COMPARTIR LA CASA
—¿¡Qué!? Ya po no weís.
Me miró con cara seria.
—¿En qué trabajai, po?
—Soy la muerte, te dije, voy donde la gente que murió y la ayudo a irse de este mundo, respondo preguntas, me quedo un rato conversando hasta que se sientan listos.
×
El aviso lo hicimos por Instagram “se busca roomie, requisitos: votar apruebo, querer a los perros y que le guste hacer vida en comunidad. Bonus: que le gusten los juegos de mesa. Cualquier cosa por inbox”. La primera semana recibimos muchas solicitudes pero con Marta andábamos exigentes y queríamos un acompañante ideal y que conociéramos bien. Cuando no dimos cuenta de que marzo estaba encima ya todes les pretendientes que conocíamos habían encontrado donde vivir.
Andi llegó por medio de una amiga, ni Marta ni yo le conocíamos pero necesitábamos urgente arrendar la tercera pieza porque de otra forma no podríamos pagar el arriendo. Llegó un martes y el viernes ya se había instalado completamente. Consigo trajo un sillón cama muy cómodo y un refrigerador nuevo que fueron muy bienvenidos en el departamento. Esa noche carreteamos para celebrar el fin de la mudanza. Jugamos Azul y luego nos tomamos unos copetes.
A la una y pasado, Milcao se puso a ladrar exigiendo que lo bajaran para ir al baño. Tomé su correa —aunque a esa hora lo llevaba suelto—, y me acerqué a la puerta mientras él me seguía. Andi se levantó de la mesa.
—¿Te puedo acompañar? Quiero ventilarme un poco.
—Obvio, que sí, vamos.
Salimos a dar una vuelta a la cuadra. Aún no se decretaba estado de catástrofe ni toque de queda a esas alturas de la pandemia. El Milcao meaba un resto de semáforo y corría moviendo la cola tirando en dirección al parque San Borja, como si a esa hora lo fuéramos a llevar para allá. Con Andi nos mirábamos. Entre lo atontado que estaba por la piscola y por su presencia no se me ocurría nada que decir. Por la alameda se escuchaba una ambulancia.
—¿Sabes qué?, me gusta acá.
×
La mañana después de que pasó corrí a la pieza de Marta para contarle. Estaba tomando un té en su escritorio mientras revisaba sus pedidos para ponerse a trabajar. Se había duchado recién pero se había vuelto a poner pijama.
—Hueona anoche tiramos con Andi.
—Cómo, qué, Ro, qué chucha, por qué.
—Porque qué rico po.
—Pero es que tú no pensai antes de actuar.
—Lo pensé de hartas formas.
—¡Ay, por la chucha! Y todo este mes yo no me di cuenta de nada, ya cuéntame qué onda, cómo te sentís, de dónde salió esto.
—No sé yo creo que empezó a pasar desde que llegó.
—Me hacís sentir enojada y feliz al mismo tiempo sabís.
—Sí, sí sé.
—Uf, Ro va a ser todo incómodo ahora, tan caliente que tenías que salir.
—Sha, mira quién habla.
—Ya y cómo estás, qué piensas.
—Pienso que ojalá pase de nuevo.
×
Marta se equivocaba. Al viernes siguiente volvió a pasar. Estábamos carreteando les tres y Marta se fue a acostar porque había trabajado hasta tarde el día anterior. En la terraza quedamos Andi con su cigarro y yo con mi vino. Su mano pasó tras mi codo y se posó en mi antebrazo. En un segundo ya estábamos en mi pieza sin ropa besándonos. La mañana siguiente la pasamos viendo documentales del planeta tierra y comiendo pan con huevo en la cama.
Marta tenía razón. Todo se volvió muy incómodo, el domingo tuve que revisar pruebas y luego pasé toda la tarde planificando las clases para la semana. El lunes cuando Andi llegó a la casa intenté saludarla. No alcancé a tocarla y me paró en seco.
—Me tengo que desinfectar.
—Ya dale color si te iba a saludar no más.
—Ro, no sabes lo que se viene.
—Chuta ya, tranqui.
