Nº 34 | Narrativa | Fantasía | 5967 palabras | V. Francisco | España

Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio.
Julio Cortázar, Axolotl.

Cuenta la leyenda que el universo se creó al principio de la Quinta Era, cuando todavía no existía nada: ni tiempo, ni astros, nada. Los dioses, reunidos en Teotihuacan, decidieron crear un fuego, el Teoxtecalli. Este ardió durante cuatro noches, y mediante el sacrificio de los dioses Nanahuatzin y Tecuciztécatl se crearon, por fin, el sol y la luna.

Los dioses se arrojaron al fuego, entregando su vida, y así nacieron los astros. Pero el resto de los dioses ahí reunidos vieron que estos no se movían, y comprendieron que era necesario el sacrificio de todos ellos para dar movimiento al cosmos. Todos aceptaron, menos Xólotl, hermano gemelo de Quetzalcóatl, quien le temía a la muerte, así que decidió huir, aprovechando su capacidad de transformarse.

Los dioses, enfurecidos, enviaron al viento para que le diera caza y lo devolviera a la hoguera. Xólotl se transformó en un maíz doble, en un maguey de dos cabezas, en un perro xoloitzcuintle, pero el viento seguía encontrándolo. De este modo, presa de la desesperación, se arrojó al lago y se convirtió, finalmente, en un ajolote. Y es así como nacieron los ajolotes: gracias a un dios que no estaba preparado para el sacrificio.

No puedo dejar de mirar. Rggg… Anillos estriando rítmicamente la carne marrón y rosácea, hipnóticos… contrayéndose y relajándose en un movimiento perpetuo. Anillos amoldándose, descomplicada y pausadamente, al contorno de su boca. Esa boca… quién fuera esa boca. Tersísima, profunda, húmeda. Los anillos del cuerpo penetrando en ella, en la boca, como si se tratara de un agujero prohibido que devuelve la carne a la matriz. La boca los aprieta, no los quiere dejar escapar, los quiere para ella. Ella toda. Ella boca. La boca pareciera salivar, pero no puede ser. Ninguna gota de saliva lubricará la comisura de esa boca mientras aprieta la carne contra sí, mientras succiona lo insuccionable. Ninguna gota de saliva reblandecerá la suave textura de la carne marrón y rosácea, porque los peces no tienen saliva.

El pez leopardo prosigue almorzando la lombriz, engullendo su cuerpo marrón y rosáceo, mientras el hombre con traje le mira fijamente desde el otro lado del cristal, desde fuera del acuario. Yo los miro a ambos. Rggg.

—Me encanta verlos comer. Es tan animal… se apodera de ellos un frenesí devorador… es espectacular.

El hombre regresa a su asiento en el sofá de cuero beige. Apoya su mano sobre la rodilla de ella. Ella responde con un pequeño espasmo; no se lo esperaba, no esperaba un contacto tan osado, si a fin de cuentas le conoce desde hace menos de una hora y acaban de llegar a su casa.

“Mi casa queda aquí al lado”, él dijo. “Te invito a un gin-tonic, estaremos más cómodos. Tranquila, que no va a pasar nada que tú no quieras. Confía en mí”.

Y ella quiso creer.

Cuando estaba transformado en perro xoloitzcuintlegrrr— tuve una dueña. Una chamana argentina que rezaba el rosario y leía los posos del té. Ella decía que la frase “tranquila, no va a pasar nada que tú no quieras” es de violador.
“¡Obvio que no va a pasar nada que yo no quiera! ¡¿Qué te creés, forro?! ¿Qué forma de conquistarme es decirme que me tranquilice, que no me vas a violar? ¿Te digo yo: ‘tranquilo, puedes confiar en mí, no pienso sedarte y cortarte la verga mientras duermes’? ¿Te digo yo eso? ¡Pelotudo!”

La chamana era todo un carácter —rggg— pero razón no le faltaba.

Ella y él, aquí sentados, se conocieron a la salida del teatro. Me lo imagino perfectamente —grrr—. Seguro que alguien preguntó: “¿Qué es lo que más os ha gustado?”
“Bueno… no sé… yo de esto no entiendo mucho, pero creo que lo que más me ha gust…”
“Yo creo que la influencia chejoviana es patente y brillaría más si la interpretación no fuera tan precariamente orgánica.”

Seguro que él sonrió al terminar esa frase. Entonces ella entorna los ojos, evitando chocarlos con los de él. Sus ojos brillan y la miran directo. Alguien dice: “Vamos a tomar algo. ¿Os unís?” Él acerca su boca al cuello de ella.
—Solo voy si vas tú.
Ella se ruboriza. Rggg.

