Terror

Narrativa – Terror

Niñas pirómanas

Dana Lima

«Unas semanas antes, habló de nosotros, hizo una analogía con las ballenas australes: sujetos solitarios a una distancia considerable el uno del otro, buscando comunicarse por medio de un lenguaje casi imperceptible al oído humano, nadando en las profundidades marítimas mientras afuera ocurría el caos».

Medusas que atacan y agonizan, alpacas embalsamadas compañeras de baile, paradas de buses en las que se define el recorrido de nuestro destino, incendios que destruyen, pero que también purgan, espectros, caramelos de sabores imposibles de definir y que aun así no podremos olvidar, almuerzos familiares en los que se discute a gritos para silenciar el llanto por lo innombrable. Todo esto emana de los cuentos de Dana Lima, dueña de una voz literaria lúdica y a su vez melancólica que construye estos relatos de arquitectura perfecta, de personajes que queremos acompañar por siempre, y de una prosa que de tan luminosa se vuelve poética.

En un mundo que huye de la tristeza y que impone una falsa idea de felicidad para redes sociales, el universo literario de esta autora nos ofrece el tesoro de una melancolía dulce y cálida que revela la profundidad inadvertida de los hechos rutinarios y de las pequeñas cosas que le dan sentido al día-día. Un fulgor como el de un pequeño espejo plástico de juguete encendido por el reflejo de un sol de invierno.

Niñas pirómanas, esperado debut en la narrativa de Dana Lima es sin duda uno de los grandes acontecimientos literarios recientes. Sus páginas rellenan el vacío que deja el dolor del cotidiano y se convierten en las compañeras en el camino de los misterios de la tristeza.

Niñas pirómanas
Autora: Dana Lima
Editorial: IMAGINISTAS laboratorio editorial
Colección: Nº4
Género: Cuento
Subgénero: Terror
Páginas: 120
Dimensiones: 14,5 x 20 cm.
Fecha publicación: Junio 2024
ISBN 978-956-6240-10-5
Portada  de Nacha Márquez

Read more

SOLO NECESITA UN LUGAR

Macarena Araya Lira

Están en un bar. Toman cerveza, comen papas fritas, hablan sin parar. Suena un reguetón de fondo y hace calor, aunque afuera no. Afuera hace muchísimo frío. Ella no habla, solo observa lo que pasa a su alrededor. Los otros, todos los demás, gritan por sobre la música para darse a entender. Pareciera que todos esos universitarios, rebosantes de vida, lo están pasando muy bien. Todos menos ella. Se ve incómoda, pero, sobre todo, se ve cansada. No suele aceptar estas invitaciones, su objetivo es ser la mejor, es tener las mejores notas. Los bares y las fiestas la desvían del camino que ha trazado, pero insistieron tanto en que fuera que, finalmente, accedió. Está cansada y hambrienta. Ha dormido muy poco y ha comido muy mal. Todos los últimos años de su vida han sido así. Lo único que quiere es un lugar para descansar. Le pican los ojos y le duele la espalda. El cuerpo le responde lento, es como si un animal pesado, un oso hibernando, se le hubiese metido adentro. 

Está especialmente cansada porque la noche anterior hizo un turno voluntario en Urgencia y no tuvo tiempo para ir a su casa y dormir. En la madrugada, entraron varios heridos por un accidente en la carretera. Un camión repleto de maderas colisionó con varios autos. Las maderas salieron expulsadas del camión y le cortaron la cabeza a casi todos los ocupantes de la familia que iba en el auto de adelante. Tres muertos. Una mujer y dos niños decapitados. El único que no había muerto había sido el padre. Una de las maderas eyectadas le había sacado parte importante del lado derecho de la cabeza, tenía un agujero enorme, pero había sobrevivido. Los dos mejores médicos urgencistas del hospital lo atendieron. Ella pudo observar de cerca el trabajo de sus futuros colegas. Qué hermosas eran esas manos moviéndose rápidas entremedio de la sangre, esas agujas entrando en la piel, esas gasas limpiando las secreciones. Admiraba a esos hombres, quería ser como ellos, desde niña soñaba con ser doctora. Lograron estabilizar al paciente y lo llevaron a pabellón, pero todos coincidían en que era muy probable que muriese en las próximas horas. 

Se fue a duchar para ir a clases. Bajo el chorro de agua pensó en algo que muchas veces le decía su mamá: en algunos casos, mantener a alguien vivo es un acto de profunda crueldad. Ella no podía estar más en desacuerdo. Siempre había que mantener al paciente con vida, como fuese. Para ella, mantener a alguien vivo nunca era cruel, no importaban las condiciones en que quedara el paciente, para eso estaba la ciencia. Para ella, un paciente muerto era un fracaso, siempre. Antes de ir a clases, a eso de las ocho de la mañana, fue a darle el último vistazo. Sus signos vitales se veían estables, se convenció de que el hombre sobreviviría. 

En el bar celebran que un compañero había sido aceptado para realizar una pasantía en el extranjero. Ella se  vuelve a recriminar por haber aceptado la invitación ¡Cómo se te ocurre! No deberías estar aquí, se dice a sí misma. Debe llevar unas veinticuatro a veintiocho horas sin dormir: clases, turno, clases. Se ha autoconvencido de que está bien no dormir porque los médicos duermen poco y mal. Si ella quiere ser la mejor, debe acostumbrarse desde ya a dormir poco y a dormir mal. No debería estar aquí, qué mierda hace en ese bar, con esa gente. Le está empezando a doler mucho la cabeza, siente que le entierran una aguja por la nuca. Va a levantarse y va a irse, en cualquier momento lo hará, cuando baje un poco el dolor de espalda va a levantarse. Mañana tiene una prueba, tiene que repasar. Ninguno de los que está aquí hace tantas horas como yo, piensa. A ella no le interesan esas personas, estas conversaciones, lo único que realmente le importa es tener el mejor promedio, encabezar el ranking, mantener la beca y después conseguir otra e irse al extranjero. Ser la mejor. Esa es la forma que tiene de salir de aquí. No va a la mejor universidad, no le alcanzó el puntaje para aquello, y por eso sabe que tiene que esforzarse el doble, hacer más turnos en Urgencia, tomar seminarios, asistir a clases complementarias, ser ayudante. Tiene que hacerlo todo. Solo así puede convertirse en la número uno. 

Ella va a ganarles a todos. 

Se le han adormecido las piernas, se pellizca los muslos por debajo de la mesa y no siente nada. Ha llevado su cuerpo al límite y no le está respondiendo de la misma manera de antes. Necesita parar, pero si para, su proyecto (ella, ella misma), no va a funcionar y a ella no le gusta que las cosas no funcionen. ¿Qué dice toda esta gente? ¿Por qué hablan tanto?, se pregunta. La miran, ¿lo dijo en voz alta? ¿Tan torpe está? Si solo pudiera dormir un par de horas, quizás ahí podría entender lo que dice esta gente, conversar con ellos, incluso podría contarles un chistecito. Se lleva a la boca un vaso de cerveza que tiene al lado, piensa que quizás eso la puede animar un poco, pero no logra tragar, el líquido le cae por el cuello y le mancha la chaqueta. Efectivamente, así de torpe está. Toma una servilleta y con la poca energía que le va quedando, se limpia. Va a cerrar los ojos un momentito, solo unos segundos, así recuperará energía y podrá irse. De fondo, un coro de risas, el olor de los cuerpos sudados, una luz tintineante, la abrazan.

Y lo ve. O mejor dicho, lo vuelve a ver.  El padre de familia, cuya cabeza fue cercenada por la madera, está intubado y de pie en el bar. El hombre se lleva la mano a la cabeza, es evidente que la herida le duele. ¿Necesitas que te ayude?, le pregunta ella. ¡Mierda, son las doce!, grita uno de los del grupo. Ya no hay metro. Ella despierta. Se quedó dormida unos segundos o minutos, no lo sabe. Tiene la camisa babeada. El paciente no estaba ahí, por supuesto que no, se dice. Y después: no debería estar aquí. 

La única opción para volver a casa es tomar micro, taxi o colectivo. Pero es tarde y  peligroso andar por ahí a esa hora. Uno de ellos ofrece su departamento para seguir la celebración; queda cerca y hay una botillería en la esquina. Pueden quedarse a dormir si quieren, propone. Ella no quiere, ¡por supuesto que no! A ella le gusta despertar en medio de la noche y reconocer dónde está, no le gusta lo desconocido. Además, necesita estudiar, necesitar repasar, hacer resúmenes. Piensa que todavía no es tan tarde, que no es tan peligroso, que todavía pasan micros. Todos aceptan continuar la celebración en casa del compañero. Le insisten, anda, vamos, lo vamos a pasar bien. Pero ella dice que prefiere irse. Ellos no están tan comprometidos como yo, a ellos no se les adormecen las piernas, piensa. La beca. Ser la mejor. Encabezar el ranking. No fracasar.  Chao, nos vemos en clases, les dice. Y sale del bar. La niebla espesa y fría le golpea en la cara. La ciudad congelada huele a neumáticos quemados. El calor del bar queda atrás. 

Llega al paradero. La avenida principal está vacía, no pasan autos, no pasa nada. Ella estaba segura de que a esa hora iban a pasar varias micros, estaba convencida de que habría mucho más movimiento. A lo lejos, en el bandejón central, se ven pequeñas fogatas. Hay un olor pestilente que viene de esos fuegos, quemar basura es la única manera que tiene la gente que vive en la calle de sentir calor. Tirita, hace muchísimo frío. Prefiere no sentarse porque sabe que si lo hace se va a quedar dormida. Y aunque le está costando demasiado mantenerse en pie, no se sienta. Piensa que lo mejor es tomar un taxi, porque aunque no tiene mucha plata, por lo menos la puede acercar a su destino. Pero no pasan taxis y tampoco puede pedir, porque cuando revisa su celular, se da cuenta de que no tiene batería. Ya va a pasar algo, dice lanzando una nube de vaho a la noche. 

Cuando era niña tuvo un gato. Una mañana, al abrir la reja para ir al colegio, encontró a sus pies el animal muerto. Estaba tirado, con los ojos abiertos y la boca manchada de sangre. Se quedó paralizada viendo a su animalito así. Después de unos segundos lo tomó en brazos y lo entró. Estaba sola, sus papás ya estaban en el trabajo. Ella intentó reanimarlo, le apretó el pecho y le hizo respiración boca a boca, había visto en la tele que de esa forma los muertos volvían a respirar. Mientras lo hacía le decía yo te voy a salvar, yo te voy a salvar. Estuvo un buen rato en eso, hasta que se cansó y entendió que el animal permanecería para siempre igual. Cuando sus papás volvieron a casa, se encontraron con una niña con la boca llena de sangre, durmiendo al lado de un gato muerto.

¿Cómo habrán quedado los cuerpos de los niños? ¿A qué velocidad salió eyectada la madera? Mientras se hace estas preguntas, babea, le está costando trabajo mantener la boca cerrada. A lo lejos se escucha el ruidito de maderas consumiéndose, la melodía de la combustión, la idea del fuego la abriga, aunque en realidad tirita, se tambalea y mancha con gotas de baba, el asfalto de una ciudad por la que casi no pasan autos. Ya no da más, el dolor de los talones la está matando; se sienta a esperar. Se da una cachetada en la cara para mantenerse despierta, se pega fuerte, le quedan tres dedos marcados en el cachete. Intenta repasar el contenido de la evaluación de mañana, pero no puede, ni siquiera recuerda de qué ramo es la prueba. Quizás es mejor leer, quizás es mejor sacar el cuaderno de la mochila y revisar los apuntes. Tirita, se tambalea, babea, se le caen los mocos, siente agujas en los talones y le cuesta estirar la espalda. Es como si su cuerpo se estuviese volviendo en su contra. Necesita dormir. No ha pasado ningún auto, ninguna micro, nada, nadie. No le gusta eso. A nadie le gusta una ciudad silenciosa. La ciudad tiene que tener ruido, dice en voz alta a la nada y, finalmente, vencida por el cansancio, se va hacia adelante. Se golpea la cara contra el cemento y deja una gotita de sangre. Se levanta con dificultad. Siente como se le va hinchando el labio y llora. Se vuelve a pegar una cachetada, necesita despertar. Tiene que pensar en algo. Estira sus manos y las mira, mira sus uñas, sus palmas, ella ama sus manos, son su herramienta de trabajo, son su futuro. Recuerda las manos de los doctores sobre la sangre. Y entiende, por fin, lo que tiene que hacer. Va a ir al hospital. Es su casa. Son unos siete kilómetros caminando. Y aunque cree que es mucho, se levanta de inmediato y parte. 

