En una ciudad dominada por el miedo y el fuego, un joven regresa a la casa de sus padres una noche en que todo parece normal, hasta que ellos no vuelven antes de la alarma. Desesperado, sale a buscarlos, enfrentándose a un barrio donde el peligro es difuso y las reglas han cambiado. A medida que avanza por calles en penumbra, entre fogatas, vigilantes y ecos de linchamientos, descubre que la verdadera amenaza no siempre es la que se anuncia.
Llamó al teléfono de su mamá una vez más, pero nadie contestó. Los mensajes que había enviado marcaban los dos tickets, eso sí. Esa noche, se había quedado solo en casa de sus papás, como cuando era un niño. El foco en la calle, que iluminaba inconvenientemente su pieza, le recordaba esos días con nostalgia. A veces extrañaba el silencio de la villa, quemado únicamente por los neumáticos con los que hacían carreras en la lúgubre avenida principal. En el centro de la ciudad, donde arrienda, debajo del silencio se escucha el murmullo nervioso de las noches en vela. A través de la enrejada ventana de la casa de sus papás, veía a sus antiguos vecinos caminar a paso rápido de vuelta a sus casas. Pronto iba a sonar la alarma.
Sus papás salieron después de tomar once, dejándole rebalsada la loza sucia sobre el lavaplatos. Fueron a comprar bebida para combinar el copete de más tarde. La botillería de la esquina cerraba temprano esos días, porque sus dueños no alcanzaban a volver a su casa en el otro lado de la comuna antes de la alarma. A regañadientes, su mamá decidió ir junto a su papá para que este no anduviera solo en la calle tan tarde. Y él se había quedado ahí, con las noticias de la televisión abierta contándole historias que ya no le importaban. Los restos de comida reposaban mojados en la cocina mientras él intentaba contactarse con su familia. Su tercera llamada también terminó en el inútil buzón de voz.
En el estrecho baño de esa casa, la humedad se acumulaba en el techo. Mientras cagaba, gotas frías y blanquecinas le caían sobre las rodillas. Mapeaba las otras botillerías del sector en su cabeza. Aparte de la que estaba en la esquina, había otra en la villa de junto -la única que le vendía a los pendejos que salían del colegio y se iban a tomar cooler a las plazas. Se recordó vomitando ácido sobre el pasto meado a las seis de la tarde. Sus papás no iban a ir a esa, porque esos vecinos cierran las rejas de sus pasajes y habría que darse una vuelta muy larga. Con un confort se limpiaba sus piernas mojadas, las lágrimas del techo eran sarrosas. La siguiente estaba a diez minutos caminando, pero había que cruzar las calles oscuras que se alejaban de la avenida principal. Quizás sus papás estaban por ahí, comprando aún, por culpa de una larga fila. Imaginó a su papá enojado por lo lento del servicio y a su mamá mirando la hora a cada rato. Los pensó comprando espumante y limón soda, que era el trago del momento. Escucharía el sonido de la reja y su mamá entraría contándole que estaba lleno, mientras su papá les servía un vaso a cada uno, que cómo iban tan tarde a comprar, que ella creyó que no llegarían porque vio la hora y estaba a punto de sonar la alarma. Pero eso no estaba pasando. Su mamá no había visto la hora, ni tampoco le había contestado el teléfono.
A diez minutos de la alarma salió a esperar. El pasaje se le echó encima cuando abrió la puerta de entrada. Afuera, el viento traía el hedor de basura quemada que aparecía a esta hora por la ciudad. La gente, crédula, pensaba que el fuego les protegería. Era un rumor que se había esparcido rápido por internet y había calado a través de las generaciones. Las dos chicas con que vivía salían a prenderle fuego a la calle, junto a otros vecinos, y resguardaban las cuatro esquinas de su cuadra. En ocasiones, confiadas en el calor de las llamas, se quedaban hasta que terminaba de sonar la alarma: eran cinco minutos de una bocina que hacía retumbar las ventanas. Él no iba, le daba miedo, pero lo disfrazaba de escepticismo. Aunque no habían pruebas de que estos pequeños incendios les protegían, nunca los había encontrado el peligro sobre el que alertaban las autoridades.
