cuento

Narrativa – Terror

Niñas pirómanas

Dana Lima

«Unas semanas antes, habló de nosotros, hizo una analogía con las ballenas australes: sujetos solitarios a una distancia considerable el uno del otro, buscando comunicarse por medio de un lenguaje casi imperceptible al oído humano, nadando en las profundidades marítimas mientras afuera ocurría el caos».

Medusas que atacan y agonizan, alpacas embalsamadas compañeras de baile, paradas de buses en las que se define el recorrido de nuestro destino, incendios que destruyen, pero que también purgan, espectros, caramelos de sabores imposibles de definir y que aun así no podremos olvidar, almuerzos familiares en los que se discute a gritos para silenciar el llanto por lo innombrable. Todo esto emana de los cuentos de Dana Lima, dueña de una voz literaria lúdica y a su vez melancólica que construye estos relatos de arquitectura perfecta, de personajes que queremos acompañar por siempre, y de una prosa que de tan luminosa se vuelve poética.

En un mundo que huye de la tristeza y que impone una falsa idea de felicidad para redes sociales, el universo literario de esta autora nos ofrece el tesoro de una melancolía dulce y cálida que revela la profundidad inadvertida de los hechos rutinarios y de las pequeñas cosas que le dan sentido al día-día. Un fulgor como el de un pequeño espejo plástico de juguete encendido por el reflejo de un sol de invierno.

Niñas pirómanas, esperado debut en la narrativa de Dana Lima es sin duda uno de los grandes acontecimientos literarios recientes. Sus páginas rellenan el vacío que deja el dolor del cotidiano y se convierten en las compañeras en el camino de los misterios de la tristeza.

Niñas pirómanas
Autora: Dana Lima
Editorial: IMAGINISTAS laboratorio editorial
Colección: Nº4
Género: Cuento
Subgénero: Terror
Páginas: 120
Dimensiones: 14,5 x 20 cm.
Fecha publicación: Junio 2024
ISBN 978-956-6240-10-5
Portada  de Nacha Márquez

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SOLO NECESITA UN LUGAR

Macarena Araya Lira

Están en un bar. Toman cerveza, comen papas fritas, hablan sin parar. Suena un reguetón de fondo y hace calor, aunque afuera no. Afuera hace muchísimo frío. Ella no habla, solo observa lo que pasa a su alrededor. Los otros, todos los demás, gritan por sobre la música para darse a entender. Pareciera que todos esos universitarios, rebosantes de vida, lo están pasando muy bien. Todos menos ella. Se ve incómoda, pero, sobre todo, se ve cansada. No suele aceptar estas invitaciones, su objetivo es ser la mejor, es tener las mejores notas. Los bares y las fiestas la desvían del camino que ha trazado, pero insistieron tanto en que fuera que, finalmente, accedió. Está cansada y hambrienta. Ha dormido muy poco y ha comido muy mal. Todos los últimos años de su vida han sido así. Lo único que quiere es un lugar para descansar. Le pican los ojos y le duele la espalda. El cuerpo le responde lento, es como si un animal pesado, un oso hibernando, se le hubiese metido adentro. 

Está especialmente cansada porque la noche anterior hizo un turno voluntario en Urgencia y no tuvo tiempo para ir a su casa y dormir. En la madrugada, entraron varios heridos por un accidente en la carretera. Un camión repleto de maderas colisionó con varios autos. Las maderas salieron expulsadas del camión y le cortaron la cabeza a casi todos los ocupantes de la familia que iba en el auto de adelante. Tres muertos. Una mujer y dos niños decapitados. El único que no había muerto había sido el padre. Una de las maderas eyectadas le había sacado parte importante del lado derecho de la cabeza, tenía un agujero enorme, pero había sobrevivido. Los dos mejores médicos urgencistas del hospital lo atendieron. Ella pudo observar de cerca el trabajo de sus futuros colegas. Qué hermosas eran esas manos moviéndose rápidas entremedio de la sangre, esas agujas entrando en la piel, esas gasas limpiando las secreciones. Admiraba a esos hombres, quería ser como ellos, desde niña soñaba con ser doctora. Lograron estabilizar al paciente y lo llevaron a pabellón, pero todos coincidían en que era muy probable que muriese en las próximas horas. 

Se fue a duchar para ir a clases. Bajo el chorro de agua pensó en algo que muchas veces le decía su mamá: en algunos casos, mantener a alguien vivo es un acto de profunda crueldad. Ella no podía estar más en desacuerdo. Siempre había que mantener al paciente con vida, como fuese. Para ella, mantener a alguien vivo nunca era cruel, no importaban las condiciones en que quedara el paciente, para eso estaba la ciencia. Para ella, un paciente muerto era un fracaso, siempre. Antes de ir a clases, a eso de las ocho de la mañana, fue a darle el último vistazo. Sus signos vitales se veían estables, se convenció de que el hombre sobreviviría. 

En el bar celebran que un compañero había sido aceptado para realizar una pasantía en el extranjero. Ella se  vuelve a recriminar por haber aceptado la invitación ¡Cómo se te ocurre! No deberías estar aquí, se dice a sí misma. Debe llevar unas veinticuatro a veintiocho horas sin dormir: clases, turno, clases. Se ha autoconvencido de que está bien no dormir porque los médicos duermen poco y mal. Si ella quiere ser la mejor, debe acostumbrarse desde ya a dormir poco y a dormir mal. No debería estar aquí, qué mierda hace en ese bar, con esa gente. Le está empezando a doler mucho la cabeza, siente que le entierran una aguja por la nuca. Va a levantarse y va a irse, en cualquier momento lo hará, cuando baje un poco el dolor de espalda va a levantarse. Mañana tiene una prueba, tiene que repasar. Ninguno de los que está aquí hace tantas horas como yo, piensa. A ella no le interesan esas personas, estas conversaciones, lo único que realmente le importa es tener el mejor promedio, encabezar el ranking, mantener la beca y después conseguir otra e irse al extranjero. Ser la mejor. Esa es la forma que tiene de salir de aquí. No va a la mejor universidad, no le alcanzó el puntaje para aquello, y por eso sabe que tiene que esforzarse el doble, hacer más turnos en Urgencia, tomar seminarios, asistir a clases complementarias, ser ayudante. Tiene que hacerlo todo. Solo así puede convertirse en la número uno. 

