida en sus ojos. Era estudiosa, meticulosa y poseía un conocimiento que trascendía su tiempo, algo que pronto captaría el interés de la Princesa Apagadragones.
Belinda había crecido en un hogar de trabajadores; su padre era herrero y su madre, lavandera en una de las factorías victorianas propiedad de la Beneficencia de la ciudad, en donde también trabajaban sus seis hermanos mayores. Ella fue, con las justas, unos años a la escuela, porque una tía monja la recogió en el convento, y su madre, ella misma analfabeta, le daba cualquier escrito que quedaba entre la ropa y sábanas de la lavandería por su gran afición a leer y escribir.
Así fue como Belinda comenzó a leer desde muy pequeña y se interesó por las historias mitológicas y fantásticas. Uno de los libros que su madre encontró en uno de los bolsillos de los abrigos que las familias de los difuntos donaban a la caridad, para luego ser vendidos, fue Cómo cazar dragones, en una edición con tapa de piel.
El universo quiso que el destino de ambas se cruzase en la Bibliotheca Britannica, donde un códice antiguo, cubierto de polvo y sellado con runas prohibidas, cayó en manos de Belinda mientras reemplazaba a un colega que había regresado del Caribe con las bubas y estaría muchos meses en cama. Un mendigo misterioso se acercó a la biblioteca y dijo que quería vender un libro porque necesitaba dinero para comer. Belinda lo vio y le dijo que el libro podría valer mucho dinero y debería ofrecerlo a un museo o monasterio.
El mendigo le respondió, casi con un acertijo, diciendo que preferiría vendérselo a ella, que haría mejor uso de él, o, en todo caso, una pseudodonación a la biblioteca. Belinda le dio un fárting, porque él no quiso aceptar un penique, que hubiera significado para ella no comer durante una semana.
El libro contenía los secretos de una hermandad olvidada, un grupo de eruditos y guerreros que, siglos atrás, habían trabajado en conjunto para erradicar una amenaza peor que los dragones: el retorno del Dragón Tiamán, cuyo fuego podía consumir no solo ciudades, sino la realidad misma.
Penélope, al enterarse de la existencia del códice por alguien a su servicio, buscó a la bibliotecaria Belinda. Lo que encontró en ella no fue solo una guardiana del conocimiento, sino una mente brillante, capaz de interpretar los textos más enigmáticos y descubrir los secretos enterrados en sus páginas. Belinda, por su parte, vio en la Princesa a la heroína de muchas leyendas, pero también a una mujer abrumada por el peso de su propio mito. Entre ellas nació una alianza insólita, una combinación de fuerza y sabiduría, tanto de espada como de pluma.
Con el códice en sus manos y el destino de Londres pendiendo de un hilo, ambas emprendieron un viaje en las sombras, enfrentando sociedades secretas, inquisidores de lo arcano y criaturas que desafiaban la razón. Unidas por un bien común, la bibliotecaria de mirada esquiva y la Princesa Apagadragones descubrirían que, en la lucha contra la oscuridad, el verdadero poder no siempre reside en la fuerza o el conocimiento, sino en la unión de ambas. Pero una aventura aparecería sin llamarlas.
Saliendo de la Estación Victoria con el Expreso de Oriente, Belinda, Lady Penélope y su fiel perro Micos llegaron de noche, en medio de las tinieblas, a Pitești y subieron a un carruaje que las llevaría a una pensión. El lugar era muy inhóspito e, inmediatamente, Lady Penélope sintió un olor a fuego y carbón quemado, y supo que un dragón había estado cerca y echado fuego en uno de los bosques cercanos. Unos pasajeros del tren ya le habían adelantado que escucharon que esa comarca era el territorio de un feroz dragón.
Ambas se alojaron en la Pensión del Águila Negra, donde les sirvieron inmediatamente un borsch caliente para contrarrestar el frío que habían sufrido durante el viaje de varios días. Los baúles que habían llevado causaron curiosidad entre los comensales, y el mesonero se les acercó y, como cazador viejo, se dio cuenta de por qué dos tan distinguidas damas habían venido a Pitești, y comenzó inmediatamente a contarles la historia.
