Soledad abrumada por la falta de dinero y la enfermedad de su madre, consigue un trabajo part-time como fotógrafa en un prostíbulo. La amistad repentina con una chica brasileña la llevará a aprender que no todas las mujeres vuelven iguales cuando se pierden en la oscuridad de la noche.
Anoche soñé con un letrero que decía: “el fin del amor”.
Florence and the machine
Pa, tuve un sueño. Me despertaba a las 2:30 de la mañana por un ruido que venía del comedor. Primero pensé que era Osvaldo que se estaba mandando alguna cagada, pero su ladrido se convirtió en gemido. Entonces me alarmé y decidí levantarme. Miré mis pies, uno tenía puesto una zapatilla y el otro estaba desnudo. Cuando llegué al comedor, lo vi: un cocodrilo enorme se comía la pata de la mesa, la misma que compraste cuando mamá cumplió treinta y nueve.
En un momento de mi vida llegué a tener cuatro trabajos. Los primeros dos estaban relacionados con mi profesión de fotógrafa. Los otros iban variando según lo que saliera, no me ponía exquisita porque me proporcionaban una entrada extra. En todo caso, si tuviera que elegir uno, sería el cuarto, por su cualidad de inesperado.
Las cosas difíciles comenzaron cuando me titulé. Mi padre había fallecido en un accidente laboral cuando tenía dieciséis. En ese entonces, mi vida no distaba mucho de la de una adolescente. Tenía momentos buenos y otros no tanto. Desarrollé una adicción por los dulces. Comía a escondidas chocolatines, gomitas de fruta, pastillitas y alfajores. Mi madre me daba un poco más de dinero para que los compartiera, pero cuando mi padre murió, la mesada se redujo y dejó de hacerlo. Necesitaba la dosis diaria de azúcar para sentirme feliz, al menos por un rato. Iba al baño de la escuela y me sentaba en el inodoro a comer golosinas; desde entonces, el dulce nunca me abandonó, tampoco la costumbre de consumirlo de forma clandestina. Sobre todo porque la diabetes de mi madre deterioró bastante su salud: su visión se había reducido a la mitad y sus riñones ya no respondían como antes. Comer en su cara me parecía inapropiado y cruel; además, aumentaba mi ansiedad. Así que me tocó ser el sostén económico de la casa. Tres trabajos a la vez: uno por la mañana, en un diario impreso; otro por la tarde, en una agencia de publicidad; y un tercero los fines de semana, en Starbucks. Cualquier persona soltera y sin hijos tendría más que suficiente, pero cargaba con la responsabilidad de un alquiler, los gastos lógicos de dos personas, un perro y el cincuenta por ciento de los medicamentos y diálisis. La otra mitad la cubría el Estado.
Si pudiera volver el tiempo atrás, posiblemente hubiera estudiado medicina, pero nunca fui muy amiga de la química ni de la biología. Tampoco fui lo suficientemente inteligente como para tomar decisiones que me aseguraran un buen pasar en el futuro. En medio de esta crisis vocacional y financiera, llegó el cuarto trabajo. Unas de las pocas cosas positivas que me había dado estudiar fotografía fue conocer a Mona, no solo porque era una buena amiga, sino porque además colaboraba con mis ingresos pasándome trabajos esporádicos, changuitas que no quería tomar por “falta de tiempo”. Eran trabajos que ella rechazaba y que coincidían con mis horarios libres. En el fondo, no tan al fondo, sabía que detrás de ese rechazo había una genuina intención de ayudarme. En retribución, yo le cuidaba sus plantas de marihuana en mi patio; y, cuando podía, la invitaba a comer algo rico por ahí. Los trabajos iban desde sesiones fotográficas para tiendas y negocios, fotomodelaje para redes sociales y uno que otro retrato de embarazada, bebé o grupo familiar.
La semana antes de Navidad estaba retocando unas fotografías en la agencia de publicidad cuando mi celular sonó. Era un mensaje de Mona.
«Sole, bombón tengo un trabajo por buena guita. <3 <3 :-D»
Escribiendo…
«A ver… :-O»
Grabando…
«¿Te acordás del gordo Edi? ¿El novio de mi prima Inés? Bueno, resulta que tenía una changa sacando fotos a unas chicas de la noche tipo escorts que laburan en una casa cerca del Parque San Martín. Y mi prima lo descubrió. Viste que mi prima es muy a la antigua, así que anda imaginándote el quilombo que se le armó al pobre gordo. La cosa es que me ofreció la changa para no perder el contacto. Pensé en vos, por ahí te viene bien la plata, pagan seis mil por sesión realizada.»