Ella va a ganarles a todos. 

Se le han adormecido las piernas, se pellizca los muslos por debajo de la mesa y no siente nada. Ha llevado su cuerpo al límite y no le está respondiendo de la misma manera de antes. Necesita parar, pero si para, su proyecto (ella, ella misma), no va a funcionar y a ella no le gusta que las cosas no funcionen. ¿Qué dice toda esta gente? ¿Por qué hablan tanto?, se pregunta. La miran, ¿lo dijo en voz alta? ¿Tan torpe está? Si solo pudiera dormir un par de horas, quizás ahí podría entender lo que dice esta gente, conversar con ellos, incluso podría contarles un chistecito. Se lleva a la boca un vaso de cerveza que tiene al lado, piensa que quizás eso la puede animar un poco, pero no logra tragar, el líquido le cae por el cuello y le mancha la chaqueta. Efectivamente, así de torpe está. Toma una servilleta y con la poca energía que le va quedando, se limpia. Va a cerrar los ojos un momentito, solo unos segundos, así recuperará energía y podrá irse. De fondo, un coro de risas, el olor de los cuerpos sudados, una luz tintineante, la abrazan.

Y lo ve. O mejor dicho, lo vuelve a ver.  El padre de familia, cuya cabeza fue cercenada por la madera, está intubado y de pie en el bar. El hombre se lleva la mano a la cabeza, es evidente que la herida le duele. ¿Necesitas que te ayude?, le pregunta ella. ¡Mierda, son las doce!, grita uno de los del grupo. Ya no hay metro. Ella despierta. Se quedó dormida unos segundos o minutos, no lo sabe. Tiene la camisa babeada. El paciente no estaba ahí, por supuesto que no, se dice. Y después: no debería estar aquí. 

La única opción para volver a casa es tomar micro, taxi o colectivo. Pero es tarde y  peligroso andar por ahí a esa hora. Uno de ellos ofrece su departamento para seguir la celebración; queda cerca y hay una botillería en la esquina. Pueden quedarse a dormir si quieren, propone. Ella no quiere, ¡por supuesto que no! A ella le gusta despertar en medio de la noche y reconocer dónde está, no le gusta lo desconocido. Además, necesita estudiar, necesitar repasar, hacer resúmenes. Piensa que todavía no es tan tarde, que no es tan peligroso, que todavía pasan micros. Todos aceptan continuar la celebración en casa del compañero. Le insisten, anda, vamos, lo vamos a pasar bien. Pero ella dice que prefiere irse. Ellos no están tan comprometidos como yo, a ellos no se les adormecen las piernas, piensa. La beca. Ser la mejor. Encabezar el ranking. No fracasar.  Chao, nos vemos en clases, les dice. Y sale del bar. La niebla espesa y fría le golpea en la cara. La ciudad congelada huele a neumáticos quemados. El calor del bar queda atrás. 

Llega al paradero. La avenida principal está vacía, no pasan autos, no pasa nada. Ella estaba segura de que a esa hora iban a pasar varias micros, estaba convencida de que habría mucho más movimiento. A lo lejos, en el bandejón central, se ven pequeñas fogatas. Hay un olor pestilente que viene de esos fuegos, quemar basura es la única manera que tiene la gente que vive en la calle de sentir calor. Tirita, hace muchísimo frío. Prefiere no sentarse porque sabe que si lo hace se va a quedar dormida. Y aunque le está costando demasiado mantenerse en pie, no se sienta. Piensa que lo mejor es tomar un taxi, porque aunque no tiene mucha plata, por lo menos la puede acercar a su destino. Pero no pasan taxis y tampoco puede pedir, porque cuando revisa su celular, se da cuenta de que no tiene batería. Ya va a pasar algo, dice lanzando una nube de vaho a la noche. 

Cuando era niña tuvo un gato. Una mañana, al abrir la reja para ir al colegio, encontró a sus pies el animal muerto. Estaba tirado, con los ojos abiertos y la boca manchada de sangre. Se quedó paralizada viendo a su animalito así. Después de unos segundos lo tomó en brazos y lo entró. Estaba sola, sus papás ya estaban en el trabajo. Ella intentó reanimarlo, le apretó el pecho y le hizo respiración boca a boca, había visto en la tele que de esa forma los muertos volvían a respirar. Mientras lo hacía le decía yo te voy a salvar, yo te voy a salvar. Estuvo un buen rato en eso, hasta que se cansó y entendió que el animal permanecería para siempre igual. Cuando sus papás volvieron a casa, se encontraron con una niña con la boca llena de sangre, durmiendo al lado de un gato muerto.

¿Cómo habrán quedado los cuerpos de los niños? ¿A qué velocidad salió eyectada la madera? Mientras se hace estas preguntas, babea, le está costando trabajo mantener la boca cerrada. A lo lejos se escucha el ruidito de maderas consumiéndose, la melodía de la combustión, la idea del fuego la abriga, aunque en realidad tirita, se tambalea y mancha con gotas de baba, el asfalto de una ciudad por la que casi no pasan autos. Ya no da más, el dolor de los talones la está matando; se sienta a esperar. Se da una cachetada en la cara para mantenerse despierta, se pega fuerte, le quedan tres dedos marcados en el cachete. Intenta repasar el contenido de la evaluación de mañana, pero no puede, ni siquiera recuerda de qué ramo es la prueba. Quizás es mejor leer, quizás es mejor sacar el cuaderno de la mochila y revisar los apuntes. Tirita, se tambalea, babea, se le caen los mocos, siente agujas en los talones y le cuesta estirar la espalda. Es como si su cuerpo se estuviese volviendo en su contra. Necesita dormir. No ha pasado ningún auto, ninguna micro, nada, nadie. No le gusta eso. A nadie le gusta una ciudad silenciosa. La ciudad tiene que tener ruido, dice en voz alta a la nada y, finalmente, vencida por el cansancio, se va hacia adelante. Se golpea la cara contra el cemento y deja una gotita de sangre. Se levanta con dificultad. Siente como se le va hinchando el labio y llora. Se vuelve a pegar una cachetada, necesita despertar. Tiene que pensar en algo. Estira sus manos y las mira, mira sus uñas, sus palmas, ella ama sus manos, son su herramienta de trabajo, son su futuro. Recuerda las manos de los doctores sobre la sangre. Y entiende, por fin, lo que tiene que hacer. Va a ir al hospital. Es su casa. Son unos siete kilómetros caminando. Y aunque cree que es mucho, se levanta de inmediato y parte. 