—El dragón Betsé ha estado dormido por cientos de años, pero este verano fue muy caluroso y bastaba que un tonto dejara un frasco de vidrio en el bosque para que se desatase un incendio en cualquier lugar. El sol fue abrasador y no han sido pocos los incendios que hemos tenido que amatar con la ayuda de los habitantes de los pueblos vecinos. La leyenda cuenta que, al tercer fuego, el olor a flamas y a chamuscado despierta a los dragones de sus madrigueras, en este caso, la Fortaleza Secreta.
Betsé había estado aletargado desde hace mucho, y solo conocíamos los mitos por las historias que nos contaban nuestros abuelos. Ahora es una realidad, y el monstruo azota, cada luna llena, los pueblos de las comarcas vecinas. Ni los sacrificios de animales, ni las llamas perennes, ni las ofrendas lo calman. Además, debo decir que su verdadero nombre, como lo llamaron nuestros ancestros, es Betsé Scuipăfoc, el Escupefuego. Cuenta también la leyenda que quien lo confinó a su madriguera fue Swarta Sarah, o Sara la Negra, una vikinga de piel, cabellos y ojos negros que vino con una espada forjada por el mismo Odín y lo hirió de tal manera que tuvo que entrar en un letargo de centurias para curar sus heridas. Y esos tres siglos parece que se cumplieron en el solsticio de verano. Tengo confianza en que ustedes podrán meterlo de nuevo en su nido, y nuestra provincia tendrá descanso por otros trescientos años más.
Dicho esto, les hizo un guiño y les sirvió unas beri de la región, que ambas mujeres bebieron de un solo golpe porque estaban muy sedientas, y la plática con el mesonero les había secado la garganta.
Cuando levantaron la mano para poner el jarro en la bandeja, un hombre de la mesa contigua vio el anillo que Belinda tenía en el dedo anular e inmediatamente profirió un insulto y escupió al suelo. Los demás comenzaron a hablar en sajón, y la conversación se hizo más acalorada. El mesonero se acercó y les dijo que sería mejor que subieran a sus habitaciones, porque los ánimos estaban un poco caldeados a causa del anillo.
Belinda le relató que ese anillo le había pertenecido a su padre y a su familia desde hacía muchas generaciones. Ella era descendiente de Vlad el Empalador, muy mal llamado Conde Dracul. Sus ancestros también habían matado dragones, pero también hombres, porque no distinguían nada cuando entraban en trance y liquidaban todo lo que se pusiera a su paso entre ellos y las criaturas en busca de sangre.
Acordaron ir a Bran en la primera luna llena, en donde Belinda aún tenía familia lejana, que saldría en tres días. Mientras tanto, se ejercitarían en la batalla. A los tres días, el mesonero y sus ayudantes cargaron los caballos para que las dos damas pudieran salir. Montaron como verdaderas amazonas, cargadas de todas sus armas: la espada Exet, los mandobles, las ballestas, los arcos y flechas. Los caballos estaban tranquilos, pero, cuando comenzó a anochecer, se empezaron a poner nerviosos.
En esa fría noche de invierno, Belinda y Lady Penélope llegaron a Bran, envueltas en gruesos trajes de lana y con sus armas ocultas bajo las capas. Habían oído rumores de que la bestia que asolaba el pueblo era un dragón negro cuyas llamas consumían cosechas y cuyos rugidos hacían temblar hasta las montañas de los Cárpatos, y que tenía la madriguera en una montaña sagrada que nadie se atrevía a escalar, a tan solo unas leguas del pueblo.