Asomaba su nariz por entre los barrotes de la reja. Los sujetaba con su mano tensa, adivinando entre las sombras de la plaza de junto si es que acaso aparecía su familia. Quería ir a buscarlos, pero solo una vez salió después de la alarma. Había tenido un día de mierda haciendo las cuentas para ver si sobreviviría ese mes y decidió salir a la entrada de su edificio a fumarse un cigarro. Era un remanente de una arquitectura aristocrática, abandonada a su suerte en una ciudad devorada por la modernidad. Tenía apenas dos pisos y estaba técnicamente vacío, así que dejó la puerta del departamento abierta. Su gata lo siguió sin que se diera cuenta y, corriendo en frente de sus ojos, escapó hacia la calle. Ella no le tenía miedo. En ocasiones, de día, hacía lo mismo, pero alguien siempre la iba a buscar. La gata había llegado a la esquina, apenas se distinguía su silueta entre los restos chamuscados de una fogata apagada. Su mano tiritona soltó su cigarro mientras se acercaba sigilosamente hacia ella, más para no ser descubierto por otra persona que por temor a ahuyentar a la gata. Cuando estaba detrás de ella, con el picor de la ceniza en su nariz, escuchó un llanto. Agarró a la gata y la abrazó fuerte, sujetándola desde el pellejo para que no saltara. Un hombre sollozante lo llamaba desde la vuelta de la esquina. Le rogaba que lo dejara dormir dentro, que no tenía dónde pasar la noche, que dormiría en el pasillo si fuese necesario. No pudo responderle, pero tampoco quiso irse. El hombre, desesperado, corrió hacía él. Lo persiguió hasta la entrada de su edificio, pero él le cerró la puerta en la cara. No supo dejarlo pasar.
La alarma sonó. Su poderoso chillido le quemó cada pensamiento. Echado en el piso, sujetó en su cabeza un recuerdo: la única vez que vio a sus papás darse la mano, caminando sobre la arena de la playa una tarde de enero. El reventar de las olas borró las palabras que iban conversando, ese diálogo que tantas veces había intentado descubrir. Le gustaba pensar que se confesaban un secreto importante, una verdad que solo podía confesarse en un momento cinematográfico como ese. Ese día aprendió la importancia de los clichés. Se recordó a sí mismo intentando repetir ese momento con sus pololos, a la espera de escuchar esas palabras secretas que la playa le había quitado. Pero nunca las escuchó. La alarma se detuvo y sus papás no llegaron.
Las paredes de la casa se le apretaban mientras daba vueltas llamándolos una y otra vez. Los pitidos lentos y luego los rápidos le estrujaban las entrañas. Ninguno le contestaba el teléfono. La cama de sus papás crujió entera cuando se arrojó sobre ella. La mitad del cielo gravillado estaba lisa por un trabajo que ellos nunca terminaron. Cuando los volvió a llamar, se le enredó un nudo en la garganta: escuchó, despacito, una vibración. Desarmó la pieza hasta que encontró ambos teléfonos en un cajoncito, con todas sus llamadas perdidas. Eran muchísimas y todas vanas. Frustrado, tiró lejos su celular, que se azotó contra la cerámica. En un suspiró decidió que iba a salir a buscarlos. Agarró el chispero de la cocina y lo guardó en su bolsillo antes de apagar las luces de la casa. Los iba a salir a buscar.
Apenas cerró la reja tras de sí vio a su vecina salir al antejardín. En bata, con un tecito en la mano y desazón en el rostro, lo detuvo:
—¿Cómo se te ocurre estar saliendo a esta hora, cabrito?
No podía responderle porque tampoco sabía. No tenía idea de por dónde los iba a buscar ni mucho menos si es que los iba a encontrar.
—Mis papás no llegaron.
Asustada, la vecina intentó convencerlo de que era una mala idea. Qué pasaba lo pillaban en la calle. Y si sus papás se habían escondido. O si él se perdía. Sus advertencias prendieron las luces en el resto del pasaje y la gente lo miraba extrañada desde las ventanas. Un susurro, tan cálido como amenazante, deshizo el silencio de la villa. Abrió el portón del pasaje pero, antes de marcharse definitivamente, le hizo caso a una última instrucción:
—¡Déjalo cerrado, por último!