Escribiendo…
«¿Cuántas sesiones hay que hacer? ¿A dónde hay que ir? ¿Cuándo? ¿Es serio? Me dan un poco de miedo la verdad esos lugares, todos los días pasan noticias de cosas horribles que les hacen a las minas.»
Escribiendo…
«No, tranqui. El gordo no es tan pelotudo para mandarme algo que me ponga en riesgo porque mi papá le corta las bolas. Ahora le pregunto todo eso y te aviso.»
Tomé unas gomitas de limón y me las llevé a la boca mientras esperaba la respuesta. El azúcar me ayudaba a estar despierta. Tenía sueño y recién era miércoles. Limpié los granos blancos del mouse y seguí moviendo el cursor sobre una pareja de mediana edad a los que tenía que adelgazar y mejorar la textura de piel. Buena guita, resonaba en mi cabeza.
Escribiendo…
«Dice que generalmente es como una o dos veces al mes, a veces tres, depende. Y que es seguro. Si te pinta, me dice que se pueden juntar y te explica.»
Dejé el celular y miré por la ventana. Un grupo de personas cruzaba por la senda peatonal a paso rápido para no ser achicharrados por el sol.
«Bueno. Decile que nos juntamos y veo. :-O»
Escribiendo…
«Ahí le digo. :)»
Edi me esperaba en la estación en la que habíamos acordado reunirnos. Lo distinguí por la gorra naranja flúor de Naruto que se podía ver a un kilómetro de distancia. Sin percatarse de que me acercaba, se secaba el sudor con el antebrazo y le daba sorbos a una Coca Cola. Caminamos hasta un café pequeño en una zona pituca con árboles, calles limpias y sin perros callejeros. Entramos al lugar, pedimos café helado y dos porciones de tarta de zanahoria. Él insistió en invitarme y no me hice rogar porque, para variar, andaba corta de plata.
A Edi lo conocía desde hacía unos años. La primera vez que nos vimos fue en una fiesta a la que nos llevó Mona. Terminamos muy borrachos y yo hice pichí en la vereda de una iglesia Metodista. Aunque a él le parecía graciosa la anécdota, a mí me seguía dando vergüenza. Le dije que estaba más tranquila y que ya no me aguantaba la joda como antes, pero para él no pasaba el tiempo y vivía con la misma intensidad de los dieciocho, a pesar de que se iba a casar pronto. Sin perder mucho tiempo, fui directo al grano y le pregunté por el trabajo. Pagan en efectivo, de toque. Te hacés tu platita extra. A medida que hablaba, iba visualizando lo peligroso que podía ser: una trampa, una forma de atraer chicas para la trata. Me acordé de esas historias que había escuchado en las noticias o visto en portales, sobre mujeres que viajaban desde el interior a la capital con la promesa de un trabajo que terminaba en prostitución forzada. Sin rodeos, le dije que tenía miedo de estar ante algo muy turbio. Largó una carcajada. Sin dejar de pensar en el peligro, calculé que en una sesión ganaba la mitad del sueldo mensual que recibía en Starbucks. No sé si fue el agotamiento, o que vi la esperanza de dejar de una vez por todas ese trabajo de mierda, que finalmente no solo dije que sí, sino que también me largué a llorar en la mesa. Edi me miró perplejo y luego me pasó una servilleta de papel.
Tengo un sueño recurrente: me persigue un tornado cuando voy en auto o en bici. En el último que recuerdo, estaba en una librería y el tornado apareció sin aviso. No alcancé a escapar. Quedé atrapada en el remolino, giré y giré por un largo rato, mientras las casas eran arrancadas desde los cimientos hasta convertirse en aire. Leí en internet que este sueño puede significar una advertencia o que estoy caliente, la segunda teoría es de Freud. En estos días, he estado pensando en que debería leer de vez en cuando para ejercitar el cerebro. He pensado seriamente leer algo de poesía, pero lo postergo porque me aburre. Prefiero ver una película en donde se lea poesía. Me acuerdo de Patch Adams, la vimos en VHS. ¡Qué vieja estoy! ¿Te acordás de la introducción de Gativideo que tenían los VHS? ¿Te acordás que vimos Cementerio de Animales a escondidas de mamá?