Camina por el bandejón central. De alguna forma siente que sus pies no son sus pies, sino que son bloques de cemento que pesan demasiado. Siente que su espalda es una línea de fuego que la quema y al mismo tiempo le permite avanzar. Hay tantos, tantos perros, perros flacos y enfermos. Como está tan cansada ya no ve bien, no hace foco, las caras de los perros se ven deformes, parecen máscaras con los ojos corridos y con varias bocas. Los ruidos de los animales se mezclan con los quejidos y voces de la gente que vive en las carpas, cartones, colchones. Esto es un infierno, dice. Hace demasiado frío y la gente gime, llora, grita. Hay un murmullo que le da miedo, es como si todos le estuvieran diciendo algo, como si le estuvieran pidiendo ayuda. Nunca había caminado a esa hora por el bandejón y no se imaginaba que era tanta la gente que vivía ahí. A ella les gustaría ayudarlos, si están enfermos le gustaría operarlos y darles drogas, le gustaría usar sus manos sobre sus cuerpos, pero ahora no puede hacer. Déjenme tranquila, les dice. Ella, al igual que ese coro, también llora. Se tropieza, se cae un par de veces, no ve bien, está todo difuso. Ojalá poder entrar a una de esas carpas y dormir ahí, piensa. Pero de inmediato imagina que en esas carpas se esconden hombres que se comen a esos perros raquíticos. Está segura de que le están hablando, cree que en cualquier momento todos, perros, hombres, mujeres, todo lo que vive ahí, se le va a ir encima. Comienza a correr. Todavía tiene energía para escapar. 

Logra llegar al hospital, entra sin problemas, se nota que es una noche tranquila. Intercambia algunas miradas con los guardias y algunas enfermeras que la miran extrañada, seguramente porque se ve exhausta, está sucia, tiene el labio hinchado y cojea. Pero no le dicen nada, la dejan pasar, es, finalmente, el lugar donde la han visto tantas otras veces, demasiadas veces quizás, de hecho esas enfermeras piensan que ella no debería ir tanto, creen que es demasiado el tiempo que pasa ahí. Las enfermeras piensan ojalá tener su edad y poder estar en cualquier lugar menos en este. Ella, en cambio, está contenta de estar ahí. Por fin va a descansar, por fin va a dormir un par de horas. Eso es todo lo que necesita. Ella, futura doctora, número uno del ranking hasta la fecha, se conforma con un par de horitas, ella sabe que con tres horas de sueño puede seguir siendo la mejor. Pero no puede ir a descansar, sin antes pasar a ver al hombre. ¿Estará vivo aún?, se pregunta. Y, arrastrando los pies, va a ver al paciente. 

Llega a la habitación, pero lo ve difuso, solo distingue una montaña de tubos que se conectan a las máquinas que lo mantienen vivo. Las lucecitas tintineando es lo único que logra ver bien. Todo está borroso, le duele tanto el cuerpo, nunca antes había sentido tanto dolor. Está tan cansada que no entiende bien los signos vitales del hombre. Es como si se le hubiese olvidado todo, no recuerda nada de lo que ha aprendido durante esos tres años de medicina, ni siquiera recuerda muy bien dónde estaba antes de estar mirando esa máquina. ¿Sabe quién es? ¿O eso también lo ha olvidado? Se acerca y mira al hombre. Se fija que tiene los ojos un poco abiertos. Se ven rojos, están hinchados de sangre. ¿Estás vivo?, le pregunta. Pero por supuesto, él no responde. Ella se tambalea para adelante y para atrás y babea y lo sigue mirando. Se da una cachetada, no logra entender bien lo que está pasando. ¿Estás muriendo?, le pregunta. Comienza a llorar, se le caen los mocos, tiene la cara sucia. No te puedes morir, no te puedes morir. ¿Necesitas que te ayude?, le pregunta.

Entonces, se sube a la camilla. Yo te puedo ayudar, soy la mejor, soy mejor que todos. Al parecer recuerda quien es. Se monta sobre el hombre y empieza a presionar su pecho, empieza a hacer masajes cardíacos, presiona y vuelve a presionar y lo hace fuerte, no sabemos bien a esta altura de dónde saca esa energía, pero lo hace tan fuerte que el cuerpo del paciente cruje. Yo te voy a salvar, yo te voy a salvar.  Le remueve el  tubo endotraqueal para hacerle respiración boca a boca, la sangre del hombre empieza a salir a borbotones por la boca. Ella se atraganta, pero  no para, ella puede seguir sin problemas, ella va a salvar a ese hombre, ella es la mejor, ella está haciendo lo que haría la mejor, la mejor no dejará morir a un paciente, jamás, claro que no. 

Read more

EXTRAÑAS LUCES ALLÁ AFUERA

Francisco García Mendoza

Alguien le trabó la puerta dos minutos después de bajar al sótano por la gata que se escondía tras unas revistas viejas, incluso sintió el traqueteo metálico de la cerradura asegurarse. Valentina Navarro, veinte años recién cumplidos ese verano, se encontraba absolutamente sola en casa. 

 Afuera eran las siete y treinta de la tarde, el sol recién estaba orientándose hacia el poniente; pero adentro, ahí abajo, en esa habitación mal iluminada, construida por nostalgia a los tiempos en Broken Arrow, a Valentina el tiempo pareció habérsele detenido.

No era que desde el interior no se pudiera abrir la puerta, claro que se podía, como la mayoría de las puertas, pero para hacerlo necesitaba la llave que estaba, hasta ese minuto, en el perchero al interior de la casa. La otra copia se la habían llevado sus padres a la playa cuando se fueron de vacaciones a Algarrobo y la dejaron a ella a cargo del animal. 

La puerta del sótano estaba siempre abierta y hace bastantes años que nadie utilizaba esas llaves, por lo que Valentina bajó como de costumbre, simplemente girando el picaporte y tirando hacia afuera.

El teléfono lo había dejado arriba, en su habitación junto a la guitarra, el Mac y el resto de sus instrumentos musicales. Si un ladrón hubiese sido el responsable de haberla dejado encerrada ahí abajo ya daba, definitivamente, todas sus cosas por perdidas. 

Tanto le había costado convencer a sus padres de que le comprasen esos instrumentos. El próximo año, en marzo en realidad, ingresaría a primero de Composición Musical en la Projazz de Bustamante, y Valentina consideraba indispensable llegar con algo de práctica al menos en lo que se refería a piano y guitarra.

Pero no se escuchaba ningún ruido afuera. No era tampoco que ese sótano estuviese particularmente aislado, como podría suponerse del sótano de una muchacha que en el colegio se la pasó cantando en bandas pop. Afuera no se escuchaba nada, ni gente cargando cosas en la maleta de un auto, ni pasos subiendo y bajando la escalera, ni manos abriendo y cerrando cajones. 

Nada. Solo se escuchaba, y esto es porque ahora prestaba mayor atención, las hojas de los plátanos orientales sacudirse con la brisa, que recién hacía su anhelada aparición después de un día de treinta y cuatro grados de calor a las cuatro de la tarde, que la tuvo la mayor parte del día durmiendo la siesta, y el canto de un par de pájaros que, imaginó, se estaban comunicando. ¿De qué hablarán los pájaros a esta hora del día?, se preguntó, olvidando por un momento la amenazante situación en la que se hallaba. En ese instante, la mente de Valentina Navarro figuraba más bien en el canto de los pájaros, su atención se deslizaba entre las ramas e imitaba, de cierta forma, el acotado vuelo de su acompasado recorrer. Imaginó que su sistema de comunicación consistía en notificar referencias concretas, advertir posibilidades breves: viento, sol, sombra, árbol, rama, gato. Recordó que, cuando era niña, en la casa de Broken Arrow, tenían un canario de mascota, estaba enjaulado en la terraza y, cada vez que ella se acercaba a llenarle el pocillo de comida, el pájaro gorjeaba de la misma e invariable manera: niña, abrir, comida, niña, abrir, comida. Periquito, periquito, comida, comida, le decía Valentina mientras abría la diminuta puerta de la jaula de la que el canario jamás saldría. 

Los pájaros describían lo que estaba sucediendo a su alrededor. Si tan solo ella fuera capaz de interpretar lo que decían en ese momento en que se halló encerrada en el sótano, tal vez podría… ¿Podría qué? En estricto rigor no ayudaba mucho para encontrar la manera de salir de ahí, podría haberle dado alguna pista de las razones de su encierro, pero más allá de eso lo dudaba. Valentina cerró los ojos y por un instante no pudo más que resignarse a esperar a que alguien le rellenara su propio pocillo de comida: niña, abrir, ayuda. 

Como afuera la tarde aún no era ocaso, la luz ingresaba perpendicular por las ventanillas superiores. Es cierto que entraba tamizada por los vidrios sucios y el polvo en suspensión, pero de todas formas era suficiente como para lograr distinguir los objetos que se hallaban en su entorno. Una caja sobre otra caja, un montón de ropa de invierno sellada al vacío, un ventilador de aspas celestes sin la rejilla protectora, más cajas, bolsas con juguetes viejos, dos maletas llenas de ropa, cajas y más cajas apiladas de a dos, de a tres, selladas, la mayoría, con cinta de embalaje color café.

De pronto, y por un instante, una figura veloz ensombreció el espacio, como si alguien cruzara por afuera de las ventanillas y su andar interrumpiera la luz que se colaba en el lugar. Valentina podía sentir, esta vez, claramente los latidos de su corazón acelerado, la hojarasca reacomodándose luego de ser pisada con peso y rapidez. El pulso había cambiado de un momento a otro, de blanca a corchea y de corchea a fusa. 

Por el suelo de cemento acaso la misma sombra errante de hace poco cruzó también indistinguible. Pudo sentir esa presencia deambulando, estaba segura, atravesando muy cerca de sus pies hacia las cajas en donde se guardaban las revistas. Ahí abajo había algo y lo asumía. ¿Un reflejo? ¿Un duplicado? Alguien respirando, un corazón bombeando a un ritmo distinto del suyo. Valentina acompasó la respiración e intentó reducir al mínimo su ritmo vital. Estaba resignada, tenía la certeza de que, de un momento a otro, ese algo la abordaría repentina, indefensa en su acurrucado permanecer. 

Una figura blanca, una rata gorda de no más de treinta centímetros, irrumpió en el costado izquierdo de su tenue campo visual. ¡Ay! La gata, era la gata, por supuesto, arriba de las viejas guías de televisión. Valentina la odió por unos segundos hasta que la figura de la rata gorda se desvaneció. La llamó y el maullido la tranquilizó un poco. ¿Dónde estabas, Almendrita? Sabes que tu ausencia me angustia. 

Cuando se acercaba para poder acariciarla, la misma sombra de hace un instante se cruzó por las cajas que contenían los antiguos anuarios de la Peters Elementary School, sus recuerdos no eran más que fotos embaladas a miles de kilómetros de distancia. Pero estaba segura, eran pies deambulando arriba en las ventanas, corriendo, circulando la casa, pies desnudos, fuertes y decididos, proyectando su sombra en el reducido espacio en el que se encontraba Valentina. No los había visto directamente, pero su cerebro se había encargado de darle forma, tratando de hallar explicación a esas interrupciones fugaces. 

Almendra permanecía entre las revistas, algo la retenía allí, esas intuiciones que solo los gatos son capaces de percibir. O los pájaros cuando huyen de la ladera de un volcán que está a punto de hacer erupción. Pero Almendrita, a diferencia de las aves, se mantenía en un estado de quietud hipnótica, como evaluando cada una de las alteraciones del entorno.

La gata levantó un poco la cabeza y empezó a olisquear el ambiente. Sin moverse de su posición intentaba capturar ciertas partículas de aroma que le parecían ajenas al lugar en donde se hallaba, como si esos diminutos fragmentos trajeran consigo información del exterior. Golpeaba una y otra vez sutilmente el aire con su diminuta nariz de almendra. 