Camina por el bandejón central. De alguna forma siente que sus pies no son sus pies, sino que son bloques de cemento que pesan demasiado. Siente que su espalda es una línea de fuego que la quema y al mismo tiempo le permite avanzar. Hay tantos, tantos perros, perros flacos y enfermos. Como está tan cansada ya no ve bien, no hace foco, las caras de los perros se ven deformes, parecen máscaras con los ojos corridos y con varias bocas. Los ruidos de los animales se mezclan con los quejidos y voces de la gente que vive en las carpas, cartones, colchones. Esto es un infierno, dice. Hace demasiado frío y la gente gime, llora, grita. Hay un murmullo que le da miedo, es como si todos le estuvieran diciendo algo, como si le estuvieran pidiendo ayuda. Nunca había caminado a esa hora por el bandejón y no se imaginaba que era tanta la gente que vivía ahí. A ella les gustaría ayudarlos, si están enfermos le gustaría operarlos y darles drogas, le gustaría usar sus manos sobre sus cuerpos, pero ahora no puede hacer. Déjenme tranquila, les dice. Ella, al igual que ese coro, también llora. Se tropieza, se cae un par de veces, no ve bien, está todo difuso. Ojalá poder entrar a una de esas carpas y dormir ahí, piensa. Pero de inmediato imagina que en esas carpas se esconden hombres que se comen a esos perros raquíticos. Está segura de que le están hablando, cree que en cualquier momento todos, perros, hombres, mujeres, todo lo que vive ahí, se le va a ir encima. Comienza a correr. Todavía tiene energía para escapar. 

Logra llegar al hospital, entra sin problemas, se nota que es una noche tranquila. Intercambia algunas miradas con los guardias y algunas enfermeras que la miran extrañada, seguramente porque se ve exhausta, está sucia, tiene el labio hinchado y cojea. Pero no le dicen nada, la dejan pasar, es, finalmente, el lugar donde la han visto tantas otras veces, demasiadas veces quizás, de hecho esas enfermeras piensan que ella no debería ir tanto, creen que es demasiado el tiempo que pasa ahí. Las enfermeras piensan ojalá tener su edad y poder estar en cualquier lugar menos en este. Ella, en cambio, está contenta de estar ahí. Por fin va a descansar, por fin va a dormir un par de horas. Eso es todo lo que necesita. Ella, futura doctora, número uno del ranking hasta la fecha, se conforma con un par de horitas, ella sabe que con tres horas de sueño puede seguir siendo la mejor. Pero no puede ir a descansar, sin antes pasar a ver al hombre. ¿Estará vivo aún?, se pregunta. Y, arrastrando los pies, va a ver al paciente. 

Llega a la habitación, pero lo ve difuso, solo distingue una montaña de tubos que se conectan a las máquinas que lo mantienen vivo. Las lucecitas tintineando es lo único que logra ver bien. Todo está borroso, le duele tanto el cuerpo, nunca antes había sentido tanto dolor. Está tan cansada que no entiende bien los signos vitales del hombre. Es como si se le hubiese olvidado todo, no recuerda nada de lo que ha aprendido durante esos tres años de medicina, ni siquiera recuerda muy bien dónde estaba antes de estar mirando esa máquina. ¿Sabe quién es? ¿O eso también lo ha olvidado? Se acerca y mira al hombre. Se fija que tiene los ojos un poco abiertos. Se ven rojos, están hinchados de sangre. ¿Estás vivo?, le pregunta. Pero por supuesto, él no responde. Ella se tambalea para adelante y para atrás y babea y lo sigue mirando. Se da una cachetada, no logra entender bien lo que está pasando. ¿Estás muriendo?, le pregunta. Comienza a llorar, se le caen los mocos, tiene la cara sucia. No te puedes morir, no te puedes morir. ¿Necesitas que te ayude?, le pregunta.

Entonces, se sube a la camilla. Yo te puedo ayudar, soy la mejor, soy mejor que todos. Al parecer recuerda quien es. Se monta sobre el hombre y empieza a presionar su pecho, empieza a hacer masajes cardíacos, presiona y vuelve a presionar y lo hace fuerte, no sabemos bien a esta altura de dónde saca esa energía, pero lo hace tan fuerte que el cuerpo del paciente cruje. Yo te voy a salvar, yo te voy a salvar.  Le remueve el  tubo endotraqueal para hacerle respiración boca a boca, la sangre del hombre empieza a salir a borbotones por la boca. Ella se atraganta, pero  no para, ella puede seguir sin problemas, ella va a salvar a ese hombre, ella es la mejor, ella está haciendo lo que haría la mejor, la mejor no dejará morir a un paciente, jamás, claro que no. 

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EXTRAÑAS LUCES ALLÁ AFUERA

Francisco García Mendoza

Alguien le trabó la puerta dos minutos después de bajar al sótano por la gata que se escondía tras unas revistas viejas, incluso sintió el traqueteo metálico de la cerradura asegurarse. Valentina Navarro, veinte años recién cumplidos ese verano, se encontraba absolutamente sola en casa. 

 Afuera eran las siete y treinta de la tarde, el sol recién estaba orientándose hacia el poniente; pero adentro, ahí abajo, en esa habitación mal iluminada, construida por nostalgia a los tiempos en Broken Arrow, a Valentina el tiempo pareció habérsele detenido.

No era que desde el interior no se pudiera abrir la puerta, claro que se podía, como la mayoría de las puertas, pero para hacerlo necesitaba la llave que estaba, hasta ese minuto, en el perchero al interior de la casa. La otra copia se la habían llevado sus padres a la playa cuando se fueron de vacaciones a Algarrobo y la dejaron a ella a cargo del animal. 

La puerta del sótano estaba siempre abierta y hace bastantes años que nadie utilizaba esas llaves, por lo que Valentina bajó como de costumbre, simplemente girando el picaporte y tirando hacia afuera.

El teléfono lo había dejado arriba, en su habitación junto a la guitarra, el Mac y el resto de sus instrumentos musicales. Si un ladrón hubiese sido el responsable de haberla dejado encerrada ahí abajo ya daba, definitivamente, todas sus cosas por perdidas. 

