Jimena Mamani, una arqueóloga retirada, regresa al desierto de Atacama tras recibir un mensaje sobre un antiguo hallazgo: diez jarrones de Huantajaya. Acompañada por una joven local, descubre que los informes arqueológicos originales omitieron mencionar restos humanos.
Era francamente enorme. Lo había visto en fotos, también a través del satélite y en la visita virtual con lentes XLR tras pagar su entrada para esa modalidad. Los museos habían sido gratis cuando ella estudió su carrera, en la primera mitad del siglo XXI, cuando investigaba para ellos. Ahora, pisarlos o visualizarlos tenía un costo, ni tan alto ni tan bajo, pero había que pagar. Jimena necesitaba hacerlo para saber si con este enfrentamiento remoto al lugar bastaría para ella. Comprobó que no, que la Variable SC -o sensorial concreta, como la denominaban con sus colegas de la vieja guardia arqueológica- era determinante para conocer algo tan sentido y especial; para enfrentarse a este pendiente del territorio al que no volvió más. Y sí, lo era. El paso siguiente fue comprar un pasaje de avión desde Quito a Santiago y otro más a Iquique y, por cortesía, contactar al equipo del lugar para anunciar que iría.
El Museo de Historia de Alto Hospicio había cumplido recientemente diez años, tras su inauguración en 2055. No había pasado mucho con ese aniversario, pero era un hito que en ese lugar del Desierto de Atacama se hubiera emplazado una infraestructura como esa. La idea se remontaba al 2021, cuando un equipo de arqueólogos de la Universidad de Tarapacá estaba de campaña exploratoria por Huantajaya, una zona aledaña a la comuna donde siglos antes se había emplazado una vieja civilización. Era una ciudadela inicial, un lugar de extracción y tránsito, pero en una escala distinta, menor a la que actualmente se aplicaba allí.
Desde el fin de la época colonial, Huantajaya era un territorio lleno de desperdicios históricos de distintas épocas; capas que, con el solo hecho de cavar un par de paladas, daban resultados. Jimena era una de las estudiantes en esa salida, entusiasmada, como sus compañeros de generación, por encontrar algo más que ropas secas, asoleadas y desteñidas. Eso sin duda era el primer nivel de excavación, pero más abajo siempre podría haber cuerpos humanos y animales, latas de la época del salitre, herramientas de los portugueses y españoles que extraían minerales, instrumentos de caza y otros enseres de los pueblos nómades.
Jimena Mamani, curiosa desde pequeña, había nacido y crecido en Cariquima. Desde esa etapa entendió que lo mejor era hacerle caso a su abuelita y ser buena estudiante. Esa condición favorecería la posibilidad de aplicar su curiosidad en algo que le trajera beneficios. Por eso, cuando una expedición de arqueólogos llegó a su patio —que era el altiplano mismo— a hacer una excavación como la que ella realizaría luego en 2021 en Alto Hospicio, supo que tenía que prepararse para eso. Se hizo niña guía de ese grupo de jóvenes del año 1990, grupo que, en parte, serían luego sus profesores.
Pasadas un par de horas de iniciada la campaña, la joven Jimena vio un montículo de curiosa forma arriba de una de las lomas en las que se encontraba. Subió. Junto al tumulto había otro más, y luego otro más. Lo peculiar era que los piques mineros —la zona estaba llena de ellos— eran cortes en diagonal, como puertas de cuevas que llevaban a las profundidades de los minerales. Estos, por el contrario, eran aglomeraciones, cototos, como diría su abuelita. Primero una, luego otra, y así, una fila hasta contar diez. Jimena silbó, llamando a su profesor y compañeros para mostrarles estos relieves.
—Buen punto, vamos a ver qué tenemos —dijo Mauricio y les dio algunas recomendaciones para meter sus instrumentos en la tierra. Era una oportunidad única para sacar no solo textiles secos, duros, cafés como el mismo terreno que los escondía.
La campaña exploratoria estaba dejando enseñanzas concretas y algo más.
Cuando llegó al museo, horas después de aterrizar, a Jimena la recibió la directora del establecimiento junto a la plana directiva.