Así es como ella acaba en su casa, que es mía también —rggg. Es mía porque la habito desde que me trajo aquí hace unas pocas semanas. Antes yo vivía en un lago. Cada vez se hace más difícil vivir en libertad, otros ajolotes me han contado. La lacra humana no para de contaminar nuestras aguas, de comprar peces exóticos que valen una fortuna y deshacerse de ellos por el retrete: especies para las que no estamos preparados; que nos cazan, nos diezman, alteran el orden.

También nos cazan los humanos —rggg—. Nos sacan de nuestro hogar, en el que hemos vivido por cientos de miles de años, para exhibirnos como un trofeo. Este snob de mierda dice que soy una pieza de coleccionista —rggg—, que soy un monstruo increíble, que mis branquias peludas y rosáceas son hermosas, y que soy mucho más caro desde que estoy en peligro de extinción.

También le he oído decir que para la inauguración piensa arrancarme un trocito del cuerpo viscoso. Que con un bisturí acariciará mi carne blanquecina hasta que llore sangre, hasta remover un trozo de mi carne palpitante para que todos vean cómo me regenero. E incluso, quizás, se la coman. Quizás introduzcan en sus bocas mi trozo de carne palpitante, sanguinolento, caliente, porque puede que tenga poderes mágicos…

Este hombre es un necio. Si tan solo pudiera quedarme un minuto a solas con él, yo… yo… le haría pagar. Sí… le haría pagar. Rggg.

—…en bolsa. Es una gran corporación de telecomunicaciones, por eso viajo tanto y he visitado tantas veces tu país. Soy un gran aficionado al pulque —sonríe para sí mismo. Rggg. Mismidad todo él—. Mira ese maguey. Es enorme, ¿verdad? El que decora la esquina del salón. Lo traje directo del Yucatán. Lo arranqué de la tierra yo mismo con mis manos. No pensaba que lo iba a conseguir. Fue… fue precioso descubrir las extensas raíces de esa planta, escondidas. Por un minuto me sentí como Hernán Cortés descubriendo El Dorado —le guiña un ojo—. Pero cuéntame tú, casi no has hablado.

—¿Sabes que El Dorado no se descubrió nunca, no?

Él hace una mueca y ella cambia de tema.

—¡Pero qué hermoso el maguey! ¿Será que me puedo llevar un esqueje?
Ella extiende su mano en dirección al maguey.

—No, es mío. No lo toques —ríe falsamente mientras le da un golpe seco en la mano—. Pero a lo que íbamos… tú, cuéntame de ti, de tu país, etcétera.

—Bueno, el país de mis padres… yo… yo nací aquí…

—Ya me entiendes —ríe forzadamente—. No lo arruines. Venga, cuéntame tú: ¿qué haces?, ¿a qué te dedicas?, ¿cómo te ganas la vida?

Se recoloca en el sitio, contento, con una sonrisita pícara. Rggg.

—Yo… poca cosa que contar… Trabajo en un supermercado, de cajera, de reponedora o de lo que haya que hacer, ya sabes… —ríe nerviosa—. Y en mis ratos libres me encanta ir al mont…

Él interrumpe, como siempre.

—¿Y fue ahí donde te hiciste lo de la mano? ¿En un accidente de montaña? He oído historias de montañeros a los que les amputan los dedos por congelación. Justo como los tienes tú.

Acerca su cuerpo al cuerpo de ella, situando sus caras muy cercanas, sus bocas muy próximas.

—¿Esto?

Ella inclina la mirada hacia su mano. Rggg. Avergonzada, le faltan dos falanges en el anular e índice.

—Fue un accidente, sí, pero no en la montaña. De pequeña me cayó un quinqué encendido encima, en casa de mi abuela.

Alza la vista y le mira muy, muy cerca, con unos ojos abiertísimos.

—La verdad, me trae muchos recuerdos desagradables hablar de esto. Yo solo tenía cinco años, y recuerdo el dolor y el olor de mi piel quemada. Tuvieron que amput…

Él introduce su dedo pulgar en la boca de ella, al tiempo que contempla su cara como si fuera una preciada obra de arte —rggg—, con cara de gilipollas extasiado. Ella piensa que él la ve. Lo piensa de verdad. Ella deja de hablar.

Horas pasan. Gotas de agua condensadas dibujan surcos en el cristal hasta fundirse con el todo. Rggg.
En el todo, otra boca. Mucha boca.
Esa boca, rosácea, curvilínea, cavernosa… muscularmente tensa, succionando al sístole y diástole sin fin del pulmón cristalino en que se ha convertido su mundo.
Esa boca, mucha boca, aferrada al vidrio, succiona mecánicamente las diminutas partículas de algas de su todo.
Y desde esa boca, pegado a esa boca, el pleco leopardo les mira desde dentro del acuario. Rggg.