Valentina cerró los ojos, no quería mirar. Buscaba refugio en la ausencia total de sombras y formas, en su propia oscuridad interna. Pero los sonidos no desaparecían al cerrar los ojos. Podía escuchar las patas de Almendra presionar contra las revistas, deslizando su cuerpo sigiloso al roce de las cajas. En el exterior el revolotear de los pájaros, el viento desplazando las hojas sobre los adoquines de la entrada. Un grito. ¿Un perro? Quizá el de los vecinos, se dijo, intentado darle sentido a la incertidumbre que de a poco se iba apoderando de ella. La idea de que Mandino fuese el que rondaba por los alrededores de su casa, pareció tranquilizarla un poco. No era la primera vez que el perro se les escapaba a los vecinos. Otras veces también se habían saludado amistosamente en los alrededores, sin la presencia de sus dueños. Pero por más perro curioso que fuese, por más intruso, Mandino no era capaz de desplazarse en dos patas y Valentina estaba segura de que lo que había visto pasar fugazmente hace un momento, alterando la tenue luminosidad del sótano en donde se encontraba, había sido algo o alguien con las dos extremidades sosteniéndolo, un ser langostino, bípedo, cuyo transitar desafiaba cualquier lógica de desplazamiento. Una criatura que con apenas dos o tres pasos ya recorría siete u ocho metros. 

No había vuelto a oír el ladrido, tal vez lo había imaginado, ahora que lo pensaba con una leve distancia le surgían las dudas. ¿Fue un ladrido o una especie de gruñido? La inseguridad, el miedo frente a lo innominable volvía a apoderarse de ella. La idea del perro Mandino desplazándose ahora en dos patas era incluso más aterradora que la de un sujeto rondándola, que de un momento a otro un animal se comportara contra toda lógica de su especie, adoptando actitudes y comportamientos humanos, excedía con creces su espacio de cordura. Era como si de noche, por el camino de vuelta a casa, a eso de las dos de la madrugada, salieran a interceptarla de la nada tres hombres con cabeza de elefante. 

Valentina buscó a Almendra, ven Almendrita, ven, deseando que siguiera comportándose como siempre lo había hecho. Se sentó y la acomodó entre sus piernas. Pudo sentir la caricia del pelaje de Almendra hacerle cosquillas entre los muslos. Era tan suave. No pensaba en la gata, sino en la caricia misma, separando la sensación del animal que la producía. De ese modo parecía escapar un poco de allí, alejarse de ese suelo polvoriento y oscuro en donde la temperatura parecía haber aumentado dos o tres grados. Alejaba de sus pensamientos, por un instante que fuese, a él. Ese él que rondaba allá afuera, que deambulaba su casa tal vez sin siquiera sospechar que ella se encontraba allí en el sótano. Había decidido que tenía que ser un él porque la denominación le permitía no entrar en un estado desesperante. Debía hacer silencio, quizás no la buscaba a ella, se dijo, tratando de calzar la idea con el hecho de que había sido precisamente él quien le había cerrado la puerta del sótano. Algo busca en la casa y cuando lo encuentre se marchará, así va a ser, así tiene que ser, como todos los él deambulando en busca de niñitas como ella. 

Debían ser cerca de las nueve, ese breve instante de la tarde-noche que Valentina reconocía como el segundo atardecer, cuando el sol ya no intervenía y los púrpuras y violetas se intensificaban hasta fundirse con el índigo y el azul nocturno. Pronto afuera todo sería sombras, todo sería él en el horizonte. 

Almendra seguía entre sus piernas, se había acurrucado y Valentina empezó a sentir nuevamente el calor entre los muslos. Le incomodaba que la gata hubiese escogido precisamente ese sitio para dormir. Ronroneaba como hacía mucho no la sentía. 

Pronto la inquietó un hormigueo en la pierna derecha, llevaba ya unas cuantas horas sentada. Al levantarse la sensación se intensificó y millones de agujas le atravesaron las pantorrillas. Subieron por sus muslos y se detuvieron en su entrepierna hasta perder un tanto la sensibilidad. Se sintió atraída por ese efecto inerte y comenzó a palparse. Era como si unos dedos ajenos la hurguetearan, recorría sus propios bordes, presionaba y luego soltaba. Se desabrochó el pantalón e ingresó con un dedo abriéndose paso entre sus paredes estrechas hasta dar con la humedad que buscaba. Presionó un poco más y salió porque las agujas ya la habían abandonado del todo. Otra vez era su cuerpo, otra vez era ella sola encerrada en ese sótano con el estómago vacío y la necesidad de sentir algo saciándola por dentro.

Valentina sabía que afuera todo era oscuridad, no como la que se producía al cerrar los ojos, su refugio, sino más bien una oscuridad viva, en donde las lagartijas reptaban entre la hojarasca y las cucarachas corrían de un lugar a otro encima de los adoquines. Estaba segura de que, en la penumbra, más allá del polvo en suspensión, él la acechaba. Tratar de salir del sótano, ahora que ya era totalmente de noche, no era una opción. En el caso de lograr abrir la puerta se vería obligada a correr unos veinte metros alrededor de la casa para poder llegar a la entrada, y eso si es que esta seguía tal y como la había dejado antes de bajar. No quería encontrarse con el perro desplazándose sobre sus dos patas traseras ni con los hombres con cabeza de elefante.

De repente, algo se precipitó contra una de las ventanas, un golpe seco, como si un pájaro se hubiese estrellado en el vidrio. Otro impacto más en la segunda de las ventanas a nivel del piso. Ahora un silbido inquietante, el viento, la lluvia dejándose caer en el jardín. 

El rumor de los goterones golpeando la tierra la tranquilizó un poco, lo que estaba sucediendo afuera era normal, perfectamente reconocible desde el sótano en donde se encontraba agazapada. El simple murmullo de la lluvia al anochecer. Una lluvia inusual de verano, la primera lluvia.

Recordó que cuando niña su madre la llamaba desde la puerta para que se entrase. ¡Valentina! ¡Valentina! ¡No te mojes, por favor!, le decía, y ella se largaba a correr por el jardín mientras notaba cómo su vestido se iba oscureciendo al contacto del agua. Le gustaba mirar la lluvia, pero también sentir la lluvia. A veces, cuando caminaba desde la escuela a casa, optaba por no sacar el paraguas de la mochila para así empaparse entera. Ya más grande solía despertarse por las noches cuando escuchaba la lluvia entre sus sueños, abría la ventana y dejaba que el ruido entrara por completo en la habitación en donde permanecía dormitando. De hecho, la tercera ventanilla del sótano estaba a medio cerrar, no medía más de veinte centímetros, y se quedó reparando en ella mientras, poco a poco, se dejaba atrapar por ese sonido de lluvia que la iba induciendo al sueño. 

¿Cuándo se habían callado los pájaros? ¿Cuándo el perro Mandino había dejado de rondar la casa? ¿Cuándo él se había apoderado de su pensamiento? Valentina sabía que estaba soñando cuando pensó en él, así como se sabe cuando se está dormida y te despierta la necesidad de ir al baño. La lluvia había cesado y la oscuridad de afuera había dado paso a la tenue iluminación que produce la luna en una noche parcialmente nublada. Almendrita ya no estaba junto a ella, miró a su alrededor y no pudo hallarla. 

¿Pero desde cuándo la luna centelleaba?, se preguntó al notar que la luz afuera parpadeaba como no debía hacerlo. La intermitencia cesaba luego de un instante y los intervalos parecían no obedecer a ningún patrón en particular. Él estaba jugando con su mente, se dijo, o peor aún, él no era un él, sino un fenómeno mucho más aterrador e imposible de abordar. El parpadeo de las luces le recordaron los tubos fluorescentes de la cocina o de esos hospitales macabros de las películas de terror. Una angustia punzante se apoderó de ella, como si ese él que Valentina había construido para darle forma a lo indecible se liberara de las ataduras de la inteligibilidad. Él ahora podía moverse fuera del perímetro al que había sido confinado. Ahora era el destello, esa luz inadmisible en cualquier espacio de normalidad.  

De un momento a otro, la intermitencia cesó. Nuevamente la oscuridad y solo un pequeño rastro de luz que se desplazaba en el jardín. Una nueva forma, una minúscula bola de luz azulada que recorría el patio e inspeccionaba cada rincón a nivel del suelo, una luz que disminuía su velocidad o se detenía sin aviso para luego reanudar su marcha. En un instante se perdió en uno de los vértices de la casa y no volvió a aparecer.

Comenzó a sudar frío, podía sentir pequeñas gotas de agua bajar desde sus axilas hasta perderse bajo la tela del pantalón. Se halló paralizada en ese pequeño espacio del sótano en el que permaneció sentada tras dormirse, sabía que de un momento a otro esa bola de luz entraría derribando la puerta sin el menor de los ruidos para llevársela, el rapto inminente sucedería todo en mute, acrecentando así el pavor de ser testigo y protagonista de un hecho del que no tendría ningún control. Podía sentir su presencia allá afuera, preparándose para actuar. Valentina sabía que esa puerta se abriría y la luz pálida lo inundaría todo. Redujo la intensidad de su respiración, de este modo podía percibir mejor sus latidos, concentrándose en su ritmicidad y tratando de apaciguar al máximo su presencia en ese lugar. Tal vez de ese modo se marcharía, quizá así esa entidad acechante perdería el interés en secuestrar a una niña que, en ese momento, tenía más de muerta que de viva.

Sintió una brisa fría golpeándole el antebrazo. Un golpe reflejo la hizo agitarse de repente. Vio la tercera ventanilla abierta y corrió a cerrarla. No quería que nada entrase por ese punto débil. Antes de lograrlo, la gata alcanzó a huir por ese espacio minúsculo hacia el jardín. Ya no llovía y afuera todo era oscuridad. Por qué, Almendrita, se dijo, escapaste hacia el peligro. 

Volvió a tientas al espacio entre las revistas por las que tanto estuvo interesada en un principio, revistas antiguas, de hace quince, veinte años, en donde leía con cierta periodicidad historias y confesiones sobre adulterio, amores no consentidos y desvirgamientos romanticones. Cerró los ojos. No quiso volver a abrirlos y, pensando en su respiración, se fue quedando dormida.

Cuando escuchó el cerrojo destrabarse, Valentina aguardó unos quince segundos antes de desperezarse, levantarse y correr a comprobar que al fin se había abierto, como tratando de dilucidar si ese tronar metálico en realidad había ocurrido y no había sido otra jugarreta de su imaginación. Sentada allí podría haberlo averiguado, sin duda, pero las circunstancias hicieron que la lógica del impulso le llegase con esos quince segundos de retraso. Ahora pensaba en sus instrumentos y en Almendra, en la imperiosa necesidad de volver a la música. Al tomar el picaporte volvió a sentir esa seguridad que, poco a poco, durante la noche, se había ido desvaneciendo. Ya no volvió a pensar que algo podría estar acechándola detrás de la puerta esperando su salida para abordarla, ya no creía más en ese miedo, estaba segura de que todo había sido producto de su alterada imaginación, su error había consistido en no comprobar nunca que la puerta había estado en realidad siempre abierta. Valentina solo estaba motivada por el impulso, por esa necesidad de volver al mundo en donde las percepciones quedaban más bien relegadas a un segundo o tercer plano. 

Cuando Valentina Navarro por fin abrió la puerta del sótano no se encontró con ningún rastro de la entidad, era evidente, no existía y jamás existió. La luz de la mañana pareció herirle los ojos y, cuando ya se hubo acostumbrado un poco, notó, con pavor, en el paisaje que se mostraba frente a ella, que ya nunca nada volvería a ser como antes. 

Read more

Poesía – Terror

Poemas de terror
y de misterio

Luis Felipe Fabre

Poemas de terror y de misterio nos abre la puerta a un mundo peculiar en donde la poesía, el terror, el cine y la capacidad de reírnos de nosotros mismos ante el horror, son una forma de supervivencia. Los poemas son fragmentos que se construyen en la monstruosidad y la violencia, que no necesitan el uso de metáforas. La escritura de Luis Felipe Fabre es directa, sin tapujos y sin perder lo único que importa en la poesía: conmover. Cada poema es cuento de terror, una leyenda urbana, un espejo en donde nos miramos y nos asustamos, y también entendemos que la venganza puede ser más terrible, cuando las muertas de la frontera de México regresan por las noches con colmillos y nombres que no debemos olvidar; que ni una catástrofe zombi va a cambiar nuestra fragilidad humana. Poemas de terror y de misterio nos golpea con sus versos y hace una advertencia: nos hemos acostumbrado al espanto, pero no hay que perder la esperanza, la poesía nos salva y nos ayuda a entender el mundo, aún en el peor de los apocalipsis.