Tanto le había costado convencer a sus padres de que le comprasen esos instrumentos. El próximo año, en marzo en realidad, ingresaría a primero de Composición Musical en la Projazz de Bustamante, y Valentina consideraba indispensable llegar con algo de práctica al menos en lo que se refería a piano y guitarra.

Pero no se escuchaba ningún ruido afuera. No era tampoco que ese sótano estuviese particularmente aislado, como podría suponerse del sótano de una muchacha que en el colegio se la pasó cantando en bandas pop. Afuera no se escuchaba nada, ni gente cargando cosas en la maleta de un auto, ni pasos subiendo y bajando la escalera, ni manos abriendo y cerrando cajones. 

Nada. Solo se escuchaba, y esto es porque ahora prestaba mayor atención, las hojas de los plátanos orientales sacudirse con la brisa, que recién hacía su anhelada aparición después de un día de treinta y cuatro grados de calor a las cuatro de la tarde, que la tuvo la mayor parte del día durmiendo la siesta, y el canto de un par de pájaros que, imaginó, se estaban comunicando. ¿De qué hablarán los pájaros a esta hora del día?, se preguntó, olvidando por un momento la amenazante situación en la que se hallaba. En ese instante, la mente de Valentina Navarro figuraba más bien en el canto de los pájaros, su atención se deslizaba entre las ramas e imitaba, de cierta forma, el acotado vuelo de su acompasado recorrer. Imaginó que su sistema de comunicación consistía en notificar referencias concretas, advertir posibilidades breves: viento, sol, sombra, árbol, rama, gato. Recordó que, cuando era niña, en la casa de Broken Arrow, tenían un canario de mascota, estaba enjaulado en la terraza y, cada vez que ella se acercaba a llenarle el pocillo de comida, el pájaro gorjeaba de la misma e invariable manera: niña, abrir, comida, niña, abrir, comida. Periquito, periquito, comida, comida, le decía Valentina mientras abría la diminuta puerta de la jaula de la que el canario jamás saldría. 

Los pájaros describían lo que estaba sucediendo a su alrededor. Si tan solo ella fuera capaz de interpretar lo que decían en ese momento en que se halló encerrada en el sótano, tal vez podría… ¿Podría qué? En estricto rigor no ayudaba mucho para encontrar la manera de salir de ahí, podría haberle dado alguna pista de las razones de su encierro, pero más allá de eso lo dudaba. Valentina cerró los ojos y por un instante no pudo más que resignarse a esperar a que alguien le rellenara su propio pocillo de comida: niña, abrir, ayuda. 

Como afuera la tarde aún no era ocaso, la luz ingresaba perpendicular por las ventanillas superiores. Es cierto que entraba tamizada por los vidrios sucios y el polvo en suspensión, pero de todas formas era suficiente como para lograr distinguir los objetos que se hallaban en su entorno. Una caja sobre otra caja, un montón de ropa de invierno sellada al vacío, un ventilador de aspas celestes sin la rejilla protectora, más cajas, bolsas con juguetes viejos, dos maletas llenas de ropa, cajas y más cajas apiladas de a dos, de a tres, selladas, la mayoría, con cinta de embalaje color café.

De pronto, y por un instante, una figura veloz ensombreció el espacio, como si alguien cruzara por afuera de las ventanillas y su andar interrumpiera la luz que se colaba en el lugar. Valentina podía sentir, esta vez, claramente los latidos de su corazón acelerado, la hojarasca reacomodándose luego de ser pisada con peso y rapidez. El pulso había cambiado de un momento a otro, de blanca a corchea y de corchea a fusa. 

Por el suelo de cemento acaso la misma sombra errante de hace poco cruzó también indistinguible. Pudo sentir esa presencia deambulando, estaba segura, atravesando muy cerca de sus pies hacia las cajas en donde se guardaban las revistas. Ahí abajo había algo y lo asumía. ¿Un reflejo? ¿Un duplicado? Alguien respirando, un corazón bombeando a un ritmo distinto del suyo. Valentina acompasó la respiración e intentó reducir al mínimo su ritmo vital. Estaba resignada, tenía la certeza de que, de un momento a otro, ese algo la abordaría repentina, indefensa en su acurrucado permanecer. 

Una figura blanca, una rata gorda de no más de treinta centímetros, irrumpió en el costado izquierdo de su tenue campo visual. ¡Ay! La gata, era la gata, por supuesto, arriba de las viejas guías de televisión. Valentina la odió por unos segundos hasta que la figura de la rata gorda se desvaneció. La llamó y el maullido la tranquilizó un poco. ¿Dónde estabas, Almendrita? Sabes que tu ausencia me angustia. 

Cuando se acercaba para poder acariciarla, la misma sombra de hace un instante se cruzó por las cajas que contenían los antiguos anuarios de la Peters Elementary School, sus recuerdos no eran más que fotos embaladas a miles de kilómetros de distancia. Pero estaba segura, eran pies deambulando arriba en las ventanas, corriendo, circulando la casa, pies desnudos, fuertes y decididos, proyectando su sombra en el reducido espacio en el que se encontraba Valentina. No los había visto directamente, pero su cerebro se había encargado de darle forma, tratando de hallar explicación a esas interrupciones fugaces. 

Almendra permanecía entre las revistas, algo la retenía allí, esas intuiciones que solo los gatos son capaces de percibir. O los pájaros cuando huyen de la ladera de un volcán que está a punto de hacer erupción. Pero Almendrita, a diferencia de las aves, se mantenía en un estado de quietud hipnótica, como evaluando cada una de las alteraciones del entorno.

La gata levantó un poco la cabeza y empezó a olisquear el ambiente. Sin moverse de su posición intentaba capturar ciertas partículas de aroma que le parecían ajenas al lugar en donde se hallaba, como si esos diminutos fragmentos trajeran consigo información del exterior. Golpeaba una y otra vez sutilmente el aire con su diminuta nariz de almendra. 