Estas especies tropicales están protegidas, pero las cultivan propiamente para exportación de lujo. Luego, los cuidados del acuario —que son muchos—: cultivo yo mismo las algas para mantener el equilibrio del ecosistema. Como ves, el acuario tiene dos metros de ancho. ¡Es mi pequeño mundo acuático! Mis pasiones son lo exótico —clavando su mirada en la de ella, mirada que ella ya no aparta— y… lo raro. —Acomodando el pelo de ella detrás de su oreja como si fuera una niña de comunión, al tiempo que mira por el rabillo del ojo su mano amputada.— ¿Sabes? No suelo ser así… Nos conocemos hace unas horas, pero… pero tengo que ser sincero contigo. Para mí, eres hermosa.

Hace una pausa, mirándola a la cara con una sonrisa en contención, como si hubiera dicho algo altamente inesperado.

—¡Quién lo iba a decir! Yo suelo salir con mujeres que podrían considerarse bellas por todos, pero tú… tú eres diferente. Eres especial. Y no te voy a mentir: me tienes loco desde la primera vez que te vi. No eres como el resto, eres diferente. Y eso es hermoso, por lo menos para mí. Sé que otros hombres no lo consideran así, y que seguramente te lo hayas encontrado en la vida muchas veces, pero yo… yo… digamos, también soy diferente al resto de los hombres.

Ella intenta intervenir, pero, acabando la frase, él acerca su mano al interior del escote de ella. Ella mira para otro lado, mientras el corazón le golpea el pecho queriendo echar abajo las costillas. Él profundiza en su escote, metiendo los dedos por dentro del sujetador. Ella hace como que no está pasando nada. Por si las dudas: pétrea. Pero ella quiere que pase algo. Claro que quiere. Lo que no sabe es si así; si tan rápido, si tan sin preguntar. Él aparta las telas que protegen su piel y, sacando su pecho al aire, comienza a lamerle el pezón izquierdo. Ella permanece muy, muy quieta.

Saliva a temperatura ambiente. Rggg. Amasijos de carne rojiza friccionando entre sí en una contienda de moluscos enroscados. Danzan los caracoles sin concha, dejando que sus fluidos blanquecinos permeen de lubricante-baba las lenguas de esas bocas. Sus labios carnosos y erectos se muerden, retuercen, se comen. Acercándose rggg y alejándose como dos imanes en repulsión. Por un momento, unos dientes apresan una lengua: la retienen, la confiscan, la interrogan. Finalmente, la hacen daño. La muerden y secreta rojo, pero no parece importarle. Él y ella están demasiado ocupados para darse cuenta de que todos les miramos. El pleco leopardo con su rostro inexpresivo rggg, el cardenal de Banggai, vaporoso, dando clase a la soez escena humana; la luchadora de Siam, tapándonos por momentos la visión con su preciosa cola plisada roja; el fartet andaluz, mirando de reojo —el pobre no se fía de nadie, y hace bien, no en vano está en peligro de extinción.

Yo también les miro. Yo, que he tenido muchos cuerpos. Yo, que he sido maíz. Yo, que he vivido muchas vidas y permanezco joven, larval, sagrado. Yo les miro profundo y veo dentro de sus cabezas. Y lo que veo en la cabeza de él… no me gusta nada. Rggg.

Se les hace de día, amorrados al sofá. Por la mañana, él se despierta contento: tiene que prepararlo todo para la fiesta de esa noche. La fiesta en la que piensas devorar mi propia carne.

—Está precioso el maguey con esta luz. Vamos, déjame que me lleve un esquejito de nada.

Acostada en el sofá con él, ella juega dándole toquecitos en la nariz.

—Vamos, ¿qué te cuesta…?

Él reacciona en una milésima de segundo —Jekyll y Mr. Hyde— como un resorte, apartando la mano de ella de su cara, cambiando el semblante totalmente. Rggg. Como si ella hubiera hecho algo horrible que mereciera terrible reproche.

—Te he dicho que no y punto. No vuelvas a preguntármelo en tu vida.

Apretando los labios, agarra la cara de ella muy fuerte, mirándola fijo, ambos tumbados en el sofá, muy cerca.

Un silencio tenso reina en la sala. Grrr. Ella consigue incorporarse poco a poco, y, como dando a entender que su frase siguiente no tiene relación con lo que acaba de pasar, dice en tono animado:

—Bueno, mejor me voy. Ya llevo mucho tiempo fuera de mi casa…

—No, no, ¿cómo te vas a ir? Hoy inauguro mi nuevo acuario. Llevo semanas preparándolo. Me ha costado una auténtica fortuna conseguir los peces que he reunido, y en ocasiones, incluso ¡sobornos a funcionarios! No, no, no. Esto es muy importante para mí. He tardado más de cinco años en recolectarlos todos. Los he buscado incansablemente hasta encontrarlos. Y ahora que están todos reunidos, ¡ahora que también lo tengo a él!…

La emoción había ido en aumento y, gritando excitado, hace una pausa de autoconciencia.