—Bienvenida, doctora Mamani, nuestra fundadora —le dijo, abriendo los brazos para abrazar a la anciana.
Como Jimena no era reacia, aceptó el gesto, sin dejar de mirar hacia arriba los diez pisos que estaban frente a ella; más bien, en los que ella estaba inserta.
—¡Qué enorme les quedó! —exclamó mientras seguía a la delegación que la conducía al hall del museo, espacio que estaba conectado con el patio, y sobre ese, los pisos, como si fuera un mall.
Allí estaban dispuestos los diez jarrones de arcilla que ella y sus compañeros de la generación 2017 habían encontrado en la zona durante la campaña del tercer año de carrera; el mismo lugar donde se emplazaba el museo. De ciudadela, Huantajaya había pasado a ser un recinto cultural de tamaño descomunal.
—Nos honra con su visita. ¿Usted sabe que tenemos este museo gracias a usted, cierto? —le preguntó la directora.
Jimena no dijo nada sobre eso. Sonrió. Debía mantener en paz esta primera aproximación, su primera visita, así que prefirió preguntarles sobre la historia del edificio: por qué tenía esa forma, por qué era tan enorme, si realmente la historia de Alto Hospicio era tan grande como para meterla en esa mole, como pensó, obviamente, sin decirlo a sus colegas más jóvenes, que le extendían un vaso de agua purificada. Para esa década era inseguro tomarla directamente desde la llave en los horarios en que estaba disponible.
—Las condiciones ambientales del Desierto de Atacama son las principales responsables del buen estado de conservación de estas vasijas —les explicó el profesor Mauricio a Jimena y a sus compañeros una vez que habían logrado sacar a la luz los diez jarrones de arcilla que databan del siglo XVII. Todo a punta de plumazo, brochazo, pincelazo, en cinco jornadas de acampar, de recibir autoridades, medios de comunicación, vecinos, gringos curiosos y activistas feministas que se habían enterado del hallazgo.
Con esa indicación, el académico abogó e interpeló a las autoridades —ignorantes todas en la materia— para que las piezas quedaran allí y no bajaran a la altura del mar, al museo de Iquique. La humedad las desintegraría en cosa de meses.
La fecha de origen y la función de las jarras la supieron años después, cuando Jimena estaba por terminar la carrera. La universidad envió una comitiva de profesores mayores —los que estaban por jubilar— para tomar muestras y armar los textos académicos con el hallazgo de sus estudiantes. Uno de ellos pidió ubicar a Jimena para saber cómo se había percatado de la presencia de los montículos. Él había recorrido esa zona como parte de la revisión del desierto próximo a los campos de concentración de prisioneros de la dictadura, utilizando técnicas arqueológicas para buscar los restos de sus compañeros de partido luego del primer retorno a la democracia. En esa peculiar misión habían pasado por esa zona sin avistar nada, ni hacia arriba ni hacia abajo.
—Quizás fueron indicados luego de los años 90 —concluyó Jimena.
El profesor no quedó muy convencido. El viento del desierto tapaba constantemente todo a su paso, pero esa cantidad de arena era de siglos, no de décadas. No había cómo haber puesto las diez piezas tan encima en poco tiempo, pero de lo que estaban seguros era de que no había huellas de máquinas de carga que las hubieran depositado.
—¿Naves espaciales? —le dijo, riendo, el profesor a cargo del informe.
Nadie siguió averiguando: ni las autoridades, ni los profesores que anhelaban dejar la universidad para irse a sus parcelas en los pueblos del interior, donde aún quedaba algo de agua potable, ni el equipo de estudiantes que quería iniciar pronto su vida profesional. Generaciones con vectores vitales en direcciones opuestas.
Los jarrones quedaron acomodados en un corral municipal por décadas, el mismo tiempo en el que terminaron por sancionar el plan regulador de la comuna, que, según las nuevas normativas, consideraba que al tener más de un millón de habitantes, Alto Hospicio debía tener un museo. Por indicación del profesor de Jimena y como quedó plasmado en el informe que ella había vuelto a leer antes de viajar desde Quito décadas después, los jarrones quedaron cubiertos con ropa del desierto, como jarros de artesanía envueltos en papel de diario. Era, según el profesor, el material menos dañino y más adaptado a las condiciones climáticas.