En la semana no logramos hablar y apenas me saludaba. Llegaba del trabajo, se duchaba, metía su ropa a la lavadora y se encerraba en la pieza a hablar con amigues por teléfono. Se le veía triste, como si estuviera en otra parte.
Empecé a dudar sobre lo que había pasado. ¿No le gusté? ¿Me pescó y se arrepintió? En volá piensa lo mismo que Marta. Ya pero si no quería nada, ¿para qué me pescó la segunda vez?
Ya el jueves no aguantaba más el caldo de cabeza así que en la noche me acerqué y toqué la puerta de su pieza.
—¿Qué pasa?
—Soy yo, ¿puedo pasar?
—Espera.
Me abrió la puerta y se quedó ahí de pie.
—Chuta, ya si no querís hablar no hablemos.
—No, dime, dime.
—Ya pero acá en la puerta no se puede hablar po, ni que te estuviera entregando un pedido.
—Bueno, pasa.
Nos sentamos en su cama. La decoración de su pieza era sobria. Un cuadro popart del matapacos que le había pintado su hermana, unas repisas, libros, su Nintendo 3DS sobre la mesa. Un colgador con sus chaquetas.
—Dime.
—Ya pero, es obvio a qué vengo o no.
—Y es un poco obvio cómo me siento o no.
—No, no es nada obvio una semana me pescai la otra no, no entiendo, no es justo.
—Es cierto, es que no creo que sea buena idea.
—Ya pero no podís dejar de hablarme y esperar que adivine eso.
—Es que me va pésimo en esto, no sé hablar de estas cosas.
—Nadie sabe Andi, se hace no más.
—Ya no me retís.
—Es que me da caleta de pena.
—¿Pena?
—Sí po, si me gustai.
—Ya pero no es como que me muera si estoy acá en la pieza de al lado.
—Uf, pero es que eso es peor.
—Es que no creo que sea un buen momento para enamorarse.
—¡¿Enamorarse?!
—Ay no, o sea, ah, me refiero a cómo empezar algo con alguien, en medio de una pandemia mundial, además si vives en la pieza de al lado ya es como casarse e irse a vivir juntos y hasta tenís perro o sea si me encariño del Milcao y luego me tengo que ir de acá y más encima me enamoro y además perder un perro o si te mata la pandemia y ahí yo en verdad no podría es que es mucho, mucho a la vez, he hablado con mis colegas en otras partes del mundo y está muriendo mucha gente y yo acabo de llegar acá y ni nos conocemos en verdad no puedo…
Enamorarme.
×
En esos días declararon la cuarentena en nuestra comuna. De a poco empezamos a hacer rutina del encierro. Andi tenía que seguir trabajando fuera, así que se duchaba temprano en la mañana, y luego salía de la casa. Al llegar tenía un ritual completo. Yo empezaba a hacer clases por zoom en la mañana desde las nueve hasta las cuatro. Marta se dedicaba a enviar pedidos y organizar su pega durante las mañanas y en la tarde trabajaba en su máquina de coser, armando las mochilas, carteras y bananos que vendía por Instagram. Los viernes en la noche jugábamos juegos de mesa. Los sábados cocinábamos para la gente de la calle. Y los domingos regaloneábamos con Andi.
Nuestra primera citaoalgoparecido como la llamó Andi fue en unas bancas debajo de nuestro edificio. Compramos para retirar en El Desquite. Intentábamos comprar en los locales del barrio para ayudar a enfrentar de alguna forma la situación. Era un local promedio. Las porciones y los precios estaban bien, pero el pan era algo añejo y la mayo no era muy buena. Siempre he creído que el secreto de un buen sándwich está en el pan y la mayo. Si la mayo es casera y el pan está fresco y calentito ya tienes la mitad de la pega hecha. Yo había pedido un italiano y Andi estaba comiendo un chacarero vegetariano que en verdad era un chacarero con queso en vez de carne al mismo precio.
Se nos acercó una persona.
—Andi, ¿eres tú?
—Alfredo, buena no sabía que vivías acá.
—Sí, desde siempre y tú.