—Quédate y te presento en la fiesta. Además, ellos nunca han visto a nadie como tú. Son más conservadores, ya sabes. ¡Será toda una experiencia!

—¿Como yo…?

—Bueno, ya me entiendes.

Él se acerca para darle un beso en la frente. Ella esquiva levemente el beso.

—Creo que me voy a ir de todos modos. No me encuentro muy bien…

—No, no, no. De ninguna de las maneras. ¡No te vas!

Se acerca a la puerta y echa el cierre con su llave, dejándola encerrada. Grrr. Hace una pausa dramática e interpreta su jugada final, girando la cabeza hacia ella:

—Te necesito cerca de mí. Creo que me he enamorado.

Imitando la contención de emoción, entorna los ojos y la mirada hacia abajo. Perfecta performance. Rggg.

Ella sabe que la acaba de encerrar. La acaba de dejar encerrada, como si le perteneciera… pero… al mismo tiempo… siente cientos de mariposas aleteando en su estómago, subiendo por la garganta. Rggg. Tocando con sus fibrosas alas el interior viscoso y palpitante de su tráquea, estimulando su glotis como el tsunami de una comida regurgitada. Eso no puede ser malo, ¿no? Ella decide confiar un poco más.

—Ven, vamos a desayunar. ¡No se hable más!

Él agarra el cuerpo de ella por la espalda y la traslada fuera del sofá hacia la cocina. En la cocina ya no puedo ver nada. Rggg.

~

Perfume. Rggg. Crudités y cuero. La fiesta empieza y la gente invitada comienza a llegar. Ha cubierto el acuario con una tela para que no nos vean: somos su sorpresa. Pero, aun así, por el hueco de la esquina inferior izquierda del acuario, podemos verle perfectamente. Rggg.

Él ríe, tontea, se quiere. Indica peces con el dedo índice en el atlas acuático desplegado sobre la mesa del salón, dispuesto para el aprendizaje de su público en el quién es quién de su pecera en la calle Fuencarral. Él está en su salsa. Rggg.

—Luego les vemos, sí… Y aquí están mi luchadora de Siam, guapísima y elegantísima; el cardenal de Banggai, que me ha costado una fortuna; el fartet andaluz —coloca su mano en la boca como para contar un secreto a voces—: menos exótico, pero muy cotizado por estar en peligro de extinción. Shhhh, ¡que no nos oigan los putos ambientalistas muertos de hambre! Y… como colofón final… ¡no! No os lo voy a desvelar ahora mismo. Vamos a tener que beber, bailar y acostarnos todos juntos —guiña el ojo a una de sus amigas— para que os cuente cuál es la adquisición más candente del momento. ¡Vais a tener que darme muchos chupitos, como este! —levanta un chupito en alto y lo bebe de una—. ¡Que empiece la fiesta, hijos de puta!

La gente enloquece. El bullicio se apodera de la sala y la música comienza a sonar más alta.

Ella, mientras tanto, intenta integrarse torpemente. Intento de unión al grupo, sonrisa forzada, asentir con la cabeza a una conversación a la que llegas a medias, amago de intervención sin que nadie te escuche. Rggg. Momento estar rodeada de gente hablando entre ella, y ella… ella solísima en el centro de la sala, mirando sostenidamente hacia el suelo. Malamente. A ella, el salón sí que se le hace una pecera.

Por fin, él se acerca y la introduce a un grupo de gente. Vuelve a irse enseguida (veo que tiene una raya de coca puesta en la mesa). Rggg. Dejándola con esa gente dispuesta en corro. Nota cómo el ambiente se tensa y la miran con desconfianza. Los amigos de él comienzan a lanzar una batería de preguntas sin darle tiempo a responder.

—Cuéntanos, ¿cómo es vivir en España? ¿Qué cosas te han parecido más modernas que en tu país?

—No serás ilegal, ¿no? —el amigo de él que lleva una bandera de España en la muñeca prosigue—. Es que nos están invadiendo y hay que asegurarse de esas cosas.

—¡Pero mira! Tienesssss que agradecernossssss que ossssss desssscubriéramos, ¡eh! —otra de las amigas, borrachísima, rggg, intenta abrazarla al tiempo que se tira la copa de gin tonic por encima del hombro.

—Yo no creo que sea un problema ser de otro país —uno de los chicos con chaleco azul, peinado engominado y camisa blanca, le sonríe de oreja a oreja—. El problema son, y siempre han sido, los pobres.