Abrí el portón y entré con la bicicleta hasta el jardín. Desde la ventana, vi luces parpadeantes que provenían del televisor encendido en el living. Habían dejado un aviso de corte de luz. La panza se me estrujó cuando leí el recargo. Doblé el papel y lo guardé en la mochila. La figura dormida de mi madre se reflejaba en la pared como una mancha oscura. Su hermoso perfil marchitado giró al escuchar la puerta cerrarse trás de mí. Osvaldo apareció desde la oscuridad de la cocina moviendo la cola. Le rasqué la coronilla y me lamió la mano. ¿Comiste algo?, preguntó mamá. Sí. La besé en la mejilla y después, en un envión, la ayudé a levantarse para acompañarla a su cama. Cuando tuvo contacto con el colchón, su cuerpo se desplomó, le quité las pantuflas y la tapé con las sábanas hasta las orejas. Ella acarició mi brazo y sonrió mientras sus ojos se cerraban. Gracias, hijita, dijo y se fue en el sueño. Está bien, mamita. Su respiración se profundizó. Parecía dejar este plano y quedar recluida en ese espacio donde solo viven los que padecen, entre el sufrimiento y el delirio. El perro se subió a la cama y se acomodó como un rosquito a sus pies. Apagué la luz.
Pasaron algunos días. El calor comenzó a vaciar la ciudad y sobre todo las calles. Las personas huían a la costa o al sur, yo estaba atenta y a la espera de la llamada. Una noche, mientras dormitaba con un libro en el regazo, recibí una llamada que me despertó de golpe. El libro se cayó al suelo. Miré la pantalla. No tenía agendado ese número. Una mujer habló del otro lado de la línea.
—Hola, ¿Soledad? Habla Leonor, la amiga de Edi, la del trabajo de las fotos.
—Hola —dije mientras bostezaba—. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias. Te llamo porque te vamos a necesitar.
El miedo que tuve en un principio comenzó a acrecentarse. Traté de enfocarme en la boleta de luz como estrategia para ahuyentar el cagazo.
—¿Cuándo necesitás las fotos?
—Esta semana —respondió.
—Puedo ir el viernes.
Agendé el número. Si todo salía bien, podría pagar el recargo de la electricidad, cambiar la cubierta trasera de la bicicleta y comprarme un corpiño nuevo. Si salía mal, no volvería a casa. El riesgo era grande, pero no tenía muchas alternativas
Llegué a la esquina de un edificio colonial. El mapa del teléfono marcó su punto rojo. Frente a mí, se alzaba una puerta de madera oscura con herraje antiguo. Miré aquella casa de tres pisos entre dos edificios, parecía sacada de una película gótica, pero sin gárgolas. Tomé el llamador de bronce y golpeé dos veces.
«Ya estoy acá, esta es la dirección y el número de la mujer que me contactó. Traje un gas pimienta por las dudas.»
Escribiendo…
«Bueno amiga, ya lo amenacé al gordo que si te pasa algo lo mato. ¿Querés que te vaya a esperar afuera? Digo, por las dudas, para que estés más tranquila.»
«No, gracias amiga. Salgo y te llamo. :)»
Un hombre alto, gigante, abrió la puerta. Parecía caribeño. Tenía un tatuaje en el cuello. Una tarántula. Sin emitir palabra hizo un gesto para que pasara. Comencé a transpirar por los nervios. Subimos unas escaleras. Llegamos a un pasillo que se extendía hasta una puerta blanca. Caminé y miré hacia los costados tanteando el terreno. Las ventanas estaban tapadas con cortinas. Si las cosas se ponían feas, no tenía chances de derribar al hombre y llegar hasta la puerta. La única forma de escapar era tirándome por la ventana. A lo sumo, en el impacto contra el suelo, me quebraría el tobillo o un brazo. Metí la mano en el bolsillo y apreté el spray con fuerza. Entramos al hall, donde había una mesa de recepción que decía Casa Chantal. Una mujer enfundada en un vestido con estampado de cebra apareció por un pasillo. Era Leonor. Las marcas de la edad no podían disimular su belleza. Tenía apariencia de extranjera, pero su acento era argentino. Me guiñó un ojo y me pidió que la siguiera mientras conversaba por teléfono. Vení que te presento a Michelle. Michelle, que se pronunciaba “Misheli”, nos esperaba en el tercer piso. Un lugar bastante diferente a la recepción. Un mundo aparte con amplios espejos y lámparas rojas que creaban una atmósfera hipnótica, casi de película. Entonces la vi parada mirando por la ventana. Era la mujer más bonita que había visto en mi vida. Más linda que las de la tele. Más linda que las mujeres que solía fotografiar en las publicidades de venta de casas. Mulata y alta, tenía el pelo largo de color rojo. Al vernos, sonrió y habló en portugués. ¿Teno que tirar a roupa? Leonor apartó el teléfono y le dijo não não bobiña. La joven me miró a los ojos y sentí vergüenza, intimidación o algo parecido.