—Me cambié acá hace un par de meses.
—Buena y no nos habíamos cruzado.
—No, parece que no, ¡ah! Te presento a Ro, mi roomie.
—Em, hola vecino un gusto.
—Un gusto igualmente, bueno, tengo que subir, nos vemos.
Alfredo siguió hacia el ascensor con sus bolsas de supermercado.
—Tu roomie.
—¿Qué?
—Me presentaste como tu roomie.
—Ya y qué somos.
—No sé, pero algo más que eso o no.
—Sí, obvio que sí.
—No sé preséntame como tu pinche al menos, si no querís poner etiquetas.
—Ya, ya.
—Bueno pero obvio que no parece nada serio si no sabemos todas las cosas básicas de nosotres.
—¿Cómo así?
—O sea, sabemos quiénes son nuestra familia, amigues más importantes, sabemos nuestros signos pero no tengo idea de dónde naciste, quién fue tu primer amor o en qué trabajas en verdad. De hecho siempre que hablamos de tu pega dices vaguedades o evitas el tema.
—Nací en Curicó, ya te dije oh, ni escuchas.
—Ya pero de tu pega no me has contado mucho.
—Es que es un hueveo y no me gusta mucho hablar de eso.
—Sí, se nota que andai con caleta de pega, cada vez llegai más tarde, sé que tu pega tiene que ver con algo del registro de las muertes, pero dónde exactamente, trabajai en el Servicio Médico Legal o el Minsal o dónde.
—Trabajo como la muerte.
—¿Qué? no te entiendo.
—Soy la muerte, o trabajo para la Muerte, no es tan fácil de explicar.
—¿¡Qué!? Ya po no weís.
Me miró con cara seria.
—En qué trabajai po.
—Soy la muerte te dije. Voy donde la gente que murió y la ayudo a irse de este mundo, respondo preguntas, me quedo un rato conversando hasta que se sientan listos.
—Ya si no me querís contar dónde trabajai dime no más que no querís o que no podís hablar de eso pero no me mintai po, menos una mentira tan mala.
×
Ya a finales de mayo la cuarentena empezó a agotarnos. La cosa no mejoraba, la negligencia del gobierno solo había extendido la crisis y era difícil sobrellevar el encierro. Las ventas de Marta habían bajado caleta y en el colegio nos estaban diciendo que iban a tener que bajarnos el sueldo pues muchos padres y madres estaban retirando a sus hijes porque no podían pagarlo. Esa mañana había terminado agotadísimo una clase, se me había caído el internet, una de mis estudiantes me contó que su tía había muerto por el virus y el Milcao se había puesto a ladrar en la mitad de la clase. Apenas terminé de teletrabajar entré a la pieza de Marta y me eché en su cama.
—Ay amiga, qué difícil está todo esto.
—Terrible, pero mira por lo menos ninguno de nuestros familiares está grave.
—Sí, sí, pero igual siento que se va cerrando el círculo, como que al principio era el pololo de mi prima tiene a su hermano con el virus y ahora ya tenemos amigues que han perdido a alguno de sus abueles.
—Sí, sí es cierto, como que la muerte se va acercando. Leí por ahí que estadísticamente, a todes se nos va morir alguien conocido.
—Qué horrible, ojalá quedemos fuera de esa estadística.
—También leí que es mejor no leer tanta cosa negativa e informarse lo justo y necesario y hablar de las cosas de la vida con la gente que uno quiere.
—Te amo mucho amiga, menos mal que estamos compartiendo todo esto porque sin ti nicagando podría.
—Ay, qué te hacís si ahora tenís a Andi.
—Ya pero es distinto po.
—Sí si es de celosa no más, al menos ahora el Milcao me pesca más a mí porque lo dejaste solo también.
—Oye no me digai eso que me da pena. Ya chao, me voy a ir a preparar algo pa comer, ¿querís?
—No, ya comí.
—Bueno.
—Oye Ro.
—Qué.
—Yo igual te amo mucho.
—Linda.