Andaba cauteloso por una avenida interior. Abandonado por la historia, el alumbrado público apenas podía rasgar la penumbra cómplice que dominaba esa calle de su infancia. Las habitaciones matrimoniales descansaban bajo tenues y cálidas lámparas de velador, mientras realities y programas de concursos llenaban los silencios incómodos de sus familias; la comuna dormitorio descansaba segura antes de la medianoche. Más allá del portón ningún curioso se asomaba para descubrirlo. Repentinas sacudidas de ligustrinas lo asustaban, pero eran gatos que habían escapado del cautiverio de sus dueños. Se preguntó por la última palabra cariñosa que les habrían dicho en sus casas, en una despedida accidental. No quiso pensar en la suya.
Le sorprendió ver autos recorriendo la noche. Los pocos que pasaron junto a él le tocaban la bocina, pero aceleraban para no tener que cruzar palabra. Pese a su desconfianza, le daba cierta seguridad que su recorrido tuviera esos fugaces espectadores. Por si acaso, se consolaba, alguien lo habría visto por última vez. Tardó menos de lo esperado en llegar a la primera botillería: estaba cerrada, blindada con oxidados latones y varios candados gigantes. Golpeó esas placas, que retumbaron estridentes. Ya no le importaba mucho ser descubierto. El chirrido de varias puertas abriéndose discordes lo volteó: familias enteras lo vigilaban desde sus enrejados jardines. Descubrió que algunas personas empuñaban palos, rodillos y hasta sartenes en sus manos.
—Estoy buscando a mis papás —se justificó. La gente, incrédula, le exigía explicaciones que no podía darles. La apertura de una reja a la distancia lo estremeció. Un adolescente le gritó desde la casa de al lado:
—¡Éntrate, ahueonao! ¡Éntrate!
El imperativo se repitió en un par de bocas. Las familias salían de sus casas, avanzando lentamente hacia él.
—¡Éntrate! ¡Éntrate! —De a poco, las voces empezaron a unificarse. Era un solo cántico, el de una villa entera, que le ordenaba desistir y no seguir buscando. Pero aún podía ir a la otra botillería. Aún podía pillarlos escondidos en la casa de alguien más, quizás gritándole ahora mismo, ignorando que era él que estaba detrás de ellos.
—¡Éntrate! ¡Éntrate! —Un hombre se le abalanzó con un sartén, pero él alcanzó a correr. Mientras se alejaba de la cuadra, más voces se sumaban al cántico. Golpes en ollas y rejas empezaron a marcar las sílabas con que lo descubrían: én-tra-te. No quedaba ninguna luz apagada en la avenida.
La muchedumbre dejó de perseguirlo después de un par de cuadras. La finura del silencio tensaba los músculos de su espalda. Respiraba con dificultad el pesado aire de la noche, acordándose de los linchamientos. Los primeros salieron en las noticias pero luego, para ahorrarse el pánico colectivo, fueron quedando relegados a un aprendizaje callejero. Durante la semana de la primera alarma un adolescente salió a hacer una mano. Algún vecino lo vio recibiendo el paquetito de hojas de cuaderno y dio la alerta por un chat. Pero su mensaje se malinterpretó: la gente confundida pensó que ese niño era la amenaza y lo cazaron hasta matarlo a golpes. Enterraron su cuerpo en la plaza acordando complicidad. La noticia no se supo hasta un par de días después, cuando sus papás, desesperados, preguntaron en todas partes por su hijo. Entonces una vecina rompió el pacto de silencio y les contó la verdad. Las autoridades solo dieron un sermón hueco que ya no recordaba nadie.
Lo recibieron los portones cerrados de la cuadra donde estaba la otra botillería. Los financiaron con la plata que juntaba una iglesia evangélica que se tomó la mitad de su plaza. El barrio era un bastión que otrora los resguardaba contra el mito de la delincuencia. Aunque los portones eran imponentes, pensó que podría treparlos. No tenían puntas arriba porque alguna vez un niño pensó lo mismo y quedó colgando boca abajo con la carne de su pierna enganchada en el metal. Pensó que sus papás no habrían escalado esta reja como el niño o él. Los imaginó topándose con el enorme candado cerrado, muertos de miedo. El vecino de la esquina les habría abierto la puerta y ahora buscarían la forma de contactarlo. Iba a ser difícil que lo lograran: el impacto con la cerámica había destruido casi por completo la pantalla sin mica de su teléfono.
—¡Guau!