—Sole, te presento a Michelle —dijo Leonor.
—¿Puedo ver las fotos de Edi? Me gustaría seguir con la continuidad del trabajo que hizo con ustedes.
—No te preocupes, linda. Quiero ver el tuyo, busco un cambio. Tengo algunas ideas. —Y me mostró una imagen en blanco y negro que tenía en su celular. Era una fotografía de Mónica Belucci recostada en un sofá. Mónica brillando con todo el esplendor de su cuerpo a media luz.
—Voy a instalar las luces.
La mujer asintió con la cabeza y me indicó dónde estaban los enchufes. Abrí el bolso, saqué unos cables y tomé un cuadradito de chocolate que tenía escondido en uno de los bolsillos. Me lo llevé a la boca y dejé que se derritiera mientras armaba el set. El sabor me fue calmando de a poco.
Hace tiempo que no sueño con vos. La mamá dice que a veces te sueña, sobre todo cuando le da pena o en Navidad. También cuando va a las procesiones porque se cuelga el rosario que le regalaste. Dice que la Virgen te manda en sueños para consolarla. Todo muy místico, la verdad. Es extraño que te recuerde más joven, con el mismo rostro que tenías a los treinta años. De tus últimos días solo recuerdo con nitidez tu bigote y cómo configuraba tu cara. Bigote espeso de galán de telenovela. Bigote de padre que se peina frente al espejo mientras su hija lo observa. Después vienen tus ojos, las cejas y todo lo que le sigue.
Mi servicio de fotografía comenzó a ser más solicitado a partir del cumpleaños de Leonor, cuando se le ocurrió poner un Photobooth en la fiesta. No era mi intención convertirme en una fotógrafa de eventos sociales, le había escapado a eso, pero pagaban buena plata y las chicas que trabajaban en la Casa Chantal me caían bien. Me sentía cómoda estando con ellas. Después del Photobooth, vinieron cumpleaños de niños, bautizos, fotos para los negocios particulares de algunas de las chicas. También fui contratada para el casamiento de Michelle. Ese fue el regalo de bodas de sus compañeras. Se celebró un domingo al medio día. Una fiesta íntima, con no más de veinticinco personas comiendo parrillada junto a una piscina. Llegué temprano, instalé mis luces y me dispuse a fotografiar tanto el espacio como a las personas en fotos grupales, individuales, en escalón, sonriendo, rodeando a los novios, fotos con flores y solapas mal acomodadas. De la ceremonia, pasaron al almuerzo inmediatamente y luego vino el baile: Leonor aspiraba coca sobre un espejo de mano mientras apretaba a un veinteañero que le miraba las tetas. Algunos bailaban reguetón en grupo y tomaban cócteles decorados, otros estaban en la piscina jugando con flotadores de flamencos y unicornios. Un anciano dormía apoyado en la mesa mientras su esposa se abanicaba y bebía champán. Busqué a Michelle y a su marido para sacarles una foto cortando la torta. La encontré aspirando en la mesa de suvenirs, mientras su marido besaba a otra mujer cerca de unos ligustros. No alcanzaron ni siquiera a tirar el ramo de novia. Alguien le pegó al novio y uno a uno se fueron enfundando en una piñadera de la que tuve que alejarme, pero que capturé con mi cámara. En medio del quilombo, escuché filia da putaaaa y vi a Michelle de las mechas con la mujer que cinco minutos antes estaba coqueteando con su marido. Una avalancha de gente alcoholizada intentó separar a los que se golpeaban, los gritos se mezclaban con el reguetón, un hombre fue empujado hacia la mesa de la torta, que se tambaleó y se estrelló contra el suelo. Llegaron los dueños del salón de eventos y, después, la policía. Mientras guardaba mis cosas para irme de aquel caos, Michelle se acercó con la nariz ensangrentada. Tomé una servilleta de la mesa y la ayudé a contener la sangre. Voy a buscar hielo, le dije. Estaba hiperventilada por la droga y los nervios, lloraba. El resto de los invitados retomó la compostura, a excepción del marido, que fue detenido por empujar a un policía.