[Dana Lima]

Poemas de terror y de misterio
Autora: Luis Felipe Fabre
Editorial: IMAGINISTAS laboratorio editorial
Colección: Nº2
Género: Poesía
Subgénero: Terror
Páginas: 104
Dimensiones: 14,5 x 20 cm.
Fecha publicación: Abril 2024
ISBN 978-956-6240-08-2

Read more

COMPARTIR LA CASA

jovi

—¿¡Qué!? Ya po no weís.

Me miró con cara seria.

—¿En qué trabajai, po?

—Soy la muerte, te dije, voy donde la gente que murió y la ayudo a irse de este mundo, respondo preguntas, me quedo un rato conversando hasta que se sientan listos.

×

El aviso lo hicimos por Instagram “se busca roomie, requisitos: votar apruebo, querer a los perros y que le guste hacer vida en comunidad. Bonus: que le gusten los juegos de mesa. Cualquier cosa por inbox”. La primera semana recibimos muchas solicitudes pero con Marta andábamos exigentes y queríamos un acompañante ideal y que conociéramos bien. Cuando no dimos cuenta de que marzo estaba encima ya todes les pretendientes que conocíamos habían encontrado donde vivir.

Andi llegó por medio de una amiga, ni Marta ni yo le conocíamos pero necesitábamos urgente arrendar la tercera pieza porque de otra forma no podríamos pagar el arriendo. Llegó un martes y el viernes ya se había instalado completamente. Consigo trajo un sillón cama muy cómodo y un refrigerador nuevo que fueron muy bienvenidos en el departamento. Esa noche carreteamos para celebrar el fin de la mudanza. Jugamos Azul y luego nos tomamos unos copetes. 

A la una y pasado, Milcao se puso a ladrar exigiendo que lo bajaran para ir al baño. Tomé su correa —aunque a esa hora lo llevaba suelto—, y me acerqué a la puerta mientras él me seguía. Andi se levantó de la mesa.

—¿Te puedo acompañar? Quiero ventilarme un poco.

—Obvio, que sí, vamos.

Salimos a dar una vuelta a la cuadra. Aún no se decretaba estado de catástrofe ni toque de queda a esas alturas de la pandemia. El Milcao meaba un resto de semáforo y corría moviendo la cola tirando en dirección al parque San Borja, como si a esa hora lo fuéramos a llevar para allá. Con Andi nos mirábamos. Entre lo atontado que estaba por la piscola y por su presencia no se me ocurría nada que decir. Por la alameda se escuchaba una ambulancia.

—¿Sabes qué?, me gusta acá.

×

La mañana después de que pasó corrí a la pieza de Marta para contarle. Estaba tomando un té en su escritorio mientras revisaba sus pedidos para ponerse a trabajar. Se había duchado recién pero se había vuelto a poner pijama.

—Hueona anoche tiramos con Andi.

—Cómo, qué, Ro, qué chucha, por qué.

—Porque qué rico po.

—Pero es que tú no pensai antes de actuar.

—Lo pensé de hartas formas.

—¡Ay, por la chucha! Y todo este mes yo no me di cuenta de nada, ya cuéntame qué onda, cómo te sentís, de dónde salió esto.

—No sé yo creo que empezó a pasar desde que llegó.

—Me hacís sentir enojada y feliz al mismo tiempo sabís.

—Sí, sí sé.

—Uf, Ro va a ser todo incómodo ahora, tan caliente que tenías que salir.

—Sha, mira quién habla.

—Ya y cómo estás, qué piensas.

—Pienso que ojalá pase de nuevo.

×

Marta se equivocaba. Al viernes siguiente volvió a pasar. Estábamos carreteando les tres y Marta se fue a acostar porque había trabajado hasta tarde el día anterior. En la terraza quedamos Andi con su cigarro y yo con mi vino. Su mano pasó tras mi codo y se posó en mi antebrazo. En un segundo ya estábamos en mi pieza sin ropa besándonos. La mañana siguiente la pasamos viendo documentales del planeta tierra y comiendo pan con huevo en la cama.

Marta tenía razón. Todo se volvió muy incómodo, el domingo tuve que revisar pruebas y luego pasé toda la tarde planificando las clases para la semana. El lunes cuando Andi llegó a la casa intenté saludarla. No alcancé a tocarla y me paró en seco. 

—Me tengo que desinfectar.

—Ya dale color si te iba a saludar no más.

—Ro, no sabes lo que se viene.

—Chuta ya, tranqui.

En la semana no logramos hablar y apenas me saludaba. Llegaba del trabajo, se duchaba, metía su ropa a la lavadora y se encerraba en la pieza a hablar con amigues por teléfono. Se le veía triste, como si estuviera en otra parte.

Empecé a dudar sobre lo que había pasado. ¿No le gusté? ¿Me pescó y se arrepintió? En volá piensa lo mismo que Marta. Ya pero si no quería nada, ¿para qué me pescó la segunda vez? 

Ya el jueves no aguantaba más el caldo de cabeza así que en la noche me acerqué y toqué la puerta de su pieza.

—¿Qué pasa?

—Soy yo, ¿puedo pasar?

—Espera.

Me abrió la puerta y se quedó ahí de pie.

—Chuta, ya si no querís hablar no hablemos.

—No, dime, dime.

—Ya pero acá en la puerta no se puede hablar po, ni que te estuviera entregando un pedido.

—Bueno, pasa.

Nos sentamos en su cama. La decoración de su pieza era sobria. Un cuadro popart del matapacos que le había pintado su hermana, unas repisas, libros, su Nintendo 3DS sobre la mesa. Un colgador con sus chaquetas.

—Dime.

—Ya pero, es obvio a qué vengo o no.

—Y es un poco obvio cómo me siento o no.

—No, no es nada obvio una semana me pescai la otra no, no entiendo, no es justo.

—Es cierto, es que no creo que sea buena idea.

—Ya pero no podís dejar de hablarme y esperar que adivine eso.

—Es que me va pésimo en esto, no sé hablar de estas cosas.

—Nadie sabe Andi, se hace no más.

—Ya no me retís.

—Es que me da caleta de pena.

—¿Pena?

—Sí po, si me gustai.

—Ya pero no es como que me muera si estoy acá en la pieza de al lado.

—Uf, pero es que eso es peor.

—Es que no creo que sea un buen momento para enamorarse.

—¡¿Enamorarse?!

—Ay no, o sea, ah, me refiero a cómo empezar algo con alguien, en medio de una pandemia mundial, además si vives en la pieza de al lado ya es como casarse e irse a vivir juntos y hasta tenís perro o sea si me encariño del Milcao y luego me tengo que ir de acá y más encima me enamoro y además perder un perro o si te mata la pandemia y ahí yo en verdad no podría es que es mucho, mucho a la vez, he hablado con mis colegas en otras partes del mundo y está muriendo mucha gente y yo acabo de llegar acá y ni nos conocemos en verdad no puedo…

Enamorarme.

×

En esos días declararon la cuarentena en nuestra comuna. De a poco empezamos a hacer rutina del encierro. Andi tenía que seguir trabajando fuera, así que se duchaba temprano en la mañana, y luego salía de la casa. Al llegar tenía un ritual completo. Yo empezaba a hacer clases por zoom en la mañana desde las nueve hasta las cuatro. Marta se dedicaba a enviar pedidos y organizar su pega durante las mañanas y en la tarde trabajaba en su máquina de coser, armando las mochilas, carteras y bananos que vendía por Instagram. Los viernes en la noche jugábamos juegos de mesa. Los sábados cocinábamos para la gente de la calle. Y los domingos regaloneábamos con Andi.

Nuestra primera citaoalgoparecido como la llamó Andi fue en unas bancas debajo de nuestro edificio. Compramos para retirar en El Desquite. Intentábamos comprar en los locales del barrio para ayudar a enfrentar de alguna forma la situación. Era un local promedio. Las porciones y los precios estaban bien, pero el pan era algo añejo y la mayo no era muy buena. Siempre he creído que el secreto de un buen sándwich está en el pan y la mayo. Si la mayo es casera y el pan está fresco y calentito ya tienes la mitad de la pega hecha. Yo había pedido un italiano y Andi estaba comiendo un chacarero vegetariano que en verdad era un chacarero con queso en vez de carne al mismo precio. 

Se nos acercó una persona.

—Andi, ¿eres tú?

—Alfredo, buena no sabía que vivías acá.

—Sí, desde siempre y tú.

—Me cambié acá hace un par de meses.

—Buena y no nos habíamos cruzado.

—No, parece que no, ¡ah! Te presento a Ro, mi roomie.

—Em, hola vecino un gusto.

—Un gusto igualmente, bueno, tengo que subir, nos vemos.

Alfredo siguió hacia el ascensor con sus bolsas de supermercado.

—Tu roomie.

—¿Qué?

—Me presentaste como tu roomie.

—Ya y qué somos.

—No sé, pero algo más que eso o no.

—Sí, obvio que sí.

—No sé preséntame como tu pinche al menos, si no querís poner etiquetas.

—Ya, ya.

—Bueno pero obvio que no parece nada serio si no sabemos todas las cosas básicas de nosotres.

—¿Cómo así?

—O sea, sabemos quiénes son nuestra familia, amigues más importantes, sabemos nuestros signos pero no tengo idea de dónde naciste, quién fue tu primer amor o en qué trabajas en verdad. De hecho siempre que hablamos de tu pega dices vaguedades o evitas el tema.

—Nací en Curicó, ya te dije oh, ni escuchas.

—Ya pero de tu pega no me has contado mucho.

—Es que es un hueveo y no me gusta mucho hablar de eso.

—Sí, se nota que andai con caleta de pega, cada vez llegai más tarde, sé que tu pega tiene que ver con algo del registro de las muertes, pero dónde exactamente, trabajai en el Servicio Médico Legal o el Minsal o dónde.

—Trabajo como la muerte.

—¿Qué? no te entiendo.

—Soy la muerte, o trabajo para la Muerte, no es tan fácil de explicar.

—¿¡Qué!? Ya po no weís.

Me miró con cara seria.

—En qué trabajai po.

—Soy la muerte te dije. Voy donde la gente que murió y la ayudo a irse de este mundo, respondo preguntas, me quedo un rato conversando hasta que se sientan listos.

—Ya si no me querís contar dónde trabajai dime no más que no querís o que no podís hablar de eso pero no me mintai po, menos una mentira tan mala.

×

Ya a finales de mayo la cuarentena empezó a agotarnos. La cosa no mejoraba, la negligencia del gobierno solo había extendido la crisis y era difícil sobrellevar el encierro. Las ventas de Marta habían bajado caleta y en el colegio nos estaban diciendo que iban a tener que bajarnos el sueldo pues muchos padres y madres estaban retirando a sus hijes porque no podían pagarlo. Esa mañana había terminado agotadísimo una clase, se me había caído el internet, una de mis estudiantes me contó que su tía había muerto por el virus y el Milcao se había puesto a ladrar en la mitad de la clase. Apenas terminé de teletrabajar entré a la pieza de Marta y me eché en su cama.

—Ay amiga, qué difícil está todo esto.

—Terrible, pero mira por lo menos ninguno de nuestros familiares está grave.

—Sí, sí, pero igual siento que se va cerrando el círculo, como que al principio era el pololo de mi prima tiene a su hermano con el virus y ahora ya tenemos amigues que han perdido a alguno de sus abueles.

—Sí, sí es cierto, como que la muerte se va acercando. Leí por ahí que estadísticamente, a todes se nos va morir alguien conocido.

—Qué horrible, ojalá quedemos fuera de esa estadística.

—También leí que es mejor no leer tanta cosa negativa e informarse lo justo y necesario y hablar de las cosas de la vida con la gente que uno quiere.

—Te amo mucho amiga, menos mal que estamos compartiendo todo esto porque sin ti nicagando podría.

—Ay, qué te hacís si ahora tenís a Andi.

—Ya pero es distinto po.

—Sí si es de celosa no más, al menos ahora el Milcao me pesca más a mí porque lo dejaste solo también.

—Oye no me digai eso que me da pena. Ya chao, me voy a ir a preparar algo pa comer, ¿querís?

—No, ya comí.

—Bueno.

—Oye Ro.

—Qué.

—Yo igual te amo mucho.

—Linda.