Las valientes aventureras cruzaron el bosque envuelto en neblina, guiadas por las historias y cuentos de los aldeanos aterrorizados. Llegaron a la cima del monte y vieron las ruinas de la antigua fortaleza donde, según los relatos, el dragón dormía sobre un lecho de huesos y tesoros robados. Micos, el astuto dálmata que acompañaba a Lady Penélope en sus viajes, olfateó el aire y gruñó con desconfianza.
—Está cerca —susurró Belinda, desenfundando la espada de hoja de plata.
En eso vieron que en el nido había dos huevos relucientes que brillaban con la luz de la luna llena.
—Por eso es tan agresiva. Protege sus huevos.
De pronto, un rugido estremeció la tierra. De las sombras emergió la criatura: un dragón de escamas negras como la noche, con ojos rojos como brasas ardientes. Su aliento sulfuroso convirtió la nieve en vapor y su cola azotó las piedras del castillo en ruinas. Se abalanzó sobre ellas creyendo que las cazadoras estaban en pos de sus huevos, que según las fábulas tenían propiedades mágicas.
Lady Penélope, con la calma de una cazadora experta, cargó su ballesta con una saeta encantada. Apuntó con precisión y disparó directo al ala derecha del monstruo. El proyectil se clavó con fuerza y el dragón rugió de furia, lanzando una llamarada en su dirección. Belinda rodó ágilmente y se lanzó contra la criatura, clavándole su espada en el flanco.
El dragón aulló de dolor, pero no cayó. Su cola golpeó el suelo, creando una grieta en la tierra. Belinda y Penélope apenas lograron saltar a tiempo.
—¡Solo hay una forma de acabar con él! —gritó Belinda, mirando a su compañera.
Lady Penélope asintió y juntas trazaron su último ataque. Mientras la bestia se preparaba para lanzar otra llamarada, Belinda corrió por las ruinas y escaló los restos de una torre derrumbada. Con un salto mortal, aterrizó sobre la espalda del dragón y hundió su espada en el cogote. Sin embargo, las dos mujeres vieron que el dragón las miraba a los ojos y trataba de decirles algo mientras entraba en agonía. Ellas comprendieron que era una súplica: se tendrían que encargar de los huevos y de sus vástagos.
Betsé rugió una última vez antes de desplomarse sobre el suelo y cerrar los ojos. La tierra tembló y la noche quedó en silencio. Lady Penélope y Belinda no sabían a ciencia cierta si había muerto o hibernaría por otros trescientos años.
El pueblo de Bran celebró a sus heroínas con festines y bailes. Las llamarían “Las Cazadoras de Dragones”, o Ucigătorii de dragoni en rumano, y su leyenda se contaría por generaciones. Pero Belinda y Lady Penélope sabían que aún quedaban muchos monstruos acechando el mundo, y sus aventuras estaban lejos de terminar.
Luego de las fiestas, y sin que los demás del pueblo se dieran cuenta, fueron a la madriguera de los dragones antes de irse y cogieron los dos huevos, que metieron en sus baúles. Ahora tendrían que ocuparse de cuidar a las crías de su ahora extinto enemigo.
Pedro Muñoz Gerdau es un autor peruano-alemán que vive entre Barcelona y Berlín. Nació en Lima, Perú, y cursó estudios de Lengua y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, así como de Filología Española y Alemana en la Universidad Libre de Berlín.
Ha sido distinguido en diversos certámenes literarios: obtuvo el primer lugar en el Concurso de Cuentos de la Fundación ANADE (Madrid, 2024) por El último dálmata y en el Concurso Simurg del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid, 2024) por El ojo celeste, además del tercer lugar en el Concurso Kanaya (Valladolid, 2025) con Chicharrones.
Entre sus publicaciones destacan el cuento Tintura roja en la antología infantil de Simurg (Madrid, 2024), Vacaciones en Berlín en Miradas, una antología de autores hispanos en Berlín (2018), y la novela juvenil Las aventuras de Rodrigo de Estella (Achurra, Barcelona, 2014).
Interesante, una mujer héroe.
Una heroína valiente. Sería interesante saber qué hacen las dos con los huevos.