Luego de la publicación del plan regulador, como era obligación, los agentes municipales llamaron a concurso. Necesitaban una idea útil, barata y pertinente; por eso aceptaron la propuesta de Wladimir Cataldo, nieto de arquitectos rusos, quien llegó desde Santiago con una idea innovadora que, además, integraría a las y los vecinos de la comuna.
El proyecto implicaba reunir y amontonar toda la ropa abandonada en el desierto en un gran montículo, tarea que realizarían con drones obreros capaces de soportar la titánica misión y el sol, que en el año 2051 se expresaba hiperbólicamente en ciertos horarios. El siguiente paso era cubrir el montículo con cemento y otros materiales que donarían los habitantes del territorio, siempre en constantes labores de autoconstrucción de viviendas.
Bueno, bonito y barato. También innovador y rupturista, pues luego de tapar el montículo gigante con todo ese material y esperar a que se secara, el paso siguiente era prender fuego en su interior. Con ese procedimiento terminarían con el urgente problema de la ropa-basura, que había dejado de llegar luego de que Chile ganara el conflicto en una corte internacional. Además, producirían el calor necesario para encender, mediante transmisión simbólica, las cocinas de los colegios de la zona por lo menos durante un año. Ese era el tiempo que tardaría en arder por dentro el museo, en que la combustión quemara y sellara las paredes interiores, y que las cenizas pasaran —luego de ser aglomeradas con la técnica rusa— a conformar el subterráneo del edificio.
Con esta explicación, Jimena comprendió la impregnación y la constitutiva presencia del olor a humo y la curiosa forma piramidal de la arquitectura del museo. Es un museo crematorio, un museo montón, anotó en su libreta, antes de que el equipo la condujera a los siguientes pisos del edificio.
El primero estaba dedicado a la historia de los pueblos originarios. El segundo, a la minería de plata de Huantajaya. El tercero, a la época colonial. Allí se detuvieron un momento más, pues estaba la explicación de la historia de los jarrones. Ahí estaba su nombre: Jimena Mamani, exploradora pionera en el hallazgo arqueológico más importante de Alto Hospicio, junto a una foto de ella y sus compañeros de hacía más de 45 años.
—Finalmente eran jarrones para la producción de vino del desierto; Mauricio tenía razón —les dijo a los directivos. El mismo diagnóstico que había revisado en el informe semanas antes de la visita.
Así había quedado explicitado en toda la planta, que, a diferencia de los demás pisos, tenía un balcón más ancho para invitar a los escasos visitantes a mirar los jarrones desde arriba y luego a bajar la escalera para aproximarse por el primer piso y observarlos de costado. Desde allí, Jimena pudo verlos en medio del patio y notar que desde las alturas cualquier persona podría arrojar objetos sobre las tinajas. Ninguna malla transparente, como las que utilizaban otros sitios similares, cubría las piezas patrimoniales. Un detalle no menor en la museografía del extraño edificio que sería determinante para la misión que traía entre manos.
Luego de una hora de recorrido en la que la directora no se separó de ella, Jimena pidió —incómoda por la persistente presencia y las habladurías generales que la mujer le planteaba— seguir subiendo los pisos del edificio.
—El cuarto y el quinto piso aún no están listos. Esos son para el siglo XX y, claro, para la década de los noventa. Nos falta información sobre las nueve mujeres del desierto. Ha sido polémico y desgastante establecer una versión oficial sobre lo que pasó. Los cuerpos de las jóvenes ya han sido exhumados en muchas oportunidades; Julio Pérez Silva murió —más bien, lo habían ajusticiado en la cárcel—; el archivo judicial de Alto Hospicio se quemó por una falla eléctrica en 2019 y, curiosamente, no estaba digitalizado. En estos diez años de historia museal nadie nos ha ayudado a que podamos seguir avanzando con esa parte ni con los demás años —narró la directora—. No tenemos nada del presente, Jimena.