×

Ya era costumbre con Andi que los domingos lleváramos al Milcao al parque un buen rato. Íbamos bajando en el ascensor cuando se sube una vecina, con abrigo y un gorro cubriéndole sus cabellos grises. El Milcao se le tira encima y comienza a olisquearla.

—Milcao, no.

—Déjelo, déjelo no más. ¿Se va de paseo?

—Sí, hoy le toca ir al parque.

—¿Al San Borja?

—Sí, ahí mismo.

—Salúdenme a los gingko.

—Biloba?

—Sí, son unos con unas hojas así como…

—Sí sí los conozco, pero no los he visto en el parque.

—Sí hay, son doce, yo no los he podido ir a ver en ya casi cinco meses con todo esto.

—Les haremos llegar sus saludos, vecina.

En el parque nos dedicamos a buscar los árboles. No los pillábamos, mirábamos el suelo buscando esas hojas tan particulares. Después de un rato sin resultados dejamos de buscar y nos dedicamos a caminar, hasta que llegamos al rincón noreste del parque y ahí estaban. Diez ginko biloba plantados en pareja junto a unas bancas y al memorial de Daniel Zamudio, no sabía si todo era parte del homenaje o si los ginkos estaban de antes. Desde ahí se veía la parte trasera de la plaza “Carabineros de Chile”, que había sido un lugar de enfrenamiento con los pacos durante octubre; era un sitio importante tanto tácticamente como simbólicamente. Si los pacos dejaban que les quitaran su propia plaza era como si los castraran. Andi me mira.

—Cuático ver ese lugar desde el otro lado.

—Sí, cuático, y mirarlo también sin miedo a que te llegue un perdigón en el ojo.

—Sí, qué horror esos tiempos, fue hace tan poco y parece que hubiera pasado hace años. 

—La cagó.

—Oye la vecina se equivocó, son diez árboles no más.

Seguimos caminando por el parque mientras el Milcao corría feliz con otros perros. Cerca del memorial de Daniel encontramos otro gingko, que no tenía pareja.

—En volá eran once no más y escuchamos mal.

—Sí, puede ser, o hay uno oculto en el parque que solo la vecina conoce.

—También puede ser. Cuando envejezca yo igual quiero tener un árbol amigo secreto como ella.

Después de un rato el Milcao se acercó a nosotres, agotado. Era momento de irnos. Por la calle caminábamos del brazo, mientras nuestros rostros cubiertos se cruzaban con otros rostros cubiertos.

—¡Milcao no! ¡Cuidado!

En la esquina, el Milcao se tira a la calle siguiendo a una persona que estaba cruzando en rojo, alcanzo a tirar a mi perro de la correa. El chofer del vehículo no alcanzó a frenar. El hombre rodó por sobre el techo del auto y cayó detrás de él; el sedán blanco aceleraba y huía mientras la gente en la calle gritaba la patente tratando de hacer memoria colectiva instantánea.

—Pe ele dieciséis catorce.

—No no, era pe i, pe í.

—Anoten ambas, anoten ambas, que no se olvide, ¿alguien vió el modelo?

—Que alguien llame a los pacos.

—A la posta hay que llevarlo, a la posta.

Andi se acercó con calma. Se arrodilló a un costado del hombre. Lo miró a la cara. Andi hablaba bajo, su boca se movía, pero no podía escuchar lo que decía. Todo el mundo gritaba alrededor hasta que hubo un segundo de silencio. Silencio suficiente para que todos nos diéramos cuenta.

—No respira, no respira. Que alguien corra a la posta, por favor, ayuda.

Llegamos al departamento en silencio. Andi intenta hablarme en el ascensor pero yo no puedo hacerlo. En verdad es la muerte. Estoy pololeando con la muerte. Voy a enloquecer. Andi enloqueció. Es una coincidencia no más. Pero sonaba tan cierto cuando me lo contó. Y se siente tan cierto lo que acaba de pasar. Sé que es verdad. No puedo aceptarlo, qué es esto, soy biólogo, creo en la ciencia, no en esta locura. Pero sé que es verdad. La muerte vive con nosotres. Y yo me enamoré de ella.

Se abre la puerta del ascensor.

—Tengo muchas preguntas que hacerte.

—Obvio, lo entiendo, te diré todo lo que pueda.

×

Me costó mucho entender de qué se trataba todo. Andi me explicó un poco cómo funcionaba la Muerte, institución que ha existido desde que existe la vida. Las muertes se encargan de llevar a la gente fuera de este mundo, decenas de miles de personas en todo el planeta se encargaban de acompañar a la gente a morir. Tenían horarios que cumplir, planillas de Excel que llenar y metas que cumplir. Andi trabajaba en el distrito dieciocho que cubría parte de la zona centro y sur de Santiago.

—Pero Andi, ¿hay algo más allá entonces?

—No sé.

—Cómo, qué.

—No sé, no tengo idea, mi trabajo es convencer a la gente de dar el paso a la muerte, no tengo idea qué hay más allá.

—Pero cómo, no les cuentan eso en la pega.

—No, imagínate lo que podríamos hacer con esa información. Hay dos opciones, hay algo o no hay nada. Sí hay algo y es bueno, entonces tal vez las muertes se matarían para ir a ese lugar de una. Si no hay nada, cómo crees que seríamos capaces de convencer a la gente de que dé el paso hacia la nada. Si hay algo y es malo es la misma historia. No podríamos mentir así, sería como matar a la gente con nuestras propias manos. 

—Pero eso es lo que haces o no, matas gente.

—No, de mí no depende la vida de nadie, yo me encargo de las personas cuando ya murieron. A mí solo me hacen llegar la hora y lugar en que pasará y yo estoy ahí. 

—Pero entonces podrías evitarlo.

—No, no podría, porque solo sé en qué lugar tengo que estar, y no es un conocimiento exacto es como una idea, una misión inconsciente que se nos traspasa, el otro día, no sabía que tenía que estar en esa esquina, pero a la vez sabía que tenía que estar en ese lugar y por eso llegamos ahí.

×

Me costó hacerme la idea de que mi pareja era la muerte. Me costó relacionarme con Andi. Le miraba con miedo, nos costó volver a tener sexo. A la mitad me atacaba el pensamiento de que estaba culeando con la muerte y entre que me daba pánico, pena y/o risa se me bajaba la calentura. 

A medida que empeoraba la pandemia Andi llegaba más y más tarde. Se le notaba el cansancio y la pena. 

—Odio mi trabajo Ro, ya no aguanto más. Tanta gente, gobierno culiao te juro que si dependiera de mí haría que el presidente y sus ministros se murieran para que dejen de matarnos. Todo esto se podía haber evitado pero no escucharon más que a sus bolsillos.

—Qué terrible, de verdad me es imposible imaginar lo que estás sintiendo y viviendo pero, vamos, vamos que tú eres la última persona que ve esa gente, y eres una persona hermosa, de seguro que los haces felices en esos minutos. Si me muriera sería un encanto que tú fueras lo último que viera de este mundo.

—Gracias, Ro. Gracias.

—¿Te preparo un té o algo?

—Un guatero porfa, muero de frío.

—Ya, ¿y luego nos acostamos a ver Big Little Lies?

—Sí, me encanta.

—Es la mejor.

×

Andi me despertó esa mañana. 

—Ro, mira tu celular.

—Qué, que pasó.

—Míralo.

Había muerto mi abuelo. Una complicación en su diabetes lo llevó al hospital y se infectó de COVID ahí. Los primeros días sus síntomas fueron leves pero su enfermedad se agravó repentinamente. Por la saturación del hospital y la edad de mi abuelo no lo podían someter a ventilación mecánica. Era difícil de digerir, esa mañana había despertado bien, se había preparado huevos revueltos y había escrito por WhatsApp a la familia. Menos de veinticuatro horas después, estaba muerto.

—Me pudiste haber avisado antes.

—Ro, ya te dije, yo no sé lo que va a pasar.

—Podrías haberlo evitado, podrías pedir que no lo lleven que no lo dejen partir, podrías haber hecho algo Andi, pero lo dejaste morir, lo dejaste morir porque te pagan por eso.

—Ro, estás hablando del dolor.

—Sí, estoy hablando del dolor, dolor que no entiendo cómo no sientes, no entiendo cómo puedes levantarte todos los días y mandar a la gente a un lugar que no conoces, bien podrías estar mandándolos al infierno, o a la nada. Andi, a dónde mandaste a mi abuelo, dónde está, dime por favor, pregunta, dime que está bien Andi, por favor.

—De seguro está bien Ro, sino nada tendría sentido, no tiene sentido que existamos las muertes si es que alma no se va a algún lugar que exista. Estoy seguro que está en un lugar mejor.

×

La rutina del encierro era muy distinta a como había empezado. Todo el mito millennial/capitalista de la cuarentena productiva se venía abajo. La principal meta ya no era aprender a hacer un tipo de pan nuevo sino que sobrevivir. Echábamos de menos a la familia, les amigues, el afuera, el calor de la gente, el saludo sorpresa de un amigo en la calle, ser parte de un grupo que espera el verde del semáforo. Claro que había otros pasándolo peor, muchísimo peor. Si bien había disminuido nuestro sueldo, todes seguíamos recibiéndolo y Andi que no había visto mermados sus ingresos estaba aportando un poco más a la casa. Marta intentaba ayudar a sus padres, ya que a ambos se los habían cagado con la ley de protección del empleo: les habían bajado sus sueldos a la mitad mientras gastaban sus fondos del seguro de cesantía. 

Aun así teníamos momentos felices. Todas las tardes jugábamos un juego de mesa para despedir el día. Los sábados nos ingeniábamos menús entretenidos para cuando vinieran a buscar los almuerzos que donábamos para la gente de la calle. Nos turnábamos para pasear al Milcao durante el día y le enseñábamos trucos normales con nombres ingeniosos, como que diera la pata al decirle sale-vale. Una noche que se cortó la luz bajamos las escaleras a oscuras y jugamos a las escondidas en el estacionamiento de la torre.

Andi estaba contando y ya había encontrado a Marta. Yo estaba escondido detrás de un auto y las podía escuchar.

—Qué paja lo de tu vieja Marta, en verdad qué rabia todo esto.

—Sí, te juro que me arde el pecho. Después de octubre pensé que no podía odiar más a este gobierno. Te juro que pensé que el peak de mi odio a Piñera era el día en que a mi primo le quitaron su ojo, pero ahora los odio más. Mis viejos, el abuelo de Ro, toda esta gente que nos rodea, todos sufriendo porque estos hueones no tienen idea de la realidad. O lo saben y la dejan así porque les conviene.

—Es horrible en verdad. Viven en otro mundo.

—Sí, igual sabís qué, es raro pero, no sé si es todo lo que quiero a mis viejos o toda la rabia que me da esto que he trabajado como con más ganas, y me ha empezado a ir mejor. Muchas veces una chaquetea las redes sociales pero te juro que ver aumentar mis seguidores en Instagram y que a la gente le guste mi trabajo me anima mucho.

—Obvio que sí.

—Y tu familia, qué onda.

—Están bien, menos mal que justo se fueron a vivir a Villarrica, por allá ha estado tranquilo y se han cuidado harto.

El Milcao se pone a ladrarme, revelando mi ubicación. Corro como si tuviera siete años.

—Un dos tres por mí. Un dos tres por Ro.

—Oye no, yo llegué antes.

—Nada qué ver, más encima tenías que tocar acá. 

—No, si este era el lugar, acá en la esquinita.

×

No supimos cómo se infectó, pero asumimos que fue repartiendo sus confecciones, ya que Andi y yo dimos negativo dos veces en el PCR. Últimamente Marta salía bastante; había diversificado sus productos con la pandemia, incluyendo mascarillas, buzos, y pantuflas, todas con su estilo particular de estampados y materiales brillantes, le estaba yendo muy bien y se la veía contenta.

El bicho la agarró con fuerza, le pasamos la pieza de Andi que quedaba al fondo de la casa y nos movimos a mi pieza que estaba un poco más lejos. Salíamos de su pieza y nos desinfectábamos completos, nos cambiábamos toda la ropa y entrábamos como si fuéramos personajes de Monster Inc. y ella una humana. Y era algo así. La muerte y su pareja, un par de monstruos raros, que entraban a atender a esta persona, que sabía tantas cosas pero desconocía que hace siete meses la muerte vivía en su departamento.