Valentina cerró los ojos, no quería mirar. Buscaba refugio en la ausencia total de sombras y formas, en su propia oscuridad interna. Pero los sonidos no desaparecían al cerrar los ojos. Podía escuchar las patas de Almendra presionar contra las revistas, deslizando su cuerpo sigiloso al roce de las cajas. En el exterior el revolotear de los pájaros, el viento desplazando las hojas sobre los adoquines de la entrada. Un grito. ¿Un perro? Quizá el de los vecinos, se dijo, intentado darle sentido a la incertidumbre que de a poco se iba apoderando de ella. La idea de que Mandino fuese el que rondaba por los alrededores de su casa, pareció tranquilizarla un poco. No era la primera vez que el perro se les escapaba a los vecinos. Otras veces también se habían saludado amistosamente en los alrededores, sin la presencia de sus dueños. Pero por más perro curioso que fuese, por más intruso, Mandino no era capaz de desplazarse en dos patas y Valentina estaba segura de que lo que había visto pasar fugazmente hace un momento, alterando la tenue luminosidad del sótano en donde se encontraba, había sido algo o alguien con las dos extremidades sosteniéndolo, un ser langostino, bípedo, cuyo transitar desafiaba cualquier lógica de desplazamiento. Una criatura que con apenas dos o tres pasos ya recorría siete u ocho metros. 

No había vuelto a oír el ladrido, tal vez lo había imaginado, ahora que lo pensaba con una leve distancia le surgían las dudas. ¿Fue un ladrido o una especie de gruñido? La inseguridad, el miedo frente a lo innominable volvía a apoderarse de ella. La idea del perro Mandino desplazándose ahora en dos patas era incluso más aterradora que la de un sujeto rondándola, que de un momento a otro un animal se comportara contra toda lógica de su especie, adoptando actitudes y comportamientos humanos, excedía con creces su espacio de cordura. Era como si de noche, por el camino de vuelta a casa, a eso de las dos de la madrugada, salieran a interceptarla de la nada tres hombres con cabeza de elefante. 

Valentina buscó a Almendra, ven Almendrita, ven, deseando que siguiera comportándose como siempre lo había hecho. Se sentó y la acomodó entre sus piernas. Pudo sentir la caricia del pelaje de Almendra hacerle cosquillas entre los muslos. Era tan suave. No pensaba en la gata, sino en la caricia misma, separando la sensación del animal que la producía. De ese modo parecía escapar un poco de allí, alejarse de ese suelo polvoriento y oscuro en donde la temperatura parecía haber aumentado dos o tres grados. Alejaba de sus pensamientos, por un instante que fuese, a él. Ese él que rondaba allá afuera, que deambulaba su casa tal vez sin siquiera sospechar que ella se encontraba allí en el sótano. Había decidido que tenía que ser un él porque la denominación le permitía no entrar en un estado desesperante. Debía hacer silencio, quizás no la buscaba a ella, se dijo, tratando de calzar la idea con el hecho de que había sido precisamente él quien le había cerrado la puerta del sótano. Algo busca en la casa y cuando lo encuentre se marchará, así va a ser, así tiene que ser, como todos los él deambulando en busca de niñitas como ella. 

Debían ser cerca de las nueve, ese breve instante de la tarde-noche que Valentina reconocía como el segundo atardecer, cuando el sol ya no intervenía y los púrpuras y violetas se intensificaban hasta fundirse con el índigo y el azul nocturno. Pronto afuera todo sería sombras, todo sería él en el horizonte. 

Almendra seguía entre sus piernas, se había acurrucado y Valentina empezó a sentir nuevamente el calor entre los muslos. Le incomodaba que la gata hubiese escogido precisamente ese sitio para dormir. Ronroneaba como hacía mucho no la sentía. 

Pronto la inquietó un hormigueo en la pierna derecha, llevaba ya unas cuantas horas sentada. Al levantarse la sensación se intensificó y millones de agujas le atravesaron las pantorrillas. Subieron por sus muslos y se detuvieron en su entrepierna hasta perder un tanto la sensibilidad. Se sintió atraída por ese efecto inerte y comenzó a palparse. Era como si unos dedos ajenos la hurguetearan, recorría sus propios bordes, presionaba y luego soltaba. Se desabrochó el pantalón e ingresó con un dedo abriéndose paso entre sus paredes estrechas hasta dar con la humedad que buscaba. Presionó un poco más y salió porque las agujas ya la habían abandonado del todo. Otra vez era su cuerpo, otra vez era ella sola encerrada en ese sótano con el estómago vacío y la necesidad de sentir algo saciándola por dentro.

Valentina sabía que afuera todo era oscuridad, no como la que se producía al cerrar los ojos, su refugio, sino más bien una oscuridad viva, en donde las lagartijas reptaban entre la hojarasca y las cucarachas corrían de un lugar a otro encima de los adoquines. Estaba segura de que, en la penumbra, más allá del polvo en suspensión, él la acechaba. Tratar de salir del sótano, ahora que ya era totalmente de noche, no era una opción. En el caso de lograr abrir la puerta se vería obligada a correr unos veinte metros alrededor de la casa para poder llegar a la entrada, y eso si es que esta seguía tal y como la había dejado antes de bajar. No quería encontrarse con el perro desplazándose sobre sus dos patas traseras ni con los hombres con cabeza de elefante.

De repente, algo se precipitó contra una de las ventanas, un golpe seco, como si un pájaro se hubiese estrellado en el vidrio. Otro impacto más en la segunda de las ventanas a nivel del piso. Ahora un silbido inquietante, el viento, la lluvia dejándose caer en el jardín. 

El rumor de los goterones golpeando la tierra la tranquilizó un poco, lo que estaba sucediendo afuera era normal, perfectamente reconocible desde el sótano en donde se encontraba agazapada. El simple murmullo de la lluvia al anochecer. Una lluvia inusual de verano, la primera lluvia.

Recordó que cuando niña su madre la llamaba desde la puerta para que se entrase. ¡Valentina! ¡Valentina! ¡No te mojes, por favor!, le decía, y ella se largaba a correr por el jardín mientras notaba cómo su vestido se iba oscureciendo al contacto del agua. Le gustaba mirar la lluvia, pero también sentir la lluvia. A veces, cuando caminaba desde la escuela a casa, optaba por no sacar el paraguas de la mochila para así empaparse entera. Ya más grande solía despertarse por las noches cuando escuchaba la lluvia entre sus sueños, abría la ventana y dejaba que el ruido entrara por completo en la habitación en donde permanecía dormitando. De hecho, la tercera ventanilla del sótano estaba a medio cerrar, no medía más de veinte centímetros, y se quedó reparando en ella mientras, poco a poco, se dejaba atrapar por ese sonido de lluvia que la iba induciendo al sueño. 