—Mi quero ir —dijo.
—¿Querés que te acompañe a tu casa?
—Não mi casa. Quero ir a um lugar trancuilo.
Sentí pena por todo lo que estaba presenciando, sobre todo por ella. Otro policía se acercó y nos preguntó si estábamos bien. Sí, si, respondió Michelle. Vamos al baño a lavarte la cara, le dije mientras nos alejabamos del quilombo. Ella me tomó de la mano y pateó un unicornio inflable que estaba en nuestro camino. El unicornio cayó de cabeza a la piscina. Se lavó el rostro y salimos del centro de eventos. Fuimos un par de cuadras en silencio. La miré. Saqué mi cámara y le tomé una foto. Ella se percató y posó con la servilleta en la mano, el maquillaje corrido y una mancha roja en la fosa nasal.
—¿A dónde querés ir? —le pregunté.
—¿Y você?
—A mi casa, pero puedo acompañarte un rato, como regalo de boda —bromeé.
Ella comenzó a reírse sin parar. Luego respiró varias veces para calmar el ataque de risa y se secó unas lágrimas.
—Meu casamento é un yisastre… ¿Posso ir para tua casa?
—Sí, por supuesto. —Le pasé un caramelo que tenía en el bolsillo.
Caminamos unas cuadras más buscando en qué regresar a la ciudad hasta que nos topamos con un taxi.
Mi madre estaba viendo Pasapalabras cuando nos vio entrar. Dijo hola y luego volvió su cara hacia nosotras, nos miró perpleja. Después te cuento, le dije. Michelle se acercó y le dio un beso en cada mejilla. Le ofrecí un té, pero me dijo que quería agua. Osvaldo apareció moviendo su cola como una hélice y nos olfateó a las dos. Mi madre chistó, su cara era la de una persona que pedía explicaciones; solo sonreí esperando que no dijera más nada.
—Voy a dejar el bolso en la habitación —le dije a mi madre y Michelle me siguió.
Cuando entramos,la recorrió mirando cada foto colgada, cada nota pegada en el telgopor de la pared. Tomó un libro que estaba en la mesa de luz. En un gesto casi imperceptible, se puso a leerlo en voz susurrada.
—jjrosas dentadas, tarán túlas de terci terciopelu, jrojas bocas del inferno: son las mulieres vampiro, que del crimi, la morchi y ele olvido han vuelto, como el karma, como los remordimentus han vuelto, se sedeintas, sedientas de sangri y vinganza.
Ella me miró desconcertada. Volvió a leer en voz baja con el ceño fruncido, intentando comprenderlo.
—No é de amor.
—No, no es de amor. Es de terror y venganza.
—Eu gusta poemas de amor. —Sonrió con desilusión y cerró el libro—. ¿Queres tomar otra foto por meu casamento?
Asentí y ella se paró cerca de la ventana. Con sus manos, se tomó el pelo y lo llevó para un costado. Apunté con la cámara hacia la piel desnuda de su cuello. El foco develó un moretón que había permanecido oculto por el pelo y el maquillaje. Bajé la cámara y ella me hizo un gesto para que siguiera disparando. A contraluz, pude ver sus pecas ocultas por la base y el polvo compacto, las pestañas postizas, la boca pintada de rosa. Aunque intenté enfocarme, no pude dejar de pensar en ese moretón que le rodeaba el cuello.
—¿Te duele? —pregunté con cautela.
—A veces.