Un perro le ladraba desde afuera de la cuadra. Fue un solo ladrido seco, audible únicamente en el silencio de la calle nocturna. No se dio vuelta, pero sintió sus rápidos pasos acercándose. Se trepó y cayó de pie, recibiendo el rebote en sus rodillas. Se escondió detrás de un auto y vio la silueta asomarse, para luego olfatear algo en el piso. Era el chispero que se le había caído del bolsillo.
Desde su escondite podía ver el halo de una fuerte luz en la plaza que estaba en el corazón de esta cuadra. Ya más cerca se encontró con una fogata, custodiada por dos personas. Una pila de sillas y mesas escolares ardían mientras ellos conversaban tomando cerveza. A los pies de uno de ellos había un fierro. Las guardias vecinales eran poco comunes por lo riesgosas, pero en algunos barrios aparecían envalentonadas por el fuego. Hablaban de una serie estadounidense, en la que una bruja se había inventado un suburbio ficticio para evitar su duelo. No la había visto, pero el internet lo había puesto al tanto de los pormenores. Pegado a la pared de una casa siguió en dirección contraria, hacia la botillería.
El local era pequeño y estaba emplazado en el estacionamiento de la casa. Su dueña vivía ahí mismo. El visillo revelaba su figura, la de una señora que, tomándose un tecito, estaba resolviendo sopas de letras. La observó un rato, colgándose de la calidez de ese momento íntimo. La señora apenas levantaba el lápiz y escribía las palabras rápidamente. Estaba segura de cada trazo. Él se molestaría si lo interrumpieran, pensó. Si un hombre extraño le tocara el timbre a estas alturas de la noche él no le abriría. Pero la dueña de la botillería no era como él. Ella descansaba confiada con las cortinas abiertas. Así que le tocó el timbre. La señora levantó la mirada, aunque no podía verlo a través del visillo. Estaba quieta, con el semblante consternado fijo en los encajes. Él tocó una vez más el timbre y ella se levantó, sin soltar su revistita. Apenas entreabrió la puerta, él se apresuró a explicarle:
—Estoy buscando a mis papás. No llegaron antes de la alarma. Tengo miedo de que les haya pasado algo y creo que vinieron a comprar para acá ¿Los ha visto?
Ella caminó hacia la reja con pasos cortitos. Le preguntó por los nombres de sus papás y él se los respondió. La señora apretó los labios.
—Pucha, mijito, sí, estaban comprando acá cuando sonó la alarma. Se quedaron conmigo hasta que paró, pero se fueron al tiro pa la casa.
En un gran suspiro su cuerpo se desarmó. Sus rodillas flaquearon y cayó al piso. Seguramente llegaron después de que él salió. Se rió pensando en el reto que le darían cuando llegara a la casa, uno que deseaba tanto. La normalidad estaba a unas cuadras de distancia.
—Éntrese usté —le invitó ella—, afuera no es seguro, con toda esta cuestión. Acá se toma un tecito y se duerme en el sillón si quiere. Le presto el teléfono para que avise en la casa que está bien, mire que la mamá debe estar preocupada ya.
La señora le sonreía a través de la reja. Frente a él estaba el papel mural desgastado y las figuritas religiosas, por ahí la una que otra foto de sus nietos y el par de cerámicas que perfectamente podría haber pintado ella en un taller municipal. Ya conocía esa casa pero nunca había estado ahí. Detrás suyo estaba la amenaza de la noche y la advertencia del fuego. Ella no ganaba nada con servirle un té y ofrecerle una frazada adicional por si le daba frío y él tampoco iba a poder conciliar el sueño tan lejos de casa, bajo el techo de una extraña.
—Entre no más —le insistió, compasiva. Pero él no quiso creer en su ternura. Se marchó por donde vino, dándole las gracias.
En la fogata no había nadie, pero un caminante con antorcha en mano entró en un pasaje. Eran los distintivos de los guardias, que estaban haciendo rondas. El perro que lo había visto entrar dormía cerca del fuego, al lado de un plato de comida, con su pelaje lustroso iluminado por el incendio. Hace mucho tiempo que no veía un perro callejero, advirtió. El corazón se le paró cuando escuchó que lo llamaban desde atrás. Era uno de los guardias, que se le acercaba con el fuego en una mano y un fierro en la otra. Se dio vuelta y levantó las palmas. Se acercó a la fogata, para convencerlo de que no era una amenaza. Ante su rostro descubierto por las llamas el guardia lo llamó por su nombre.