¿Cuándo se habían callado los pájaros? ¿Cuándo el perro Mandino había dejado de rondar la casa? ¿Cuándo él se había apoderado de su pensamiento? Valentina sabía que estaba soñando cuando pensó en él, así como se sabe cuando se está dormida y te despierta la necesidad de ir al baño. La lluvia había cesado y la oscuridad de afuera había dado paso a la tenue iluminación que produce la luna en una noche parcialmente nublada. Almendrita ya no estaba junto a ella, miró a su alrededor y no pudo hallarla. 

¿Pero desde cuándo la luna centelleaba?, se preguntó al notar que la luz afuera parpadeaba como no debía hacerlo. La intermitencia cesaba luego de un instante y los intervalos parecían no obedecer a ningún patrón en particular. Él estaba jugando con su mente, se dijo, o peor aún, él no era un él, sino un fenómeno mucho más aterrador e imposible de abordar. El parpadeo de las luces le recordaron los tubos fluorescentes de la cocina o de esos hospitales macabros de las películas de terror. Una angustia punzante se apoderó de ella, como si ese él que Valentina había construido para darle forma a lo indecible se liberara de las ataduras de la inteligibilidad. Él ahora podía moverse fuera del perímetro al que había sido confinado. Ahora era el destello, esa luz inadmisible en cualquier espacio de normalidad.  

De un momento a otro, la intermitencia cesó. Nuevamente la oscuridad y solo un pequeño rastro de luz que se desplazaba en el jardín. Una nueva forma, una minúscula bola de luz azulada que recorría el patio e inspeccionaba cada rincón a nivel del suelo, una luz que disminuía su velocidad o se detenía sin aviso para luego reanudar su marcha. En un instante se perdió en uno de los vértices de la casa y no volvió a aparecer.

Comenzó a sudar frío, podía sentir pequeñas gotas de agua bajar desde sus axilas hasta perderse bajo la tela del pantalón. Se halló paralizada en ese pequeño espacio del sótano en el que permaneció sentada tras dormirse, sabía que de un momento a otro esa bola de luz entraría derribando la puerta sin el menor de los ruidos para llevársela, el rapto inminente sucedería todo en mute, acrecentando así el pavor de ser testigo y protagonista de un hecho del que no tendría ningún control. Podía sentir su presencia allá afuera, preparándose para actuar. Valentina sabía que esa puerta se abriría y la luz pálida lo inundaría todo. Redujo la intensidad de su respiración, de este modo podía percibir mejor sus latidos, concentrándose en su ritmicidad y tratando de apaciguar al máximo su presencia en ese lugar. Tal vez de ese modo se marcharía, quizá así esa entidad acechante perdería el interés en secuestrar a una niña que, en ese momento, tenía más de muerta que de viva.

Sintió una brisa fría golpeándole el antebrazo. Un golpe reflejo la hizo agitarse de repente. Vio la tercera ventanilla abierta y corrió a cerrarla. No quería que nada entrase por ese punto débil. Antes de lograrlo, la gata alcanzó a huir por ese espacio minúsculo hacia el jardín. Ya no llovía y afuera todo era oscuridad. Por qué, Almendrita, se dijo, escapaste hacia el peligro. 

Volvió a tientas al espacio entre las revistas por las que tanto estuvo interesada en un principio, revistas antiguas, de hace quince, veinte años, en donde leía con cierta periodicidad historias y confesiones sobre adulterio, amores no consentidos y desvirgamientos romanticones. Cerró los ojos. No quiso volver a abrirlos y, pensando en su respiración, se fue quedando dormida.

Cuando escuchó el cerrojo destrabarse, Valentina aguardó unos quince segundos antes de desperezarse, levantarse y correr a comprobar que al fin se había abierto, como tratando de dilucidar si ese tronar metálico en realidad había ocurrido y no había sido otra jugarreta de su imaginación. Sentada allí podría haberlo averiguado, sin duda, pero las circunstancias hicieron que la lógica del impulso le llegase con esos quince segundos de retraso. Ahora pensaba en sus instrumentos y en Almendra, en la imperiosa necesidad de volver a la música. Al tomar el picaporte volvió a sentir esa seguridad que, poco a poco, durante la noche, se había ido desvaneciendo. Ya no volvió a pensar que algo podría estar acechándola detrás de la puerta esperando su salida para abordarla, ya no creía más en ese miedo, estaba segura de que todo había sido producto de su alterada imaginación, su error había consistido en no comprobar nunca que la puerta había estado en realidad siempre abierta. Valentina solo estaba motivada por el impulso, por esa necesidad de volver al mundo en donde las percepciones quedaban más bien relegadas a un segundo o tercer plano. 

Cuando Valentina Navarro por fin abrió la puerta del sótano no se encontró con ningún rastro de la entidad, era evidente, no existía y jamás existió. La luz de la mañana pareció herirle los ojos y, cuando ya se hubo acostumbrado un poco, notó, con pavor, en el paisaje que se mostraba frente a ella, que ya nunca nada volvería a ser como antes. 

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ARRIBA

Iván Ochoa

There was no moon.
The sky above our heads was inky black.
But the sky on the horizon was not dark at all.
It was shot with crimson, like a splash of blood.
And the ashes blew towards us
with the salt wind from the sea.
Rebecca, Daphne du Maurier

Ya no recuerdo lo que hacía antes de la habitación roja; posiblemente leía en la cama o dejaba una encomienda o daba vueltas por la plaza contando las palomas, alternando la forma arábica y los posibles padecimientos o emociones, esta es la (1) Triste, esta es la (2) Histérica, la (3) Esquizoide, la de (4) Episodios Antisociales, la (5) Crespa con el Ego Estratosférico. Curiosísimo pensar que, tal como ahora que el futuro ha sido borrado con un codazo brusco (o al menos puesto en un cordelito, calzón mojado a pleno sol), el pasado ha sufrido el mismo destino y sólo existe un huérfano jirón de ahora, esta burbujita de tiempo que flota a la deriva huyendo de un soplido gigante o una aguja aún invisible. No dejo de pensar en cuántas manicuras y felaciones y cafecitos y deliveries han sido cortados a mitad de camino por el filo de lo súbito, lo incognoscible, lo posiblemente fatal.