Las primeras semanas estuvo estable dentro de todo. Nos decíamos que era fuerte, sana, joven. Que el bicho la iba a soltar pronto. Después de una semana de fiebre llamamos a urgencias y se la llevaron a la Posta Central. Cuatro días después nos avisaron que la iban a entubar. Tampoco respondió bien a eso, aunque se encontraba “estable dentro de su gravedad”.

×

—Si te encierro acá no podrás llevártela, no podrás empujarla a ese lugar desconocido Andi, la Marta está en tu distrito, ¿o no?, no te toca acaso empujarla a ti al abismo. No te dejaré salir, no podrás llevártela, y el alma de Marta o lo que sea que tenemos y con lo que tú transas nunca dejará su cuerpo, nunca dejará este mundo.

—Ro, no es así, déjame salir por favor.

—No Andi, sí es así, no te voy a dejar salir, no te dejaré salir hasta que termine esta pandemia maldita, no podrás llevarte a nadie más, los espíritus de la gente, aburridos de esperar volverán a sus cuerpos, no morirá nadie más Andi, porque tú estarás acá y tendrás que matarme a mí para que te deje salir, pero tú no matas a nadie ¿no?, tú solo das un empujoncito. Bueno si no ustedes las muertes dejan de dar esos empujoncitos nos podemos quedar acá en este mundo penando para siempre pero juntos, al menos estaríamos juntos.

—Ro, por favor cálmate.

—Cómo me voy a calmar si quieres que la Marta se muera, me la quieres quitar.

—No me trates así, no lo merezco, yo no escogí esto, a mí me tocó, yo no decido quién muere, no he empujado a nadie, solo hago lo que me mandaron a hacer a este mundo. Tú crees que me satisface ser la muerte. Tú crees que me siento bien, que ha sido fácil para mí visitar diez, quince, cincuenta personas por día, tener que hacerles una despedida exprés porque hay una fila de muertos esperando que alguien los ayude. Tú crees que lo he disfrutado, tratar a la gente como un número, una estadística que marco en un Excel.

—O sea que disfrutabas cuando podías conocer a quienes matabas, genial, porque a la Marta pucha que la conoces si hasta dormían siesta haciendo cucharita.

—Ro, me estás haciendo daño, deja de hablarme así, cálmate, por favor. 

—No me digas que me calme, la Marta no puede morir, hace ejercicio todas las mañanas, no fuma, come bien, no tiene ni treinta, no puede morir por este virus culiao y menos puede morir si te tengo a ti encerrada.

Comencé a golpear la puerta con la palma de mis manos. Con gritos que se convirtieron en sollozos y un llanto que venía desde el fondo del estómago.

—Haz algo, por favor, no entiendo cómo no haces nada, es tu amiga también, es tu amiga, te hacía papas fritas, jugaban al Ticket to Ride todos los días, por favor haz algo, te lo ruego, si me amas por favor no dejes que se vaya, Andi por favor, no puedo perderla.

—Ro, crees que a mí no me duele, que no me siento impotente, que no siento culpa. Yo también la amo Ro, es mi amiga, no quiero que se vaya, no quiero que nos la quiten, pero no depende de ti y no depende de mí, esa es la vida Ro, así es la vida.

Me dormí apoyado en la puerta, sintiendo que el alma me dejaba el cuerpo. Andi se durmió del otro lado. De alguna forma sentí que sentía lo mismo.

×

Era la tercera vez que sonaba mi celular y recién reconocía que no era la alarma. Escuché una voz en el teléfono pero no lograba entender quién hablaba.

La noticia me sacó del sueño.

—Marta se ha ido.

Al otro lado de la puerta Andi esperaba despierta.

Abro la puerta.

Me miró, con consuelo.

Me abrazó.

Read more

MUJER VAMPIRO

Dana Lima

Anoche soñé con un letrero que decía: “el fin del amor”.
Florence and the machine

Pa, tuve un sueño. Me despertaba a las 2:30 de la mañana por un ruido que venía del comedor. Primero pensé que era Osvaldo que se estaba mandando alguna cagada, pero su ladrido se convirtió en gemido. Entonces me alarmé y decidí levantarme. Miré mis pies, uno tenía puesto una zapatilla y el otro estaba desnudo. Cuando llegué al comedor, lo vi: un cocodrilo enorme se comía la pata de la mesa, la misma que compraste cuando mamá cumplió treinta y nueve.

En un momento de mi vida llegué a tener cuatro trabajos. Los primeros dos estaban relacionados con mi profesión de fotógrafa. Los otros iban variando según lo que saliera, no me ponía exquisita porque me proporcionaban una entrada extra. En todo caso, si tuviera que elegir uno, sería el cuarto, por su cualidad de inesperado. 

Las cosas difíciles comenzaron cuando me titulé. Mi padre había fallecido en un accidente laboral cuando tenía dieciséis. En ese entonces, mi vida no distaba mucho de la de una adolescente. Tenía momentos buenos y otros no tanto. Desarrollé una adicción por los dulces. Comía a escondidas chocolatines, gomitas de fruta, pastillitas y alfajores. Mi madre me daba un poco más de dinero para que los compartiera, pero cuando mi padre murió, la mesada se redujo y dejó de hacerlo. Necesitaba la dosis diaria de azúcar para sentirme feliz, al menos por un rato. Iba al baño de la escuela y me sentaba en el inodoro a comer golosinas; desde entonces, el dulce nunca me abandonó, tampoco la costumbre de consumirlo de forma clandestina. Sobre todo porque la diabetes de mi madre deterioró bastante su salud: su visión se había reducido a la mitad y sus riñones ya no respondían como antes. Comer en su cara me parecía inapropiado y cruel; además, aumentaba mi ansiedad. Así que me tocó ser el sostén económico de la casa. Tres trabajos a la vez: uno por la mañana, en un diario impreso; otro por la tarde, en una agencia de publicidad; y un tercero los fines de semana, en Starbucks. Cualquier persona soltera y sin hijos tendría más que suficiente, pero cargaba con la responsabilidad de un alquiler, los gastos lógicos de dos personas, un perro y  el cincuenta por ciento de los medicamentos y diálisis. La otra mitad la cubría el Estado. 

Si pudiera volver el tiempo atrás, posiblemente hubiera estudiado medicina, pero nunca fui muy amiga de la química ni de la biología. Tampoco fui lo suficientemente inteligente como para tomar decisiones que me aseguraran un buen pasar en el futuro. En medio de esta crisis vocacional y financiera, llegó el cuarto trabajo. Unas de las pocas cosas positivas que me había dado estudiar fotografía fue conocer a Mona, no solo porque era una buena amiga, sino porque además colaboraba con mis ingresos pasándome trabajos esporádicos, changuitas que no quería tomar por “falta de tiempo”. Eran trabajos que ella rechazaba y que coincidían con mis horarios libres. En el fondo, no tan al fondo, sabía que detrás de ese rechazo había una genuina intención de ayudarme. En retribución, yo le cuidaba sus plantas de marihuana en mi patio; y, cuando podía, la invitaba a comer algo rico por ahí. Los trabajos iban desde sesiones fotográficas para tiendas y negocios, fotomodelaje para redes sociales y uno que otro retrato de embarazada, bebé o grupo familiar. 

La semana antes de Navidad estaba retocando unas fotografías en la agencia de publicidad cuando mi celular sonó. Era un mensaje de Mona.  

«Sole, bombón tengo un trabajo por buena guita. <3 <3 :-D»

Escribiendo

«A ver… :-O»

Grabando… 

«¿Te acordás del gordo Edi? ¿El novio de mi prima Inés? Bueno, resulta que tenía una changa sacando fotos a unas chicas de la noche tipo escorts que laburan en  una casa cerca del Parque San Martín. Y mi prima lo descubrió. Viste que mi prima es muy a la antigua, así que anda imaginándote el quilombo que se le armó al pobre gordo. La cosa es que me ofreció la changa para no perder el contacto. Pensé en vos, por ahí te viene bien la plata, pagan seis mil por sesión realizada.» 

Escribiendo

«¿Cuántas sesiones hay que hacer? ¿A dónde hay que ir? ¿Cuándo? ¿Es serio? Me dan un poco de miedo la verdad esos lugares, todos los días pasan noticias de cosas horribles que les hacen a las minas.»

Escribiendo

«No, tranqui. El gordo no es tan pelotudo para mandarme algo que me ponga en riesgo porque mi papá le corta las bolas. Ahora le pregunto todo eso y te aviso.»

Tomé unas gomitas de limón y me las llevé a la boca mientras esperaba la respuesta. El azúcar me ayudaba a estar despierta. Tenía sueño y recién era miércoles. Limpié los granos blancos del mouse y seguí moviendo el cursor sobre una pareja de mediana edad a los que tenía que adelgazar y mejorar la textura de piel. Buena guita, resonaba en mi cabeza.

Escribiendo

«Dice que generalmente es como una o dos veces al mes, a veces tres, depende. Y que es seguro. Si te pinta, me dice que se pueden juntar y te explica.»

Dejé el celular y miré por la ventana. Un grupo de personas cruzaba por la senda peatonal a paso rápido para no ser achicharrados por el sol.

«Bueno. Decile que nos juntamos y veo. :-O»

Escribiendo

«Ahí le digo.  :)»

Edi me esperaba en la estación en la que habíamos acordado reunirnos. Lo distinguí por la gorra naranja flúor de Naruto que se podía ver a un kilómetro de distancia. Sin percatarse de que me acercaba, se secaba el sudor con el antebrazo y le daba sorbos a una Coca Cola. Caminamos hasta un café pequeño en una zona pituca con árboles, calles limpias y sin perros callejeros. Entramos al lugar, pedimos café helado y dos porciones de tarta de zanahoria. Él insistió en invitarme y no me hice rogar porque, para variar, andaba corta de plata. 

A Edi lo conocía desde hacía unos años. La primera vez que nos vimos fue en una fiesta a la que nos llevó Mona. Terminamos muy borrachos y yo hice pichí en la vereda de una iglesia Metodista. Aunque a él le parecía graciosa la anécdota, a mí me seguía dando vergüenza. Le dije que estaba más tranquila y que ya no me aguantaba la joda como antes, pero para él no pasaba el tiempo y vivía con la misma intensidad de los dieciocho, a pesar de que se iba a casar pronto. Sin perder mucho tiempo, fui directo al grano y le pregunté por el trabajo. Pagan en efectivo, de toque. Te hacés tu platita extra. A medida que hablaba, iba visualizando lo peligroso que podía ser: una trampa, una forma de atraer chicas para la trata. Me acordé de esas historias que había escuchado en las noticias o visto en portales, sobre mujeres que viajaban desde el interior a la capital con la promesa de un trabajo que terminaba en prostitución forzada. Sin rodeos, le dije que tenía miedo de estar ante algo muy turbio. Largó una carcajada. Sin dejar de pensar en el peligro, calculé que en una sesión ganaba la mitad del sueldo mensual que recibía en Starbucks. No sé si fue el agotamiento, o que vi la esperanza de dejar de una vez por todas ese trabajo de mierda, que finalmente no solo dije que sí, sino que también me largué a llorar en la mesa. Edi me miró perplejo y luego me pasó una servilleta de papel.

Tengo un sueño recurrente: me persigue un tornado cuando voy en auto o en bici. En el último que recuerdo, estaba en una librería y el tornado apareció sin aviso. No alcancé a escapar. Quedé atrapada en el remolino, giré y giré por un largo rato, mientras las casas eran arrancadas desde los cimientos hasta convertirse en aire. Leí en internet que este sueño puede significar una advertencia o que estoy caliente, la segunda teoría es de Freud. En estos días, he estado pensando en que debería leer de vez en cuando para ejercitar el cerebro. He pensado seriamente leer algo de poesía, pero lo postergo porque me aburre. Prefiero ver una película en donde se lea poesía. Me acuerdo de  Patch Adams, la vimos en VHS. ¡Qué vieja estoy! ¿Te acordás de la introducción de Gativideo que tenían los VHS? ¿Te acordás que vimos Cementerio de Animales a escondidas de mamá?