—Perdona, ¿tú eres familia de Nayelis? Es la chica que limpia en mi casa. Es que sois igualitas y ella es de tu zona también. Es hondureña o de… ¿Guatemala? Bueno, por ahí… ¿no la conoces?

—¿Y los MENAS, hip? Esos a la horca. ¡Todos a tomar por culo! Mohameds de mierda, putos moros, hip, putos hijos de puta, putas putas… putas todas. Hip… —balbucea otro de los amigos de él, acercándose mandibuleando, desafiante hacia ella. Rggg. ¡Quién fuera xoloitzcuintle de nuevo en este momento para masticarle los jugosos testículos a este despojo! Rggg.

—¡Cómo osssss ponéis, chicosssss, de verdad! Hip! ¡Que esto es una fiesssta, basta de política!

La amiga borracha interrumpe, poniéndose en medio.

—Mira, para animarnossssss la fiesssssta, haz algún baile de tu zona. ¡Venga! Yo te ssssigo. ¡Un mariachi o algo!

—Pues es que… yo soy española. He nacido aquí, me he criado aquí… No sé bailar nada, y no se dice mariachi. Mariachi es quien toca.

—Bueno, pero tú ya nossss entiendesssss. No seas aguafiestas, mujer. ¡Baila, bailaaaaaa!

La amiga borracha la saca a bailar al medio del corro. Rggg. Tirando de ella para que baile. Ella hace todo lo posible para escapar.

—No… no me encuentro bien… perdona —agrega, fingiendo cierto mareo. Por fin consigue zafarse de la mujer borracha y salir de ese corro del terror. Vaya panda de gilipollas, igual él también es un gilipollas y no lo estoy viendo…, piensa para sí misma. Se dirige hacia la pecera, parcialmente cubierta por una tela. Rggg. Para no dejar ver al «pez estrella» de esta noche. Como si yo fuera un pez. Rggg. Necio…

Ella levanta la tela para verme. No se había fijado antes en nosotros. Levanta la tela y me encuentra. Rggg. Ella me mira. Rggg. Y yo la miro. Rggg. Los círculos negros que tengo por ojos se paran en ella. Por fin la veo directo: su frente ancha, sus pómulos altos, el color dorado de su piel, sus ojos negros bien rasgados, una dentadura fuerte y un mentón bien pronunciado. La miro y es como mirar a casa. Rggg.

Tan sólo duró un segundo, pero ya sé que se puede hacer. Rggg. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara fuera del vidrio. En vez de a ella, vi mi cara fuera del vidrio. La vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Por un instante, ella y yo intercambiamos posiciones en una sala abarrotada de gente. Vi su vida y ella vio la mía. Por un instante fuimos uno. La luz tenue y el disipe que dan la bebida y la droga hacen más disimulado nuestro intercambio, pero yo sabía qué había pasado, y ella también. Rggg.

Ella se aleja asustada de la pecera con la tela en la mano. ¿Qué ha pasado? ¿Qué diablos ha sido eso? ¿Estoy drogada?, tambaleándose, pero de alguna forma, sabiéndose habido estado dentro. Rggg. Choca contra la chica borracha, que intenta bailar con ella de nuevo, al tiempo que fija sus ojos sobre el acuario descubierto. Rggg. La amiga borracha comienza a dar gritos de alegría y saltos y aplausos, todo un espectáculo. Alguien enciende las luces. Toda la sala mira al acuario, nos mira a nosotros. La gente aplaude y grita: ¡es un ajolote! ¡Un monstruo casi extinto! ¡Estos se regeneran! ¡Dicen que son mágicos! ¡Hay que probarlos, me pido cola!

Él se para en medio del salón, furioso. No… furioso no: con mirada de latifundista perturbado, acostumbrado a torturar a su antojo, acostumbrado a dañar.

—¿Pero qué…? —la mira a ella, ve su cara aterrada y el paño agarrado en la mano izquierda. Su mano amputada tiene una pinta muy extraña, carne rosácea nueva empieza a recubrir el muñón, como si se estuviera regenerando—. ¡¿Pero qué has hecho?! Tenía que descubrirlo yo, ¡YO! Ese momento me pertenecía a mí.

Fuera de sí, lleva las manos a la cabeza y prosigue, soltando mierda con un inquietante tono sosegado. Rggg.

—¿Quién te crees que eres, puta muerta de hambre? ¿Te crees que la casa es tuya? —Comienza a acercarse a ella con la mano en alza—. ¿Eh? ¡Te crees que por comerme la polla la casa es tuya, feto viviente!

Grita encolerizado, escupiendo baba en la cara de ella, muy cerca.