×
Ya era costumbre con Andi que los domingos lleváramos al Milcao al parque un buen rato. Íbamos bajando en el ascensor cuando se sube una vecina, con abrigo y un gorro cubriéndole sus cabellos grises. El Milcao se le tira encima y comienza a olisquearla.
—Milcao, no.
—Déjelo, déjelo no más. ¿Se va de paseo?
—Sí, hoy le toca ir al parque.
—¿Al San Borja?
—Sí, ahí mismo.
—Salúdenme a los gingko.
—Biloba?
—Sí, son unos con unas hojas así como…
—Sí sí los conozco, pero no los he visto en el parque.
—Sí hay, son doce, yo no los he podido ir a ver en ya casi cinco meses con todo esto.
—Les haremos llegar sus saludos, vecina.
En el parque nos dedicamos a buscar los árboles. No los pillábamos, mirábamos el suelo buscando esas hojas tan particulares. Después de un rato sin resultados dejamos de buscar y nos dedicamos a caminar, hasta que llegamos al rincón noreste del parque y ahí estaban. Diez ginko biloba plantados en pareja junto a unas bancas y al memorial de Daniel Zamudio, no sabía si todo era parte del homenaje o si los ginkos estaban de antes. Desde ahí se veía la parte trasera de la plaza “Carabineros de Chile”, que había sido un lugar de enfrenamiento con los pacos durante octubre; era un sitio importante tanto tácticamente como simbólicamente. Si los pacos dejaban que les quitaran su propia plaza era como si los castraran. Andi me mira.
—Cuático ver ese lugar desde el otro lado.
—Sí, cuático, y mirarlo también sin miedo a que te llegue un perdigón en el ojo.
—Sí, qué horror esos tiempos, fue hace tan poco y parece que hubiera pasado hace años.
—La cagó.
—Oye la vecina se equivocó, son diez árboles no más.
Seguimos caminando por el parque mientras el Milcao corría feliz con otros perros. Cerca del memorial de Daniel encontramos otro gingko, que no tenía pareja.
—En volá eran once no más y escuchamos mal.
—Sí, puede ser, o hay uno oculto en el parque que solo la vecina conoce.
—También puede ser. Cuando envejezca yo igual quiero tener un árbol amigo secreto como ella.
Después de un rato el Milcao se acercó a nosotres, agotado. Era momento de irnos. Por la calle caminábamos del brazo, mientras nuestros rostros cubiertos se cruzaban con otros rostros cubiertos.
—¡Milcao no! ¡Cuidado!
En la esquina, el Milcao se tira a la calle siguiendo a una persona que estaba cruzando en rojo, alcanzo a tirar a mi perro de la correa. El chofer del vehículo no alcanzó a frenar. El hombre rodó por sobre el techo del auto y cayó detrás de él; el sedán blanco aceleraba y huía mientras la gente en la calle gritaba la patente tratando de hacer memoria colectiva instantánea.
—Pe ele dieciséis catorce.
—No no, era pe i, pe í.
—Anoten ambas, anoten ambas, que no se olvide, ¿alguien vió el modelo?
—Que alguien llame a los pacos.
—A la posta hay que llevarlo, a la posta.
Andi se acercó con calma. Se arrodilló a un costado del hombre. Lo miró a la cara. Andi hablaba bajo, su boca se movía, pero no podía escuchar lo que decía. Todo el mundo gritaba alrededor hasta que hubo un segundo de silencio. Silencio suficiente para que todos nos diéramos cuenta.
—No respira, no respira. Que alguien corra a la posta, por favor, ayuda.
Llegamos al departamento en silencio. Andi intenta hablarme en el ascensor pero yo no puedo hacerlo. En verdad es la muerte. Estoy pololeando con la muerte. Voy a enloquecer. Andi enloqueció. Es una coincidencia no más. Pero sonaba tan cierto cuando me lo contó. Y se siente tan cierto lo que acaba de pasar. Sé que es verdad. No puedo aceptarlo, qué es esto, soy biólogo, creo en la ciencia, no en esta locura. Pero sé que es verdad. La muerte vive con nosotres. Y yo me enamoré de ella.