Abrí el portón y entré con la bicicleta hasta el jardín. Desde la ventana, vi luces parpadeantes que provenían del televisor encendido en el living. Habían dejado un aviso de corte de luz. La panza se me estrujó cuando leí el recargo. Doblé el papel y lo guardé en la mochila. La figura dormida de mi madre se reflejaba en la pared como una mancha oscura. Su hermoso perfil marchitado giró al escuchar la puerta cerrarse trás de mí. Osvaldo apareció desde la oscuridad de la cocina moviendo la cola. Le rasqué la coronilla y me lamió la mano. ¿Comiste algo?, preguntó mamá. . La besé en la mejilla y después, en un envión, la ayudé a levantarse para acompañarla a su cama. Cuando tuvo contacto con el colchón, su cuerpo se desplomó, le quité las pantuflas y la tapé con las sábanas hasta las orejas. Ella acarició mi brazo y sonrió mientras sus ojos se cerraban. Gracias, hijita, dijo y se fue en el sueño. Está bien, mamita. Su respiración se profundizó. Parecía dejar este plano y quedar recluida en ese espacio donde solo viven los que padecen, entre el sufrimiento y el delirio. El perro se subió a la cama y se acomodó como un rosquito a sus pies. Apagué la luz. 

Pasaron algunos días. El calor comenzó a vaciar la ciudad y sobre todo las calles. Las personas huían a la costa o al sur, yo estaba atenta y a la espera de la llamada. Una noche, mientras dormitaba con un libro en el regazo, recibí una llamada que me despertó de golpe. El libro se cayó al suelo. Miré la pantalla. No  tenía agendado ese número. Una mujer habló del otro lado de la línea. 

—Hola, ¿Soledad? Habla Leonor, la amiga de Edi, la del trabajo de las fotos. 

—Hola —dije mientras bostezaba—. ¿Cómo estás?

—Bien, gracias. Te llamo porque te vamos a necesitar.

El miedo que tuve en un principio comenzó a acrecentarse. Traté de enfocarme en la boleta de luz como estrategia para ahuyentar el cagazo. 

—¿Cuándo necesitás las fotos?

—Esta semana —respondió.

—Puedo ir el viernes. 

Agendé el número. Si todo salía bien, podría pagar el recargo de la electricidad, cambiar la cubierta trasera de la bicicleta y comprarme un corpiño nuevo. Si salía mal, no volvería a casa. El riesgo era grande, pero no tenía muchas alternativas

Llegué a la esquina de un edificio colonial. El mapa del teléfono marcó su punto rojo. Frente a mí, se alzaba una puerta de madera oscura con herraje antiguo. Miré aquella casa de tres pisos entre dos edificios, parecía sacada de una película gótica, pero sin gárgolas. Tomé el llamador de bronce y golpeé dos veces. 

«Ya estoy acá, esta es la dirección y el número de la mujer que me contactó. Traje un gas pimienta por las dudas.»

Escribiendo…

«Bueno amiga, ya lo amenacé al gordo que si te pasa algo lo mato. ¿Querés que te  vaya a esperar afuera? Digo, por las dudas, para que estés más tranquila.»

«No, gracias amiga. Salgo y te llamo. :)»

Un hombre alto, gigante, abrió la puerta. Parecía caribeño. Tenía un tatuaje en el cuello. Una tarántula. Sin emitir palabra hizo un gesto para que pasara. Comencé a transpirar por los nervios. Subimos unas escaleras. Llegamos a un pasillo que se extendía hasta una puerta blanca. Caminé y miré hacia los costados tanteando el terreno. Las ventanas estaban tapadas con cortinas. Si las cosas se ponían feas, no tenía chances de derribar al hombre y llegar hasta la puerta. La única forma de escapar era tirándome por la ventana. A lo sumo, en el impacto contra el suelo, me quebraría el tobillo o un brazo. Metí la mano en el bolsillo y apreté el spray con fuerza. Entramos al hall, donde había una mesa de recepción que decía Casa Chantal. Una mujer enfundada en un vestido con estampado de cebra apareció por un pasillo. Era Leonor. Las marcas de la edad no podían disimular su belleza. Tenía apariencia de extranjera, pero su acento era argentino. Me guiñó un ojo y me pidió que la siguiera mientras conversaba por teléfono. Vení que te presento a Michelle. Michelle, que se pronunciaba “Misheli”, nos esperaba en el tercer piso. Un lugar bastante diferente a la recepción. Un mundo aparte con amplios espejos y lámparas rojas que creaban una atmósfera hipnótica, casi de película. Entonces la vi parada mirando por la ventana. Era la mujer más bonita que había visto en mi vida. Más linda que las de la tele. Más linda que las mujeres que solía fotografiar en las publicidades de venta de casas. Mulata y alta, tenía el pelo largo de color rojo. Al vernos, sonrió y habló en portugués. ¿Teno que tirar a roupa? Leonor apartó el teléfono y le dijo não não bobiña. La joven me miró a los ojos y sentí vergüenza, intimidación o algo parecido. 

—Sole, te presento a Michelle —dijo Leonor.

—¿Puedo ver las fotos de Edi? Me gustaría seguir con la continuidad del trabajo que hizo con ustedes. 

—No te preocupes, linda. Quiero ver el tuyo, busco un cambio. Tengo algunas ideas. —Y me mostró una imagen en blanco y negro que tenía en su celular. Era una fotografía de Mónica Belucci recostada en un sofá. Mónica brillando con todo el esplendor de su cuerpo a media luz.

—Voy a instalar las luces.

La mujer asintió con la cabeza y me indicó dónde estaban los enchufes. Abrí el bolso, saqué unos cables y tomé un cuadradito de chocolate que tenía escondido en uno de los bolsillos. Me lo llevé a la boca y dejé que se derritiera mientras armaba el set. El sabor me fue calmando de a poco. 

Hace tiempo que no sueño con vos. La mamá dice que a veces te sueña, sobre todo cuando le da pena o en Navidad. También cuando va a las procesiones porque se cuelga el rosario que le regalaste. Dice que la Virgen te manda en sueños para consolarla. Todo muy místico, la verdad. Es extraño que te recuerde más joven, con el mismo rostro que tenías a los treinta años. De tus últimos días solo recuerdo con nitidez tu bigote y cómo configuraba tu cara. Bigote espeso de galán de telenovela. Bigote de padre que se peina frente al espejo mientras su hija lo observa. Después vienen tus ojos, las cejas y todo lo que le sigue.

Mi servicio de fotografía comenzó a ser más solicitado a partir del cumpleaños de Leonor, cuando se le ocurrió poner un Photobooth en la fiesta. No era mi intención convertirme en una fotógrafa de eventos sociales, le había escapado a eso, pero pagaban buena plata y las chicas que trabajaban en la Casa Chantal me caían bien. Me sentía cómoda estando con ellas. Después del Photobooth, vinieron cumpleaños de niños, bautizos, fotos para los negocios particulares de algunas de las chicas. También fui contratada para  el casamiento de Michelle. Ese fue el regalo de bodas de sus compañeras. Se celebró un domingo al medio día. Una fiesta íntima, con no más de veinticinco personas comiendo parrillada junto a una piscina. Llegué temprano, instalé mis luces y me dispuse a fotografiar tanto el espacio como a las personas en fotos grupales, individuales, en escalón, sonriendo, rodeando a los novios, fotos con flores y solapas mal acomodadas. De la ceremonia, pasaron al almuerzo inmediatamente y luego vino el baile: Leonor aspiraba coca sobre un espejo de mano mientras apretaba a un veinteañero que le miraba las tetas. Algunos bailaban reguetón en grupo y tomaban cócteles decorados, otros estaban en la piscina jugando con flotadores de flamencos y unicornios. Un anciano dormía apoyado en la mesa mientras su esposa se abanicaba y bebía champán. Busqué a Michelle y a su marido para sacarles una foto cortando la torta. La encontré aspirando en la mesa de suvenirs, mientras su marido besaba a otra mujer cerca de unos ligustros. No alcanzaron ni siquiera a tirar el ramo de novia. Alguien le pegó al novio y uno a uno se fueron enfundando en una piñadera de la que tuve que alejarme, pero que capturé con mi cámara. En medio del quilombo, escuché filia da putaaaa y vi a Michelle de las mechas con la mujer que cinco minutos antes estaba coqueteando con su marido. Una avalancha de gente alcoholizada intentó separar a los que se golpeaban, los gritos se mezclaban con el reguetón, un hombre fue empujado hacia la mesa de la torta, que se tambaleó y se estrelló contra el suelo. Llegaron los dueños del salón de eventos y, después, la policía. Mientras guardaba mis cosas para irme de aquel caos, Michelle se acercó con la nariz ensangrentada. Tomé una servilleta de la mesa y la ayudé a contener la sangre. Voy a buscar hielo, le dije. Estaba hiperventilada por la droga y los nervios, lloraba. El resto de los invitados retomó la compostura, a excepción del marido, que fue detenido por empujar a un policía. 

—Mi quero ir —dijo. 

—¿Querés que te acompañe a tu casa?

—Não mi casa. Quero ir a um lugar trancuilo.

Sentí pena por todo lo que estaba presenciando, sobre todo por ella. Otro policía se acercó y nos preguntó si estábamos bien. Sí, si, respondió Michelle. Vamos al baño a lavarte la cara, le dije mientras nos alejabamos del quilombo. Ella me tomó de la mano y pateó un unicornio inflable que estaba en nuestro camino. El unicornio cayó de cabeza a la piscina. Se lavó el rostro y salimos del centro de eventos. Fuimos un par de cuadras en silencio. La miré. Saqué mi cámara y le tomé una foto. Ella se percató y posó con la servilleta en la mano, el maquillaje corrido y una mancha roja en la fosa nasal.

—¿A dónde querés ir? —le pregunté.

—¿Y você?

—A mi casa, pero puedo acompañarte un rato, como regalo de boda —bromeé.

Ella comenzó a reírse sin parar. Luego respiró varias veces para calmar el ataque de risa y se secó unas lágrimas. 

—Meu casamento é un yisastre… ¿Posso ir para tua casa?

—Sí, por supuesto. —Le pasé un caramelo que tenía en el bolsillo. 

Caminamos unas cuadras más buscando en qué regresar a la ciudad hasta que nos topamos con un taxi.  

Mi madre estaba viendo Pasapalabras cuando nos vio entrar. Dijo hola y luego volvió su cara hacia nosotras, nos miró perpleja. Después te cuento, le dije.  Michelle se acercó y le dio un beso en cada mejilla. Le ofrecí un té, pero me dijo que quería agua. Osvaldo apareció moviendo su cola como una hélice y nos olfateó a las dos.  Mi madre chistó, su cara era la de una persona que pedía explicaciones; solo sonreí esperando que no dijera más nada.

—Voy a dejar el bolso en la habitación —le dije a mi madre y Michelle me siguió.

Cuando entramos,la recorrió mirando cada foto colgada, cada nota pegada en el telgopor de la pared. Tomó un libro que estaba en la mesa de luz. En un gesto casi imperceptible, se puso a leerlo en voz susurrada. 

jjrosas dentadas, tarán túlas de terci terciopelu, jrojas bocas del inferno:

son las mulieres vampiro

que del crimi, la morchi y ele olvido han vuelto

como el karma, como 

los remordimentus han vuelto, se sedeintas 

sedientas

de sangri y  vinganza. 

Ella me miró desconcertada. Volvió a leer en voz baja con el ceño fruncido, intentando comprenderlo. 

—No é de amor.

—No, no es de amor. Es de terror y venganza. 

—Eu gusta poemas de amor. —Sonrió con desilusión y cerró el libro—. ¿Queres tomar otra foto por meu casamento? 

Asentí y ella se paró cerca de la ventana. Con sus manos, se tomó el pelo y lo llevó para un costado. Apunté con la cámara hacia la piel desnuda de su cuello. El foco develó un moretón que había permanecido oculto por el pelo y el maquillaje. Bajé la cámara y ella me hizo un gesto para que siguiera disparando. A contraluz, pude ver sus pecas ocultas por la base y el polvo compacto, las pestañas postizas, la boca pintada de rosa. Aunque intenté enfocarme, no pude dejar de pensar en ese moretón que le rodeaba el cuello. 

—¿Te duele? —pregunté con cautela.

—A veces. 

Intuí la identidad del autor. Toqué su brazo con mi mano en un acto reflejo de consuelo, como una forma de decirle sin palabras que lo sentía mucho. Ella lo entendió y me dijo ista bien, nao is tua culpa. Luego puso su mano sobre la mía. Pude sentir su respiración en mi cara. Su cuerpo largo, doblándose como un junco hacia mí. Meciéndose, cada vez más cerca. Me va a besar pensé y quedé petrificada. Nunca había besado a una mujer. Mis manos comenzaron a sudar. Tuve el impulso de hacerlo pero ella estaba drogada y alcoholizada. Sentí miedo. ¿Y si estaba imaginando algo que no era y la besaba? No podría con la vergüenza. Sin embargo, ella seguía mirándome a los ojos. Mi teléfono sonó con un mensaje, solté su mano y me alejé, pese a que me latía todo el cuerpo. Michelle sonrió con tristeza. Nerviosa comencé a hablar sin pensar mucho. 