—¿Qué…? Yo no… yo… no sé qué ha pasad… —Él la mira con más desprecio del que pudiera haber imaginado en alguien. Rggg. Y usando la mano alzada, arremete un bofetón contra su cara. La bofetada suena hueca y estridente. Rggg. La mano arroja la cara de ella hacia el lado contrario por pura inercia. Su labio se rompe y secreta rojo, y esta vez sí que le importa. La gente de la fiesta murmura, algunos ríen, nadie hace nada. Ella intenta girar su cabeza hacia él para hablarle a la cara, pero él arremete de nuevo. Rggg. Esta vez con un puñetazo directo a la nariz. Ella nota un sonido como de tabique fracturado, y el dolor viene unos segundos después. Duele como si una mano entrara en tu cuerpo fracturando tus costillas. Rggg. Aperturara tu carne, tu grasa blanca y tus vísceras ensangrentadas para cerrar el puño fuerte, arrancando de cuajo tu mísero y crédulo corazón. La sangre comienza a caer a borbotones por sus fosas nasales, caliente y con sabor metálico. No puede respirar. Rggg. Los oídos le zumban y no puede pensar con claridad. Empieza a marearse, cree que quizás pierda el conocimiento o se caiga al suelo. Inclinándose para apoyar la mano en el sofá, vuelve a mirar hacia el acuario. Rggg.

Sí. Rggg. Mírame, vamos… mírame.

~

En un abrir y cerrar de ojos, todo ha cambiado. El dolor que sentía en la cara se ha disipado por completo. ¿Dónde estoy? Miro la palma de mis manos y veo… veo los bracitos de anfibio del ajolote. Toco mi rostro, compungida, y descubro que no es mi cara: es la cara jovial, tersa y pringosa de un ajolote. Acaricio mis branquias plumosas que brotan de mi cabeza como una melena. Ahí estaba yo, hecha ajolote dentro de la pecera. Pero… ¿si yo estoy aquí…?

Al levantar la vista, veo al ajolote fuera del acuario, a tamaño humano, enorme, puesto en la misma posición en la que estaba yo. Jaime le agarra por el brazo; quizás ni se haya dado cuenta de que ya no soy yo, que ahora es él. El ajolote emite un rugido asombroso y, asiendo a Jaime por los hombros, lo mueve en volandas mientras él grita y se cubre la cara. El resto de asistentes entra en pánico, intenta huir de la sala y cae al suelo, taponando la puerta, agolpándose a cuatro patas justo en el quicio. Los más ágiles pisotean a los menos en el suelo, y Eugenia, la amiga borracha de Jaime, aterrada, trata de huir mientras agujerea con la punta de su tacón la planta de la mano del chico con pulserita de España y cara de psicópata, tirado en el suelo.

El ajolote sacude por los aires a Jaime y comienza a abrir la boca… ¡Jaime! Se lo merece por desgraciado, pero ¡no! No puedo dejar que lo devore. ¡No! ¡No lo hagas! ¡No merece la pena! ¡No! ¡Mírame, ajolote, mírame te digo!

La boca, mucha boca. Rggg. La raya que tengo en la cara se abre en su máximo esplendor para darle la bienvenida a él, para sacar su zumo, para rozar con las paredes tersas y rojizas de mi cueva los surcos de sus mejillas. Encuentro mucho, mucho placer engullendo la masa ovalada que tiene por cabeza, las tiras de carne de las que penden sus pestañas, la protrusión cartilaginosa que llaman nariz, sorbiendo el agua que sale de sus ojos. Rggg. Sus lágrimas lubrican la raya de mi cara y me ayudan a hacerla un poco más profunda, un poco más roja, más viva, más caliente. Noto cómo se alborota dentro de mí, pero no me importa. No me importa nada, porque este momento es sagrado. No todos los días eres devorado por un dios.

Me despisto en mi complacencia por un segundo. Grrr. Y en una de sus sacudidas, la más potente, el hombre consigue sacar su cabeza prácticamente fuera de mi boca y empujarme hacia el acuario. Rggg. Me aferro al cristal para no caer y, sin querer, la miro. Rggg.

Entorno los ojos para asegurarme. Rggg. Sí, he vuelto al interior de la pecera. Ella está fuera y yo, dentro. Ella es grande y yo, pequeño. Ella consigue incorporarse de la posición en la que la dejé. Al hacerlo, ve en el reflejo del cristal al hombre embistiendo hacia ella. Rggg. Consigue apartarse y el hombre nos golpea de cabeza. Un remolino agita el acuario, los cristales de sus bases chirrían al moverse y, finalmente, notamos cómo nos caemos hacia el suelo. Rggg. La caída parece a cámara lenta, ingrávida, eterna, casi filosófica. El acuario choca contra el suelo y estalla en multitud de pedazos. Sentimos una fuerte sacudida y luego… luego negro. Rggg.