En estas condiciones es muy fácil fijarse en nimiedades; por ejemplo, yo llevo dos horas sumida en la forma en que el doctor se sorbe la nariz, como si revelara carácter. Lo pospone hasta el último momento, cuando el moco ya se asoma jocoso y amenaza con trazar un puente entre dos naciones enemigas: la Nariz y el Suelo. Parece absorto a su manera, desafiándose a devolverlo con latigazos cada vez más violentos (quizá piensa en una forma viscosa de bungee) y saboreando en ello la esquina del riesgo, la yema de la palmadita congratulatoria. Incluso tiene un pañuelo de género en el bolsillo izquierdo del abrigo, que se rehúsa a utilizar ya sea por volición o despiste. Quizá es un hombre adicto a las apuestas. ¿Cuál será su recompensa? 

Su mujer evita mirarlo. Las constricciones del espacio la tienen arrimada a sus rodillas, y lo detesta. Lo detesta, pero evita evidenciarlo. Arruga una bolsa de Banana Republic que ciñe celosamente a su regazo. También se mira las manos. No ha encontrado nada en ellas, ni una mancha, ni un dedo de sobra, ni una migaja de paciencia. Estoy segura que se mira más de cerca para hallar en cada cutícula un hastío distinto, y los lima con la mirada: aquí la indecencia, acá los protocolos, los pudores, la pérdida de tiempo, el flagelo de la talla L, la misantropía, incluso el pavor a que su marido le pegue el resfrío. Creo que todos lo pensamos en algún momento, sobre todo al inicio (¿cuál sería ese?), antes de reparar en que la consecuencia —y todas las preocupaciones de la esposa— son quizá monedas devaluadas. Obsoletas, incluso.

El profesor está sentado de espaldas a la única ventana, el único apoyado en ese muro. Despega la mirada del teléfono sólo para posarla sobre las aspas del ventilador, o para preguntarnos con voz azorada si necesitamos algo. Negamos en silencio, y volvemos a los mocos, a las uñas, las ocupaciones propias. La luz roja lo avejenta, más que a cualquiera de nosotros. Aun así lo hallo algo atractivo: es trigueño, pelo ondulado y caótico y algo grasoso, barba de varios días, lentes de marcos finos y una camisa floreada por donde asoma el irregular vello del pecho. Sus zapatos cuentan historias de viajes y barros. Es evidentemente maricón. Nadie lo molesta porque se ve muy turbado (a pesar que no nos importa, es una puerta que nadie quiere abrir), pero no deja de leer noticias ni permanecer junto a la ventana en caso de necesitar confirmación de primera fuente, aunque se defiende dándole la espalda.

Cada uno de nosotros (banda ecléctica de pacientes, arrancados de la calle y la comodidad de la rutina) tiene una teoría sobre lo que sucederá. 

La esposa cree que todo esto es una falsa alarma. Una estupidez. Sus pies están firmemente plantados en su noción de pragmatismo: el uso eficiente de recursos como el tiempo, el dinero, el futuro, todos ellos infinitos, renovables. De seguro su idea de Dios es una tarde en un spa de Vitacura. Gloria al baño de lodo. Está impaciente por llegar a casa y ver cómo su chaleco nuevo combina con su par favorito de zapatos; necesita agendar reuniones con amigas de infancia, continuar su pésimo libro de autoayuda, retocarse el pelo y el solapado fascismo. Personajes así existen, me digo, por montones. Caricatura hiperbólica, un ensayo de persona. Para gente como ella la finitud es una obscenidad, un concepto mítico: no tanto por la idea global de finitud (ni siquiera porque sea muy tonta para concebirla), sino una puramente egocéntrica. ¿Cómo puedo acabarme yo?

El doctor es un poco más afable. Una estaría tentada a adjudicarle una visión más cientificista (una tormenta solar, un efímero evento cósmico), pero con lo poco que ha dicho se ha entrevisto a un hombre que admira el espíritu. Parece entregado a la idea de que, en efecto y sin importar el cómo, es el final. La aventura del apocalipsis. Yey. Eso es lo que veo desde fuera. Está convencido de su propia bondad, en caso de necesitarla. La bondad como moneda de intercambio. Get Out Of Jail Free Card, como en Grand Theft Auto. (¿Acabo de pensar un juego de video mientras está pasando esto? ¿Pero, qué está pasando?). Debe ser una suerte el vivir tan seguro como él, si fuese el caso. Aquí está mi bondad, un canasto con mis buenos actos, todos impolutos y ejecutados de punta a punta, ordenados según fecha y ahínco de intenciones y resultados finales, incluso reseñas de usuarios. Ha salvado a muchos, sosegado a uno que otro, es la santidad en carne: cuatro y media estrellas. Una app llamada Good Deeds. (Sería hilarante que sólo fuese un dentista. Un podólogo benevolente. ¿Son miembros del pueblo elegido de Dios? Por qué no, hasta los seres eternos deben tener las uñas encarnadas).

Por lejos, el profesor ha sido el más nervioso. Necesita saber qué pasará, como si ello fuese a cambiar algo. Hace un rato habló de una mujer llamada Gertrude Ökenlo, ciudadana sueca cuyo caso leyó en la revista argentina Rarezas, mientras viajaba con su padre en el verano del 2000. Gertrude alertó a las autoridades de Gällö, pequeña localidad de Jämtland, sobre un desplazamiento en la línea del horizonte a lo largo de diez días, en julio del ‘91. A primeras lo creyó un hundimiento del terreno. Luego de las mediciones correspondientes, le informaron que no había causales de preocupación. Sin embargo, la mujer —jubilada, recientemente enviudada y, según ella y sus vecinos, habituada a largos periodos de observación desde su ventana— estaba convencida de que el cielo estaba inusualmente más abajo de lo normal, provocándole una punzante sensación de angustia. Antes de someterse a pruebas médicas (sugeridas por ella misma; nunca perdió del todo el uso de razón), Gertrude falleció a causa de un paro cardiorrespiratorio, se había enterrado a sí misma en su jardín.