Una toma desde el segundo piso sería mucho mejor para mirar dentro de las piezas con su cámara especializada, acoplada al celular que llevaba colgado en su pecho, así que sola, lentamente, bajó y tomó las fotos antes de irse, prometiendo volver al día siguiente.
—A mi edad solo alcanzo una vuelta por piso y ya hice tres. Nos vemos mañana —dijo, saliendo a tomar un auto que venía por ella, sentándose al lado de una mujer que le abrió la puerta del copiloto.
A eso había viajado desde la mitad del mundo hasta esta parte del Desierto de Atacama, a conocer qué había dentro de los jarros. Según su profesor encargado de hacer las pruebas materiales, las piezas estaban vacías. Jimena no tenía cómo contradecirlo a él ni a su informe emitido en 2024, así que dejó el asunto. Si a nadie más le había importado que aparecieran así, que el documento universitario dijera explícitamente AUSENCIA DE RESTOS BIOLÓGICOS DE ORIGEN ANIMAL, ¿qué podía hacer ella?
Tampoco pudo hacer mucho su profesora guía, Rosa Salinas, para quien el tema de los jarrones del vino del desierto era un problema de género. Durante las jornadas de excavación se lo había gritado un grupo de mujeres curiosas que había llegado al sector y que habían atravesado los cordones de seguridad que se tuvieron que poner debido al interés en los trabajos. Rosa fue una de las que las escuchó e intentó que pudieran exponer sus puntos de manera oficial, con una reunión que no se concretó. Luego, además, el informe de su colega lapidaría esa posibilidad. De nuevo la respuesta fue AUSENCIA DE RESTOS BIOLÓGICOS…
Ese mismo año, tras terminar su carrera, Jimena se trasladó a Santiago para especializarse. Por consejo de Mauricio y otros profesores, comprendió que era bueno codearse con la academia central y luego regresar al laboratorio natural: el desierto. Pero ella desvió su ruta y siguió participando en campañas arqueológicas a las que la invitaron, hasta que se instaló en Quito. Allí, literalmente, estaría en la mitad de América, disponible para moverse adonde la llevaran los proyectos y los amores.
Poco antes de jubilarse de la universidad en la que ingresó a enseñar en Ecuador, Jimena Mamani recibió un correo. Luego de la inauguración del Museo de Historia de Alto Hospicio, su nombre comenzó a ser evocado y reconocido por algunas personas de la región. La invitaron al evento de apertura, pero no pudo ni quiso asistir. Luego la convidaron a dar conferencias sobre el hallazgo de los jarrones, y tampoco. Alto Hospicio y toda la Región de Tarapacá, en general el Desierto de Atacama, eran un recuerdo, parte de su pasado.
Fue a finales de ese mismo año de la inauguración cuando cayó en su bandeja de correo el peculiar mensaje. Jimena, son diez jarrones, decía el asunto del mail. No entendió mucho, así que respondió al cuerpo vacío del correo, también de manera escueta.
La idea la interpeló. Le trajo a la mente la voz y la expresividad de Rosa Salinas, que acudió al consejo de profesores de la carrera, a la municipalidad, al gobierno regional, al Consejo de Monumentos Nacionales y a toda instancia posible para tratar de atender el grito de las mujeres de Alto Hospicio. Sin embargo, el informe final se había convertido en una pared: eran sus propios colegas diciendo que todo estaba bien, que solo había restos de mosto y piel de uvas, nada de piel humana, nada de mujeres.
Luego de un par de escuetos intercambios, breves pero que le entregaron información clave para confiar, incluyendo el nombre de Rosa Salinas, accedió a tener una llamada con quien vio luego que era una joven interlocutora. Con lo que oyó en esa cita no supo inmediatamente qué hacer. Dejó reposar un poco la información y, un par de meses después, comenzó a aproximarse al museo, primero de manera remota y luego llegando allí.
Primero trató de ubicar a Rosa sin mucha esperanza, seguro ya no estaría en esta tierra a no ser que, de milagro, su salud la hubiese favorecido. Pero no, había muerto tres años antes en la capital. Consultó con otros compañeros y compañeras de generación, un pequeño grupo de confianza, pero tampoco encontró nuevos datos, así que volvió a la biblioteca digital de la universidad y descargó el informe de la comisión ad-hoc.