—¿Qué estai haciendo acá? —le preguntó confundido. Él también lo reconoció: era un tipo con el que solía tirar. Lo había conocido en una aplicación que, desde su adolescencia, era su única interacción con sus contemporáneos del sector. Se habían visto varias veces, incluso habían tenido citas en las que no culeaban. Pero ninguno de ellos supo reconocer si eso era el amor y, confundidos, se apartaron sin nunca decirse adiós. Hoy solo compartían respuestas breves y mensajes de apañe cuando correspondía; tenían buena onda. Pero el fierro de su mano estaba demasiado firme.
Quiso explicarle la situación, aunque sabía que era un despropósito. No le dijo cómo había entrado, ni que su perro, que ahora le gruñía por el costado, lo había descubierto. Él no le creyó. Lo trató de turbio y mentiroso. Aunque le hubiese creído, tampoco podía hacer mucho al respecto. Pensó en los vecinos acusándolo a la mañana siguiente por dejar a un extraño pasar la noche tan cerca de ellos. Él habría estado de acuerdo. Le prometió que se iría, que nunca volvería a la villa, e incluso le recordó que acá mismo se habían dado un beso alguna vez. Él le advirtió que no podía dejarlo irse. Su perro le ladraba, furioso, y ambos lo arrinconaban hacia el fuego. Cuando la gente saliera ya no iba a poder escapar saltando el portón, lo agarrarían antes. Un vaso de bebida desvanecida lo esperaría para siempre sobre la mesa. El animal se le abalanzó y él le respondió con una patada. A través de su zapatilla sintió uno de sus huesos quebrarse bajo su estómago blando. Alcanzó a oír su lamento al caer sobre las llamas antes de salir disparado. El guardia gritaba, pero no lo perseguía. La gente empezaba a salir de sus casas mientras él la picaba hacia algún portón. A lo lejos, la señora de la botillería cerraba las cortinas de su living.
Ya del otro lado del portón, seguía escuchando el llanto del guardia. Lo siguió oyendo durante todo el recorrido a su casa. Arrastraba los pies por la rugosa vereda. Estaba cómodo en la oscuridad -a esta hora ya no quedaban luces encendidas. Podía sentir movimiento a su alrededor, en los árboles, entre los matorrales, pero no se volteaba a descubrirlo. Sabía que esta noche equivocada terminaría con una última mala decisión. Entró a su pasaje por el otro lado, ese que estaba cerca del paradero de micro donde caía después de los carretes. Hace años que no recorría la villa a medianoche y la veía distinta. La entendía distinta. Por primera vez miró las plantas que adornaban los jardines de sus vecinos y pudo nombrarlas. Estas eran plantas que necesitaban mucha luz para sobrevivir, esas que florecen en los veranos y que se riegan bien seguido. No podía tenerlas en su departamento que nunca era besado por el sol. Extrañaba despertarse con él en la cara por las mañanas.
Había un bullicio en la avenida, al otro extremo del pasaje. Apuró el paso. Ya quería sentarse en los pisitos plásticos del patio de sus papás y contarles las cosas que sufrió hoy. La caricia piadosa de su padre y las palabras de aliento de su madre, diluyendo la angustia en algún cóctel preparado a la tincada pero con cariño. Pero las luces de su casa seguían apagadas. El peso de su cuerpo se desplomó contra su endeble reja. El recuerdo de la playa lo dejaba ciego y sordo, mientras buscaba a tientas en su bolsillo las llaves. Pero el bullicio de la avenida se había vuelto más fuerte y consiguió llamar su atención. Varios vigilantes rodeaban a un par de personas que intentaban disuadirlos. Desde las ventanas los vecinos les arrojaban basura y gritaban que los atraparan. Pudo ver cómo uno de los vigilantes apuntaba en su dirección antes de correr hacia él. Rápidamente abrió la reja y la cerró con candado. Con la mano en el cerrojo de adentro, una sospecha lo paralizó. Alcanzó a darse vuelta mientras los vigilantes gritaban que había un intruso. Se arrepintió. Entró a la oscuridad de su casa y cerró la puerta tras de sí.