Intuí la identidad del autor. Toqué su brazo con mi mano en un acto reflejo de consuelo, como una forma de decirle sin palabras que lo sentía mucho. Ella lo entendió y me dijo ista bien, nao is tua culpa. Luego puso su mano sobre la mía. Pude sentir su respiración en mi cara. Su cuerpo largo, doblándose como un junco hacia mí. Meciéndose, cada vez más cerca. Me va a besar pensé y quedé petrificada. Nunca había besado a una mujer. Mis manos comenzaron a sudar. Tuve el impulso de hacerlo pero ella estaba drogada y alcoholizada. Sentí miedo. ¿Y si estaba imaginando algo que no era y la besaba? No podría con la vergüenza. Sin embargo, ella seguía mirándome a los ojos. Mi teléfono sonó con un mensaje, solté su mano y me alejé, pese a que me latía todo el cuerpo. Michelle sonrió con tristeza. Nerviosa comencé a hablar sin pensar mucho.
—Saqué varias fotos lindas, te las voy a pasar en un pendrive cuando las edite un poco, voy a elegir las mejores. Muchas del principio. Del final saqué un par, no sé si vas a querer esas, pero si a vos te pinta, las puedo incluir —me callé. Vi que ella no me estaba escuchando. Miraba por la ventana. Ya era de noche.
—Eu debo ir Soledad. —Me abrazó y se quedó apoyada en mi hombro por unos segundos.
—Esperá. —Me solté del abrazo y fui hasta mi mochila para buscar el spray de gas pimienta—. Esto es por si alguien te quiere hacer eso que tenés en el cuello de vuelta. Se lo tirás a los ojos y salís corriendo.
Miró el tubo metálico, lo guardó en el escote del vestido y me volvió abrazar.
La acompañé hasta la parada del colectivo y le di plata para el pasaje. Nos despedimos. Comencé a caminar hacia mi casa. Ei mulier vampiro, gritó. Giré para verla y ella se despidió con la mano.
Finalmente soñé con vos. Comíamos unos sánguches de milanesa en la costanera. Milanesa de ternera, lechuga y Hellman’s. Al costado, había un callejón que llevaba a la fábrica de alfajores cordobeses que visitamos esa vez que fuimos a Carlos Paz. Vos trabajabas ahí, no me lo dijiste pero yo lo sabía. ¿Por qué en los sueños sabemos cosas que no han sido dichas y en la vida no? ¿Dónde yace esa capacidad de interpretación? Después, te fuiste a trabajar. Pasé toda la tarde esperándote y luego salté a otro sueño en dónde vivía en una catedral que tenía departamentos en la parte superior. Vivía con la Señorita Bimbo y una sueca.
El calor asfixiante del verano había tomado la ciudad. No se veía a mucha gente deambulando por las calles. Solo aquellos que volvían de sus trabajos, unos pocos runners y algunas personas paseando a sus mascotas. Debía regresar a casa para ayudar a mi madre en su baño vespertino. Pasé por un kiosco y compré unas gomitas de eucaliptus. Con el tiempo, había asumido que el amor filial no era compatible con la libertad. Quité la cadena de la rueda y me fui caminando a casa con la bicicleta al lado para disfrutar el anochecer. El teléfono sonó. Era Leonor.
—Hola Sole, ¿cómo estas? —hizo una pausa—. Mirá, te llamo porque Michelle no ha vuelto a su casa. Estoy llamando a todos los que la conocen para ver si saben algo.
—No, che. La última vez que la vi fue en su casamiento ¿Pasó algo?
—No sé, ayer encontraron su cartera con todos sus documentos. Fuimos a la policía pero no nos dieron bola. Estoy preocupada
Mi estómago se endureció y dejé de masticar la gomita que tenía en la boca.
—¿En qué te puedo ayudar? Contá conmigo.
—¿Tenés alguna foto del casamiento que me puedas dar? Queremos hacer unos carteles y pegarlos por la ciudad. Necesito una foto de buena calidad y actualizada.
—Sí, ahora voy a mi casa, busco algunas y te las llevo. Tengo impresas las que iba a poner en el álbum del casamiento.
—Dale.
Pensé en la última vez que había visto a Michelle.
Llegué a mi casa en quince minutos. Mi madre estaba sentada en el sillón viendo una telenovela cuando abrí la puerta. Al verme, sonrió y me pidió un vaso de agua.
—Tengo que salir un rato. Voy a llevar unas fotos y vuelvo para ayudarte. —Le pasé el vaso.
—Bueno, hijita.