Este es un especial hallazgo por el posicionamiento contextual; también, por el contenido interior de las jarras: muestras biológicas vegetales en estado de fermentación, entendiéndose con ello que hablamos de licores producidos en el contexto de las faenas mineras de la zona de Huantajaya. Se aconseja conservar las piezas en el clima salino de la depresión intermedia, decían las conclusiones del documento que, de nuevo, volvía a leer. Refería AUSENCIA DE RESTOS BIOLÓGICOS DE ORIGEN ANIMAL.
Ausencia de restos biológicos de origen animal, ausencia de restos biológicos de origen animal, ausencia de restos biológicos de origen animal, repitió en su mente, tratando de encontrar allí ya no una pared, sino información nueva.
Lo dejó un par de días, hasta que, mientras hacía algo doméstico, despistada, cayó en cuenta de que el texto no aludía al origen humano de manera directa, solo al animal. Con eso, pensó, Rosa Salinas podría haber presionado, tal vez. Quizás ella misma podría haberla apoyado en la insistencia en vez de apurar su viaje a Santiago, sus becas, su mudanza, su alejamiento de las tierras de sus antepasadas. Pero ya de nada valía. Nada de eso había ocurrido, hasta ahora.
Jimena encontró en la carpeta de informes tres actualizaciones que no había visto. Eran del 2025 y dos del 2026. Abrió los archivos en PDF y vio la firma de Rosa, leyó sus argumentos, pero no. Lamentablemente, la comitiva de preservación de los bienes nacionales no accedió a que se hicieran nuevas pruebas.
—Deben conservarse para el museo —respondieron en tres ocasiones, en estos mismos términos, como si hubiesen copiado y pegado la respuesta oficial a la solicitud, a la insistencia de su profesora.
Jimena le narró esto a la joven tarapaqueña en lo que no sabía que sería su última llamada antes de concretar su viaje.
—No te prometo nada, intentaré ir —le dijo al finalizar la comunicación—. No creo que pueda avisarte tan pronto, pero dame tu dirección —le pidió la arqueóloga antes de colgar. Debía ver en Google Maps cerca de qué tipo de terreno estaba la casa de esa mujer que pronto conocería en persona.
En su segunda visita al museo de Alto Hospicio, Jimena pidió hacer sola el recorrido. No sola precisamente, sino junto a una mujer local con la que se presentó a primera hora.
Parsimoniosamente, se dedicaron un largo periodo al primer piso, luego al segundo y después al tercero. Al igual que el día anterior, bajaron al segundo nivel. Contemplaron las cavidades de las piezas. Jimena le explicó que no tenían protección alguna y que, según intuyó, las jarras estaban ordenadas por lugar de excavación, puestas en la zigzagueante fila en la que las habían encontrado. Abrió su celular y le mostró las fotos que había tomado el día anterior, ampliadas al máximo.
—Este, este y este —le indicó a la joven. Ella asintió y subieron al siguiente piso.
El primer jarrón estalló, pero en silencio. Jimena recordaría ese dato. El segundo se partió curiosamente en dos partes exactas, como un huevo de chocolate, y el tercero se hizo añicos, dejando en el impacto de la piedra que habían lanzado juntas, más pesada que las demás, un ruido extraño, como cuando se tira algo grande a un pozo.
Mientras el equipo del museo corría al patio interior, Jimena fotografió y envió satelitalmente las imágenes a un grupo de personas de confianza, registros que mostraban partes de un esqueleto que acababa de aflorar de su contenedor. Huesos, ropas duras y una trenza negra que sería la cabellera de la décima niña desaparecida de los noventa, como le había anticipado la joven que la acompañaba y su profesora cuarenta años atrás, mujer que hoy estaba muerta y seca como esa niña recién revelada.
Francisca Palma Arriagada, nortina y hospiciana. Periodista, funcionaria pública y editora de la revista La Raza Cómica.
Excelente escrito, claro, completo y emotivo.
Felicitaciones!!