Algunos cristales salen disparados y hacen pequeños cortes en el cuerpo de ella. Rggg. Nosotros nos esparcimos por el suelo: el cardenal de Banggai boquea de medio lado en el centro del salón; la luchadora de Siam, debajo del sofá, con sus pliegues plisados rojos arrugados y marchitos en el suelo y las agallas palpitantes; Rggg. el fartet andaluz y el pleco leopardo, juntos, en una esquina del salón, dando agónicos saltitos de ahogo. Yo, que consigo incorporarme y acercarme hacia ella, hecha un ovillo al lado de donde antes estaba el acuario. No tengo que decirle nada. Grrr. Ella se incorpora, sin mirarme, y me alza en brazos, colocándome en su hombro. En la mesa del salón permanece intacta una ensaladera de cristal con popurrí dentro. Camina rápida hacia ella, lanza al suelo el popurrí, corre hacia la cocina a por agua y recoge cada pez de la sala, mientras el hombre yace inconsciente en medio del salón.

Antes de irnos, ella da el último vistazo. La habitación arrasada, la puerta de madera desencajada, las copas de cristal tiradas por todas partes, los canapés mojados en el suelo y él. Él que le pareció perfecto. Él que parecía que la veía y la quería. Él que, a la primera contrariedad, no dudó en golpearla brutalmente y en público, bajo la cómplice mirada de todo su mundo snob. Él, inconsciente, yaciendo completamente destruido, con el pelo engominado de baba de ajolote, en un rincón. Ahora se veía casi inocente. Ella se acerca a comprobar su pulso. Le asalta la duda de si sigue con vida. En efecto, tiene pulso. Ella reacciona con un espasmo cuando ve que él comienza a despertarse.

—¿Me oyes? —ella golpea su cara para que se despeje—. Que si me oyes te digo, ¡desgraciado!

Él abre los ojos y asiente con la cabeza.

—Me llevo los peces y el ajolote, y que no se te ocurra buscarme, perseguirme o hacerme daño de ninguna de las maneras, porque la próxima vez, te juro que no solo dejo que el ajolote te arranque la cabeza, sino que te la arranco yo con mis propias manos. ¿Me has oído?

Él asiente y deja caer su cabeza al suelo de nuevo, tratando de respirar con normalidad.

Desde la puerta, a punto de irse y con la ensaladera de popurrí repleta de peces aferrada en el brazo izquierdo, recuerda algo que le hace volver. Se acerca a la planta suculenta de la esquina y la agarra a duras penas con el brazo que le sobra.

—Y… ¿sabes qué? ¡Que el maguey me lo llevo también!

Desde su nuca, ella no ve cómo el hombre se incorpora cuando parecía destruido, pero yo sí. Rggg. No ve cómo se aproxima a ella, veloz, con un cristal afilado en la mano. No ve tampoco las gotas de sangre que recorren la muñeca del hombre de lo fuerte que asía el cristal. En un abrir y cerrar de ojos, supe lo que tenía que hacer. Rggg. Me incorporo desde el hombro donde yacía y, saltando como si volara, ingrávido, liviano y feliz, voy a dar a su cara. Mi cuerpo pegajoso, completamente amoldado a su cara, hace que el hombre grite, haga aspavientos con las manos, se pare y no complete su último movimiento: atacar por la espalda. Ella voltea la mirada para vernos a los dos. Lo que no podía ver es cómo mi última metamorfosis la había usado para nacerme una lengua rápida y fuerte, capaz de penetrar globos oculares. Rggg. Mi lengua se abre camino como si de un algodón de azúcar visceral se tratara: córnea por aquí, iris por allá, jugos amarillos, verdes y rojizos emanan como la boca de un volcán regurgitando. El hombre grita y golpea su propia cabeza con mi cuerpo en parapeto contra la pared, pero a mí no me molesta. Mi lengua sigue muy dentro de su puta cabeza. Rggg. Con la punta de la lengua noto cómo perforo la cuenca de sus ojos y me aproximo sin más límites hacia su cerebro. Rggg. Ya no veo nada. Noto cómo ella le golpea detrás de la cabeza; creo que para que él pierda el conocimiento. Noto cómo él cambia de táctica y, en lugar de golpear su cabeza contra la pared, relaja su cuerpo, trata de restablecer la respiración, muy entrecortada por tenerme sobre su boca. Y entonces… Rggg. Entonces, el hombre alza la mano que contiene el cristal y, con un golpe certero, lo clava en mi espalda. El dolor penetra por toda mi aleta dorsal. Mi corazón de renacuajo ha sido completamente atravesado por su cristal. ¡Mi corazón… rggg! El último recuerdo que tengo antes de mi gran, gran metamorfosis es el de llevarme un trozo de cerebelo enroscado en mi lengua, al tiempo que… muero. Rggg.