Cuando buscaba las fotos en mi escritorio, recordé aquellas que había tomado en mi habitación. La imagen de los moretones volvió. Guardé la cámara y la memoria en la mochila. Subí a la bicicleta y fui lo más rápido que pude. En el camino, las luces de las calles comenzaron a encenderse a medida que la oscuridad se hacía presente. El aire se tornó húmedo y espeso. Una ráfaga golpeó en mi cara. Va llover, pensé mientras cruzaba un parque. Cuando llegué a la Casa Chantal, comenzó a llover. Golpeé la puerta un par de veces hasta que me abrió Leonor en bata con un Virginia Slim. Se veía diferente, su rostro sin maquillaje dejaba en evidencia unas ojeras oscuras de trasnoche y cansancio. Me hizo pasar con la bicicleta. Fuimos hasta su oficina, abrió la ventana y prendió otro cigarrillo. En la mesa había restos de polvo blanco y una tarjeta de descuentos que había usado para picar cocaína. Busqué en mi mochila las fotos impresas y se las di en la mano. Las miró en silencio con una expresión de abatimiento.
—Hace cinco días que Michelle no viene a trabajar. Ayer encontraron su cartera cerca de las vías del tren, el marido me llamó preocupado.
—Leonor, te quiero mostrar algo. —Saqué la cámara de la mochila y busqué la foto—. Mirá. —Ella tomó la cámara—. Creo que el marido le pegaba.
—¿Dónde tomaste estas fotos?
—El día del casamiento. Después de la piñadera, no quiso estar sola ni tampoco ir a su casa. Así que fuimos a la mía y le vi esos moretones. Te lo muestro porque tengo miedo de que él le haya hecho algo.
—En las últimas semanas tuvimos un par de desencuentros porque venía a trabajar con moretones. —Me devolvió la cámara—. El pelotudo del marido le pegaba, pero lo justo y necesario para no dejarla marcada, sabía que con moretones ella no podría trabajar acá. Michelle andaba en algo más turbio, le dije que anduviera con cuidado. —Apagó el cigarrillo—. Gracias por las fotos, Sole. —Cerró la ventana y se acomodó el pelo—. Me voy a cambiar. En un rato abrimos.
Leonor me acompañó hasta la puerta. Me quedé en la vereda con un montón de preguntas atragantadas. ¿En qué cosas turbias en las que andaba metida? Para mi mala suerte, mi mente era más lenta que mi lengua. Permanecí unos instantes mirando a mi alrededor. Esperando que se me ocurriera algo. Entonces tomé mi teléfono y le escribí un mensaje.
«¿Dónde estás Michelle? ¿Qué te hicieron?»
El mensaje fue enviado, pero nunca lo leyó.
Durante semanas fuimos a la policía. Insistimos y nos cansamos de llevar información que creímos relevante para ubicar su paradero: nombres para interrogar, el lugar donde fue vista por última vez, un número de teléfono que sus compañeras habían encontrado en su cambiador. Número que a una semana de su desaparición, dejó de existir. Todo fue en vano, nos encontramos con una pared de ineficiencia y desinterés, sobre todo porque la desaparecida era una prostituta. Para dejarnos tranquilas, nos explicaron su teoría: Michelle había regresado a Brasil, a pesar de que no tenía su documentación para salir del país.
Con las chicas de la Casa Chantal, pegamos carteles: ¿Ha visto a Michelle Madeira? También publicamos su foto en las redes sociales. A veces contestaban, daban información que no llevaba a nada. Muchas teorías. Rumores sobre hombres con poder y dinero que pagaban fortunas para cumplir deseos sexuales escalofriantes, fiestas clandestinas donde corría la droga y el tráfico de personas. Que la habían secuestrado para usarla como mula, que los narcos la habían matado por una cuenta pendiente con el marido, hasta se habló de venta de órganos. Teorías que no terminaban en ningún lado, que solo acrecentaban nuestra angustia. Pasaron los meses, poco a poco dejé de ir a la Casa Chantal. Tiempo después, supe que la habían clausurado por un tema de habilitaciones municipales.