Se abre la puerta del ascensor.
—Tengo muchas preguntas que hacerte.
—Obvio, lo entiendo, te diré todo lo que pueda.
×
Me costó mucho entender de qué se trataba todo. Andi me explicó un poco cómo funcionaba la Muerte, institución que ha existido desde que existe la vida. Las muertes se encargan de llevar a la gente fuera de este mundo, decenas de miles de personas en todo el planeta se encargaban de acompañar a la gente a morir. Tenían horarios que cumplir, planillas de Excel que llenar y metas que cumplir. Andi trabajaba en el distrito dieciocho que cubría parte de la zona centro y sur de Santiago.
—Pero Andi, ¿hay algo más allá entonces?
—No sé.
—Cómo, qué.
—No sé, no tengo idea, mi trabajo es convencer a la gente de dar el paso a la muerte, no tengo idea qué hay más allá.
—Pero cómo, no les cuentan eso en la pega.
—No, imagínate lo que podríamos hacer con esa información. Hay dos opciones, hay algo o no hay nada. Sí hay algo y es bueno, entonces tal vez las muertes se matarían para ir a ese lugar de una. Si no hay nada, cómo crees que seríamos capaces de convencer a la gente de que dé el paso hacia la nada. Si hay algo y es malo es la misma historia. No podríamos mentir así, sería como matar a la gente con nuestras propias manos.
—Pero eso es lo que haces o no, matas gente.
—No, de mí no depende la vida de nadie, yo me encargo de las personas cuando ya murieron. A mí solo me hacen llegar la hora y lugar en que pasará y yo estoy ahí.
—Pero entonces podrías evitarlo.
—No, no podría, porque solo sé en qué lugar tengo que estar, y no es un conocimiento exacto es como una idea, una misión inconsciente que se nos traspasa, el otro día, no sabía que tenía que estar en esa esquina, pero a la vez sabía que tenía que estar en ese lugar y por eso llegamos ahí.
×
Me costó hacerme la idea de que mi pareja era la muerte. Me costó relacionarme con Andi. Le miraba con miedo, nos costó volver a tener sexo. A la mitad me atacaba el pensamiento de que estaba culeando con la muerte y entre que me daba pánico, pena y/o risa se me bajaba la calentura.
A medida que empeoraba la pandemia Andi llegaba más y más tarde. Se le notaba el cansancio y la pena.
—Odio mi trabajo Ro, ya no aguanto más. Tanta gente, gobierno culiao te juro que si dependiera de mí haría que el presidente y sus ministros se murieran para que dejen de matarnos. Todo esto se podía haber evitado pero no escucharon más que a sus bolsillos.
—Qué terrible, de verdad me es imposible imaginar lo que estás sintiendo y viviendo pero, vamos, vamos que tú eres la última persona que ve esa gente, y eres una persona hermosa, de seguro que los haces felices en esos minutos. Si me muriera sería un encanto que tú fueras lo último que viera de este mundo.
—Gracias, Ro. Gracias.
—¿Te preparo un té o algo?
—Un guatero porfa, muero de frío.
—Ya, ¿y luego nos acostamos a ver Big Little Lies?
—Sí, me encanta.
—Es la mejor.
×
Andi me despertó esa mañana.
—Ro, mira tu celular.
—Qué, que pasó.
—Míralo.
Había muerto mi abuelo. Una complicación en su diabetes lo llevó al hospital y se infectó de COVID ahí. Los primeros días sus síntomas fueron leves pero su enfermedad se agravó repentinamente. Por la saturación del hospital y la edad de mi abuelo no lo podían someter a ventilación mecánica. Era difícil de digerir, esa mañana había despertado bien, se había preparado huevos revueltos y había escrito por WhatsApp a la familia. Menos de veinticuatro horas después, estaba muerto.
—Me pudiste haber avisado antes.
—Ro, ya te dije, yo no sé lo que va a pasar.
—Podrías haberlo evitado, podrías pedir que no lo lleven que no lo dejen partir, podrías haber hecho algo Andi, pero lo dejaste morir, lo dejaste morir porque te pagan por eso.