De pronto, los dos paran en seco, como si fueran una atracción de feria a la que se le acaban las monedas. Yo golpeaba su cabeza por la parte de atrás por miedo a golpear al ajolote. Quería dejarlo inconsciente, pero de repente, no hizo falta. Cayó al suelo como una mole rígida y, una vez en el suelo, el ajolote se desprendió de él cayendo boca arriba, como un alien cuando abandona una cara porque ha dejado sus huevos dentro. Yo corro hacia el ajolote, corro hacia él y lo levanto entre mis manos mientras él da la última pelea con su colita de renacuajo. El ajolote va perdiendo la vida en estos últimos diez segundos, apagándose rápidamente…

Dejo el cuerpo del ajolote en el suelo y me incorporo. Han pasado tantas cosas que no había podido ni procesar una milésima parte de ellas. Una catarata de llanto se abre paso por mi garganta. ¿Qué acababa de suceder? ¿Dios mío, qué ha pasado? ¿Cómo voy a explicar todo aquello? Respira, Ximena, respira… Comienzo a percibir un sonido… inquietante. Un sonido como de grillo, como de movimiento de boquear en el agua, pero con chirrido. Un sonido muy extraño, que no sé ni cómo explicar. No sé ni cómo explicar muchas cosas, pero ese sonido en concreto, no lo sé explicar. Comienzo a buscar el origen del sonido. No puedo con más sobresaltos. No puede ser… más mierdas no, por favor. Más mierdas no…

Tras caminar por toda la casa y buscar en todas las habitaciones, vuelvo al salón, desesperada… y ahí lo veo. El sonido proviene del propio ajolote. El cuerpo del ajolote, recubierto de una fina capa viscosa que parece manar de su propia herida dorsal. Doy un paso atrás, no sé qué significaba eso. ¿Es una parte más del proceso de descomposición del ajolote? ¿Es algo raro de nuevo? Más mierdas no, por favor. Más mierdas no.

El cuerpo del ajolote comienza a moverse in crescendo, desde el meneo hasta la epilepsia. Y ahí, en la convulsión más frenética que haya visto en mi vida, el cuerpo del ajolote se eleva por el aire hasta situarse en el centro de la habitación, como un enjambre de avispas, blanco a borrones con trazos imposibles de seguir, cual piñata en éxtasis. Y ahí, desde ese movimiento enloquecido, comienza la metamorfosis. Rayos blancos y amarillos inundan el salón, haciendo de día en la penumbra de la habitación. Una ráfaga de luz tan intensa que me obliga a cubrirme los ojos con los brazos. En la estancia comienza a sentirse el viento con todas las ventanas cerradas. Una corriente interna levanta mi cabello por los aires, contra la gravedad. La habitación se llena de olor a flores y viento. El Gran Dios Perro, Xólotl, se aparece ante mí, hecho luz. Una lágrima recorre mi mejilla y siento calor en mi corazón. Él ha completado su viaje, se ha reintegrado al cosmos, como haremos todos algún día.

Tras la luz, nada ha tenido lugar. La estancia aparece completamente vacía, como si nadie hubiera vivido ahí. Ni rastro del cadáver de Jaime y su ojo perforado, los restos de la fiesta, las manchas de sangre por las alfombras, los restos de ketamina sobre la mesa… nada. Paredes blancas, insulsas y asépticas. Tan solo permanecen los peces en la ensaladera de popurrí y el maguey. Menos mal, pienso, si no creería que me lo había inventado todo. Ya está, Ximena, piensa luego. Recojo la ensaladera con peces con un brazo y el maguey con el otro, giro el pomo que da al portal y, con un portazo, decido olvidar las últimas 24 horas de mi vida.

Ya en la calle, caminando a prisa a las tres de la mañana por el centro de Madrid, noto un ligero temblor en mi brazo derecho, donde transporto el maguey. Al girar la cabeza para ver qué pasa —rezando por que no sean más mierdas— veo que al maguey le ha brotado un gemelo. ¿Cómo?, pienso, inclinando mi cara hacia él. Os juro que oigo: rggg.



V. Francisco

Apasionada por la cooperación internacional, vive en Madrid y combina su vocación social con el amor por las artes escénicas. Forma parte de La Hoguera Impro, su propia compañía de teatro de improvisación, donde explora la creación colectiva desde el juego y la espontaneidad. Es también una entusiasta de la ficción especulativa, género que nutre su imaginación y mirada crítica sobre el presente.

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