—Saqué varias fotos lindas, te las voy a pasar en un pendrive cuando las edite un poco, voy a elegir las mejores. Muchas del principio. Del final saqué un par, no sé si vas a querer esas, pero si a vos te pinta, las puedo incluir —me callé. Vi que ella no me estaba escuchando. Miraba por la ventana. Ya era de noche. 

—Eu debo ir Soledad. —Me abrazó y se quedó apoyada en mi hombro por unos segundos. 

—Esperá. —Me solté del abrazo y fui hasta mi mochila para buscar el spray de gas pimienta—. Esto es por si alguien te quiere hacer eso que tenés en el cuello de vuelta. Se lo tirás a los ojos y salís corriendo. 

Miró el tubo metálico, lo guardó en el escote del vestido y me volvió abrazar.

La acompañé hasta la parada del colectivo y le di plata para el pasaje. Nos despedimos. Comencé a caminar hacia mi casa. Ei mulier vampiro, gritó. Giré para verla y ella se despidió con la mano. 

Finalmente soñé con vos. Comíamos unos sánguches de milanesa en la costanera. Milanesa de ternera, lechuga y Hellman’s. Al costado, había un callejón que llevaba a la fábrica de alfajores cordobeses que visitamos esa vez que fuimos a Carlos Paz. Vos trabajabas ahí, no me lo dijiste pero yo lo sabía. ¿Por qué en los sueños sabemos cosas que no han sido dichas y en la vida no? ¿Dónde yace esa capacidad de interpretación? Después, te fuiste a trabajar. Pasé toda la tarde esperándote y luego salté a otro sueño en dónde vivía en una catedral que tenía departamentos en la parte superior. Vivía con la Señorita Bimbo y una sueca.

El calor asfixiante del verano había tomado la ciudad. No se veía a mucha gente deambulando por las calles. Solo aquellos que volvían de sus trabajos, unos pocos runners y algunas personas paseando a sus mascotas. Debía regresar a casa para ayudar a mi madre en su baño vespertino. Pasé por un kiosco y compré unas gomitas de eucaliptus. Con el tiempo, había asumido que el amor filial no era compatible con la libertad. Quité la cadena de la rueda y me fui caminando a casa con la bicicleta al lado para disfrutar el anochecer. El teléfono sonó. Era Leonor.

—Hola Sole, ¿cómo estas? —hizo una pausa—. Mirá, te llamo porque Michelle no ha vuelto a su casa. Estoy llamando a todos los que la conocen para ver si saben algo. 

—No, che. La última vez que la vi fue en su casamiento ¿Pasó algo?

—No sé, ayer encontraron su cartera con todos sus documentos. Fuimos a la policía pero no nos dieron bola. Estoy preocupada

Mi estómago se endureció y dejé de masticar la gomita que tenía en la boca.

—¿En qué te puedo ayudar? Contá conmigo.

—¿Tenés alguna foto del casamiento que me puedas dar? Queremos hacer unos carteles y pegarlos por la ciudad. Necesito una foto de buena calidad y actualizada. 

—Sí, ahora voy a mi casa, busco algunas y te las llevo. Tengo impresas las que iba a poner en el álbum del casamiento. 

—Dale. 

Pensé en la última vez que había visto a Michelle.

Llegué a mi casa en quince minutos. Mi madre estaba sentada en el sillón viendo una telenovela cuando abrí la puerta. Al verme, sonrió y me pidió un vaso de agua. 

—Tengo que salir un rato. Voy a llevar unas fotos y vuelvo para ayudarte. —Le pasé el vaso.

—Bueno, hijita.

Cuando buscaba las fotos en mi escritorio, recordé aquellas que había tomado en mi habitación. La imagen de los moretones volvió. Guardé la cámara y la memoria en la mochila. Subí a la bicicleta y fui lo más rápido que pude. En el camino, las luces de las calles comenzaron a encenderse a medida que la oscuridad se hacía presente. El aire se tornó húmedo y espeso. Una ráfaga golpeó en mi cara. Va llover, pensé mientras cruzaba un parque. Cuando llegué a la Casa Chantal, comenzó a llover. Golpeé la puerta un par de veces hasta que me abrió Leonor en bata con un Virginia Slim. Se veía diferente, su rostro sin maquillaje dejaba en evidencia unas ojeras oscuras de trasnoche y cansancio. Me hizo pasar con la bicicleta. Fuimos hasta su oficina, abrió la ventana y prendió otro cigarrillo. En la mesa había restos de polvo blanco y una tarjeta de descuentos que había usado para picar cocaína.  Busqué en mi mochila las fotos impresas y se las di en la mano. Las miró en silencio con una expresión de abatimiento. 

—Hace cinco días que Michelle no viene a trabajar. Ayer encontraron su cartera cerca de las vías del tren, el marido me llamó preocupado. 

—Leonor, te quiero mostrar algo. —Saqué la cámara de la mochila y busqué la foto—. Mirá. —Ella tomó la cámara—. Creo que el marido le pegaba.

—¿Dónde tomaste estas fotos?

—El día del casamiento. Después de la piñadera, no quiso estar sola ni tampoco ir a su casa. Así que fuimos a la mía y le vi esos moretones. Te lo muestro porque tengo miedo de que él le haya hecho algo.

—En las últimas semanas tuvimos un par de desencuentros porque venía a trabajar con moretones. —Me devolvió la cámara—. El pelotudo del marido le pegaba, pero lo justo y necesario para no dejarla marcada, sabía que con moretones ella no podría trabajar acá. Michelle andaba en algo más turbio, le dije que anduviera con cuidado. —Apagó el cigarrillo—. Gracias por las fotos, Sole. —Cerró la ventana y se acomodó el pelo—. Me voy a cambiar. En un rato abrimos. 

Leonor me acompañó hasta la puerta. Me quedé en la vereda con un montón de preguntas atragantadas. ¿En qué cosas turbias en las que andaba metida? Para mi mala suerte, mi mente era más lenta que mi lengua. Permanecí unos instantes mirando a mi alrededor. Esperando que se me ocurriera algo. Entonces tomé mi teléfono y le escribí un mensaje.

«¿Dónde estás Michelle? ¿Qué te hicieron?» 

El mensaje fue enviado, pero nunca lo leyó. 

Durante semanas fuimos a la policía. Insistimos y nos cansamos de llevar información que creímos relevante para ubicar su paradero: nombres para interrogar, el lugar donde fue vista por última vez, un número de teléfono que sus compañeras habían encontrado en su cambiador. Número que a una semana de su desaparición, dejó de existir. Todo fue en vano, nos encontramos con una pared de ineficiencia y desinterés, sobre todo porque la desaparecida era una prostituta. Para dejarnos tranquilas, nos explicaron su teoría: Michelle había regresado a Brasil, a pesar de que no tenía su documentación para salir del país. 

Con las chicas de la Casa Chantal, pegamos carteles: ¿Ha visto a Michelle Madeira? También publicamos su foto en las redes sociales. A veces contestaban, daban información que no llevaba a nada. Muchas teorías. Rumores sobre hombres con poder y dinero que pagaban fortunas para cumplir deseos sexuales escalofriantes, fiestas clandestinas donde corría la droga y el tráfico de personas. Que la habían secuestrado para usarla como mula, que los narcos la habían matado por una cuenta pendiente con el marido, hasta se habló de venta de órganos. Teorías que no terminaban en ningún lado, que solo acrecentaban nuestra angustia. Pasaron los meses, poco a poco dejé de ir a la Casa Chantal. Tiempo después, supe que la habían clausurado por un tema de habilitaciones municipales. 

La llegada del otoño trajo consigo nuevos cambios que me reacomodaron la vida. Mi mamá presentó mejoras en su salud y yo conseguí un trabajo mejor remunerado. Otra vez, la mano interventora de Mona me había traído buena suerte. Era un puesto vacante en una reserva de aves. Un trabajo que consistía en fotografiar a las especies como seguimiento. Un día me llamaron para hacer una entrevista, luego otra y, finalmente, fui seleccionada. El mismo viernes en que supe que el puesto de la reserva era mío, renuncié a mis trabajos anteriores y volví a casa con la sorpresa. Cuando se lo conté a mi madre, lloró de alegría. Festejamos con coca zero y unos bifes a la plancha. Luego vimos televisión por un rato y nos fuimos a dormir. 

Alguien acarició mis tobillos. Desperté de golpe. Entre la oscuridad y la vista borrosa por la modorra, distinguí la figura de una persona sentada a los pies de la cama. Prendí la luz del velador y vi un cabello rojo. Era Michelle. Me sorprendí tanto que no fui capaz de articular palabras. Por unos instantes, vislumbré por la ventana que estaba a sus espaldas, un rayo de luz que tardó unos segundos en tronar.  El estruendo me asustó mil veces más que la aparición de Michelle, a quién, de hecho, anhelaba ver aunque fuera por última vez. 

—Ei mulier vampiro. —Frunció los labios esbozando una pálida sonrisa. 

—Michelle ¿Dónde estabas? ¿Co… cómo entras…te? 

Me acerqué a su rostro y allí estaba la misma mancha violácea sobre su cuello 

—Es un sueño —murmuré y me levanté de la cama para verla de cerca. 

Ella se levantó conmigo. Su larga cabellera rozó mi brazo y me hizo cosquillas. 

—Vine a traerte isto. —Tomó mi mano y puso el pequeño spray de gas pimienta. Toqué su mano para cerciorarme de que aquel tacto era real. Ella cerró mi puño y lo envolvió con sus manos.

—Michelle, te buscamos por todos lados. ¿Qué te pasó?

—Nao lo ricuerdo, en algum momento caí en un sonio, sem luz sem sonidus. Nada yi nada. Entonces eu senchi como em un susujrro teu nome Soledad… y disperté. Nao poso irme sino te devolvo isto.

La tristeza me embargó al mirar el spray en mi mano y la palidez de su rostro, su piel magullada. Comprendí de súbito que esto no era un sueño. Era real. Que así se veía la muerte y sentí pena de saber que aquel cuerpo frente a mí no volvería a sentir el calor del tacto ni a ver la luz del sol. Quise hacerle mil  preguntas, pero me las guardé. Decidí solo despedirme. Así que me acerqué y vi detrás de sus labios algo que brillaba como una perla reluciente, una punta de marfil, un pequeño colmillo asomando su blancura. La abracé con fuerza y la cortina flameó acariciándonos los hombros. Cuando abrí los ojos, Michelle me acarició la mejilla y me besó. El colmillo lastimo mi labio inferior y pude sentir el gusto a sangre. Ella se relamió  y luego se acercó a la puerta.

—Hey, Michelle —la llamé—, no te vayas todavía.

Michelle esbozó una sonrisa y desapareció detrás de la puerta. Solté el spray que tenía en la mano y salí corriendo tras ella. De repente, estaba en el medio de la calle, descalza, despeinada, enceguecida por la oscuridad de la noche. En shock. Caminé hasta la esquina más cercana con la vaga esperanza de encontrarla, sabiendo, en el fondo, que eso no iba a suceder. Un perro callejero se acercó moviendo la cola. Me miró con timidez o quizás miedo. Vi cómo sus ojos brillantes miraban mi mano que se acercaba para rascarle la cabeza. Se agachó en un gesto de sumisión. Está bien, está bien, no te voy a hacer nada. El pichicho lamió mis dedos que aún sentían la frialdad indeleble de la mano de Michelle. Era tiempo de volver. Miré el cielo y un enorme rayo resplandeció sobre la ciudad y lo iluminó todo. 

Soñé con el mar. Este mar se parecía al de Villa Gesell pero el agua era más clarita y verde, un verde bonito, de ese que tiene el jade.  En el sueño flotaba bajo un cielo nublado. Me alejaba lentamente con las olas, hasta perder de vista la playa y las boyas. Llegué a un punto donde  sólo podía ver agua y un bote con luces gigantes. Una especie de faro flotante. De un momento a otro el bote desapareció. Entonces te vi. Te vi en una ola que se acercaba, eras vos pero con el rostro de una mujer roja. Luego me hundí en la espuma.  

Read more