—Ro, estás hablando del dolor.
—Sí, estoy hablando del dolor, dolor que no entiendo cómo no sientes, no entiendo cómo puedes levantarte todos los días y mandar a la gente a un lugar que no conoces, bien podrías estar mandándolos al infierno, o a la nada. Andi, a dónde mandaste a mi abuelo, dónde está, dime por favor, pregunta, dime que está bien Andi, por favor.
—De seguro está bien Ro, sino nada tendría sentido, no tiene sentido que existamos las muertes si es que alma no se va a algún lugar que exista. Estoy seguro que está en un lugar mejor.
×
La rutina del encierro era muy distinta a como había empezado. Todo el mito millennial/capitalista de la cuarentena productiva se venía abajo. La principal meta ya no era aprender a hacer un tipo de pan nuevo sino que sobrevivir. Echábamos de menos a la familia, les amigues, el afuera, el calor de la gente, el saludo sorpresa de un amigo en la calle, ser parte de un grupo que espera el verde del semáforo. Claro que había otros pasándolo peor, muchísimo peor. Si bien había disminuido nuestro sueldo, todes seguíamos recibiéndolo y Andi que no había visto mermados sus ingresos estaba aportando un poco más a la casa. Marta intentaba ayudar a sus padres, ya que a ambos se los habían cagado con la ley de protección del empleo: les habían bajado sus sueldos a la mitad mientras gastaban sus fondos del seguro de cesantía.
Aun así teníamos momentos felices. Todas las tardes jugábamos un juego de mesa para despedir el día. Los sábados nos ingeniábamos menús entretenidos para cuando vinieran a buscar los almuerzos que donábamos para la gente de la calle. Nos turnábamos para pasear al Milcao durante el día y le enseñábamos trucos normales con nombres ingeniosos, como que diera la pata al decirle sale-vale. Una noche que se cortó la luz bajamos las escaleras a oscuras y jugamos a las escondidas en el estacionamiento de la torre.
Andi estaba contando y ya había encontrado a Marta. Yo estaba escondido detrás de un auto y las podía escuchar.
—Qué paja lo de tu vieja Marta, en verdad qué rabia todo esto.
—Sí, te juro que me arde el pecho. Después de octubre pensé que no podía odiar más a este gobierno. Te juro que pensé que el peak de mi odio a Piñera era el día en que a mi primo le quitaron su ojo, pero ahora los odio más. Mis viejos, el abuelo de Ro, toda esta gente que nos rodea, todos sufriendo porque estos hueones no tienen idea de la realidad. O lo saben y la dejan así porque les conviene.
—Es horrible en verdad. Viven en otro mundo.
—Sí, igual sabís qué, es raro pero, no sé si es todo lo que quiero a mis viejos o toda la rabia que me da esto que he trabajado como con más ganas, y me ha empezado a ir mejor. Muchas veces una chaquetea las redes sociales pero te juro que ver aumentar mis seguidores en Instagram y que a la gente le guste mi trabajo me anima mucho.
—Obvio que sí.
—Y tu familia, qué onda.
—Están bien, menos mal que justo se fueron a vivir a Villarrica, por allá ha estado tranquilo y se han cuidado harto.
El Milcao se pone a ladrarme, revelando mi ubicación. Corro como si tuviera siete años.
—Un dos tres por mí. Un dos tres por Ro.
—Oye no, yo llegué antes.
—Nada qué ver, más encima tenías que tocar acá.
—No, si este era el lugar, acá en la esquinita.
×
No supimos cómo se infectó, pero asumimos que fue repartiendo sus confecciones, ya que Andi y yo dimos negativo dos veces en el PCR. Últimamente Marta salía bastante; había diversificado sus productos con la pandemia, incluyendo mascarillas, buzos, y pantuflas, todas con su estilo particular de estampados y materiales brillantes, le estaba yendo muy bien y se la veía contenta.