La llegada del otoño trajo consigo nuevos cambios que me reacomodaron la vida. Mi mamá presentó mejoras en su salud y yo conseguí un trabajo mejor remunerado. Otra vez, la mano interventora de Mona me había traído buena suerte. Era un puesto vacante en una reserva de aves. Un trabajo que consistía en fotografiar a las especies como seguimiento. Un día me llamaron para hacer una entrevista, luego otra y, finalmente, fui seleccionada. El mismo viernes en que supe que el puesto de la reserva era mío, renuncié a mis trabajos anteriores y volví a casa con la sorpresa. Cuando se lo conté a mi madre, lloró de alegría. Festejamos con coca zero y unos bifes a la plancha. Luego vimos televisión por un rato y nos fuimos a dormir.
Alguien acarició mis tobillos. Desperté de golpe. Entre la oscuridad y la vista borrosa por la modorra, distinguí la figura de una persona sentada a los pies de la cama. Prendí la luz del velador y vi un cabello rojo. Era Michelle. Me sorprendí tanto que no fui capaz de articular palabras. Por unos instantes, vislumbré por la ventana que estaba a sus espaldas, un rayo de luz que tardó unos segundos en tronar. El estruendo me asustó mil veces más que la aparición de Michelle, a quién, de hecho, anhelaba ver aunque fuera por última vez.
—Ei mulier vampiro. —Frunció los labios esbozando una pálida sonrisa.
—Michelle ¿Dónde estabas? ¿Co… cómo entras…te?
Me acerqué a su rostro y allí estaba la misma mancha violácea sobre su cuello
—Es un sueño —murmuré y me levanté de la cama para verla de cerca.
Ella se levantó conmigo. Su larga cabellera rozó mi brazo y me hizo cosquillas.
—Vine a traerte isto. —Tomó mi mano y puso el pequeño spray de gas pimienta. Toqué su mano para cerciorarme de que aquel tacto era real. Ella cerró mi puño y lo envolvió con sus manos.
—Michelle, te buscamos por todos lados. ¿Qué te pasó?
—Nao lo ricuerdo, en algum momento caí en un sonio, sem luz sem sonidus. Nada yi nada. Entonces eu senchi como em un susujrro teu nome Soledad… y disperté. Nao poso irme sino te devolvo isto.
La tristeza me embargó al mirar el spray en mi mano y la palidez de su rostro, su piel magullada. Comprendí de súbito que esto no era un sueño. Era real. Que así se veía la muerte y sentí pena de saber que aquel cuerpo frente a mí no volvería a sentir el calor del tacto ni a ver la luz del sol. Quise hacerle mil preguntas, pero me las guardé. Decidí solo despedirme. Así que me acerqué y vi detrás de sus labios algo que brillaba como una perla reluciente, una punta de marfil, un pequeño colmillo asomando su blancura. La abracé con fuerza y la cortina flameó acariciándonos los hombros. Cuando abrí los ojos, Michelle me acarició la mejilla y me besó. El colmillo lastimo mi labio inferior y pude sentir el gusto a sangre. Ella se relamió y luego se acercó a la puerta.
—Hey, Michelle —la llamé—, no te vayas todavía.
Michelle esbozó una sonrisa y desapareció detrás de la puerta. Solté el spray que tenía en la mano y salí corriendo tras ella. De repente, estaba en el medio de la calle, descalza, despeinada, enceguecida por la oscuridad de la noche. En shock. Caminé hasta la esquina más cercana con la vaga esperanza de encontrarla, sabiendo, en el fondo, que eso no iba a suceder. Un perro callejero se acercó moviendo la cola. Me miró con timidez o quizás miedo. Vi cómo sus ojos brillantes miraban mi mano que se acercaba para rascarle la cabeza. Se agachó en un gesto de sumisión. Está bien, está bien, no te voy a hacer nada. El pichicho lamió mis dedos que aún sentían la frialdad indeleble de la mano de Michelle. Era tiempo de volver. Miré el cielo y un enorme rayo resplandeció sobre la ciudad y lo iluminó todo.
Soñé con el mar. Este mar se parecía al de Villa Gesell pero el agua era más clarita y verde, un verde bonito, de ese que tiene el jade. En el sueño flotaba bajo un cielo nublado. Me alejaba lentamente con las olas, hasta perder de vista la playa y las boyas. Llegué a un punto donde sólo podía ver agua y un bote con luces gigantes. Una especie de faro flotante. De un momento a otro el bote desapareció. Entonces te vi. Te vi en una ola que se acercaba, eras vos pero con el rostro de una mujer roja. Luego me hundí en la espuma.