El bicho la agarró con fuerza, le pasamos la pieza de Andi que quedaba al fondo de la casa y nos movimos a mi pieza que estaba un poco más lejos. Salíamos de su pieza y nos desinfectábamos completos, nos cambiábamos toda la ropa y entrábamos como si fuéramos personajes de Monster Inc. y ella una humana. Y era algo así. La muerte y su pareja, un par de monstruos raros, que entraban a atender a esta persona, que sabía tantas cosas pero desconocía que hace siete meses la muerte vivía en su departamento.
Las primeras semanas estuvo estable dentro de todo. Nos decíamos que era fuerte, sana, joven. Que el bicho la iba a soltar pronto. Después de una semana de fiebre llamamos a urgencias y se la llevaron a la Posta Central. Cuatro días después nos avisaron que la iban a entubar. Tampoco respondió bien a eso, aunque se encontraba “estable dentro de su gravedad”.
×
—Si te encierro acá no podrás llevártela, no podrás empujarla a ese lugar desconocido Andi, la Marta está en tu distrito, ¿o no?, no te toca acaso empujarla a ti al abismo. No te dejaré salir, no podrás llevártela, y el alma de Marta o lo que sea que tenemos y con lo que tú transas nunca dejará su cuerpo, nunca dejará este mundo.
—Ro, no es así, déjame salir por favor.
—No Andi, sí es así, no te voy a dejar salir, no te dejaré salir hasta que termine esta pandemia maldita, no podrás llevarte a nadie más, los espíritus de la gente, aburridos de esperar volverán a sus cuerpos, no morirá nadie más Andi, porque tú estarás acá y tendrás que matarme a mí para que te deje salir, pero tú no matas a nadie ¿no?, tú solo das un empujoncito. Bueno si no ustedes las muertes dejan de dar esos empujoncitos nos podemos quedar acá en este mundo penando para siempre pero juntos, al menos estaríamos juntos.
—Ro, por favor cálmate.
—Cómo me voy a calmar si quieres que la Marta se muera, me la quieres quitar.
—No me trates así, no lo merezco, yo no escogí esto, a mí me tocó, yo no decido quién muere, no he empujado a nadie, solo hago lo que me mandaron a hacer a este mundo. Tú crees que me satisface ser la muerte. Tú crees que me siento bien, que ha sido fácil para mí visitar diez, quince, cincuenta personas por día, tener que hacerles una despedida exprés porque hay una fila de muertos esperando que alguien los ayude. Tú crees que lo he disfrutado, tratar a la gente como un número, una estadística que marco en un Excel.
—O sea que disfrutabas cuando podías conocer a quienes matabas, genial, porque a la Marta pucha que la conoces si hasta dormían siesta haciendo cucharita.
—Ro, me estás haciendo daño, deja de hablarme así, cálmate, por favor.
—No me digas que me calme, la Marta no puede morir, hace ejercicio todas las mañanas, no fuma, come bien, no tiene ni treinta, no puede morir por este virus culiao y menos puede morir si te tengo a ti encerrada.
Comencé a golpear la puerta con la palma de mis manos. Con gritos que se convirtieron en sollozos y un llanto que venía desde el fondo del estómago.
—Haz algo, por favor, no entiendo cómo no haces nada, es tu amiga también, es tu amiga, te hacía papas fritas, jugaban al Ticket to Ride todos los días, por favor haz algo, te lo ruego, si me amas por favor no dejes que se vaya, Andi por favor, no puedo perderla.
—Ro, crees que a mí no me duele, que no me siento impotente, que no siento culpa. Yo también la amo Ro, es mi amiga, no quiero que se vaya, no quiero que nos la quiten, pero no depende de ti y no depende de mí, esa es la vida Ro, así es la vida.
Me dormí apoyado en la puerta, sintiendo que el alma me dejaba el cuerpo. Andi se durmió del otro lado. De alguna forma sentí que sentía lo mismo.
×
Era la tercera vez que sonaba mi celular y recién reconocía que no era la alarma. Escuché una voz en el teléfono pero no lograba entender quién hablaba.
La noticia me sacó del sueño.
—Marta se ha ido.
Al otro lado de la puerta Andi esperaba despierta.
Abro la puerta.
Me miró, con consuelo.
Me abrazó.