La historia de Gertrude, y otros casos subsecuentes (escasos, según él), le provocaron casadastrafobia, un miedo irracional al cielo. Pobre hombre. ¿Cómo vivir temiendo algo que es ubicuo e inevitable? Relame aquella anécdota como un primer anuncio, una profecía. Por un rato enumeró posibles escenarios y correspondientes soluciones (entre ellas clavar la vista en los zapatos y evitar mirar el cielo, reduciendo todo a un episodio de vértigo; se ha pasado tres cuartos de hora pegando papeles con frasecitas aleatorias en su empeine para forzar la unión ojo-pie, partir en dos una estrofa de Keats pero empezar por el derecho y reparar en el error que termina bendiciéndolo y díganme si necesitan algo), y si bien partimos oyéndolo por deferencia ya dejamos de reconocerlo, así que asume las aspas como nuevas interlocutoras. Es triste, porque siendo tan joven (bordea los treinta, igual que yo) pareciera cargar tantos bagajes y remordimientos, una lengua de locura erosionándole la nuca y razonando, por supuesto que la fijación en los zapatos y la firmeza del suelo, el rescate de Keats, el empeine en la línea de defensa. Quizá tiene un secreto, algo que amerite redención. 

Qué curioso cómo la gente refugia sus miedos y verdades bajo avatares y techos: un sorbido de mocos disfraza el ansia de aventura disfraza el nerviosismo; una uña el sumidero de impaciencia; un teléfono y un par de zapatos como la forma más digerible del miedo.

Cada uno tiene una teoría sobre lo que sucederá. Excepto yo. 

Sin hallar la cabeza de este hilo sé que estoy acá por inercia, porque así he llevado siempre mi vida: atada a las voluntades ajenas, las encomiendas, el conteo de palomas. Supongo que es una forma de abstención, hacer de los otros mi refugio, asumirme lienzo en blanco y migrar del cubismo al dadá sin mayor esfuerzo. Todos los pensamientos son ciertos. Me asumo liminal y camaleónica, un umbral para las habitaciones de la gente. (¿No dicen que en caso de sismo los umbrales son lo único que permanece en pie?). No me importaría resfriarme, no me importan las narices, ni las uñas, ni los finales, ni Dios ni los zapatos, a menos que me signifiquen réditos y conexiones y un momento de falsa humanidad. Compañía, incluso. Desayuno falsedades.

Una vez tragué el semen de mi hermano sólo por matar el tedio. Eran circunstancias similares: una tarde muerta, el tiempo atascado en el cauce alquitranado de febrero. Estábamos en la casa de campo esperando a que volvieran del hospital de Los Ángeles, donde mi madre había ido de urgencia por lo que podía ser un derrame. Vagando cerca del huerto de tomates, encontré a Lucas masturbándose a la sombra del aromo. Lo miré un rato por partes, hilando el vaivén rítmico del brazo a su torso al cuello erguido al tronco del aromo y de pronto la totalidad simple de Lucas, Lucas en sí mismo en una acción cargada de luquicidad. Parecía excitado con la mera forma del cielo, la sensualidad de sus tonos, su honestísima apertura, la gigantesca vulva azul ofreciéndose sin capciosidades. No titubeó cuando me vio mirándolo, y devolvió el gesto. Me invitó a hincarme a su lado. Desde arriba me reflejó la tristeza que no sabía que acarreaba —algo que sólo asoma en estos silencios vacuos—, y de a poco empezó a convencerme de ayudarle, de extenderle una o dos manos fraternas y pronto la insinuación de la boca y la punta de la lengua; al cabo de tres nubes me ofrecía su consuelo líquido. Sabía salado y abundante. Lo acepté, me quedé con él viendo el carrusel de nubes y las vastedades varias, y comencé a conocerme.

Replicamos la dinámica por un tiempo. Con mamá recuperándose en casa intenté sugerirle otros espacios cubiertos, quizá el establo o el entretecho o la deshabitada casucha de Ramírez, pero esto resultaba en finales a medias, estacatos nimios que terminaban olvidados en el suelo ante la curiosidad de las hormigas y la propia. El motor de Lucas parecía ser la sensación de libertad, el tenerme a la espera de su leche en la pura verdad de la intemperie. Yo asentía para no sentirme sola. Después, de un momento a otro y sin explicaciones, puso fin a la práctica. Jamás lo conversamos. Sobre la historia hay ahora una maltrecha alfombra de silencio.

Cada cierto rato me asomo a la ventana por curiosidad. Afuera la situación es la misma que acá. La calle se vacía, los últimos autos merodeando la rotonda camino a sus casas, en plan de emergencia. La gente, curiosa pero precavida, mira desde sus balcones hacia el cielo rojizo en busca de señales nuevas; el sol, aparentemente, ha dejado de moverse. Una bandada de gaviotas aletea sobre la torre Fritz-Matte. Dedicándoles más tiempo se hace obvio que sólo hacen eso: aletean sin moverse, congeladas en el aire. Las nubes son del mismo color que un cielo de Vermeer: gruesas y llenas de carácter. Lentamente, han comenzado a tragarse el último indicio de ambiente citadino. Es el sonido de la espera. Al centro de la plazoleta, en la rotonda, un solo árbol arde con llamas blancas. No hay bomberos a la vista. Desde la altura todo se ve distinto, más indefenso y prescindible, quizá Dios nos ve así mismo. (Curioso cómo Dios es cada vez más una presencia asumida en los escenarios hipotéticos; de todos modos, no sé a quién más adjudicarle la autoría. Cualquier otra cosa se sentiría de mal gusto y ya habría ido al grano. Esta dilación del tiempo y las paciencias y los símbolos parecen sólo obra divina, alguien que nos fuerza a esperar su descenso porque ha fijado una hora específica y asume su importancia, su ego, su solidez de trayectoria. Una Madonna cósmica).

Si fuese Dios quien bajara del cielo abierto, se la chuparía. Los dioses necesitan putas más que podólogos.

El profesor pregunta otra vez si puede hacer algo por nosotros. El doctor y yo negamos con la cabeza; su esposa titubea antes de sugerir un vaso de agua que en verdad no quiere. Él parece decepcionado, pero consiente y se para a rellenar un vasito desechable con agua del dispensador. Se lo entrega a la mujer con plena esperanza de haber hecho lo correcto y ahora la confirmación, el sorbito triunfal que sella el favor, pero la mujer guarda el vasito en la mano libre y regresa a la parte seca del suelo. El profesor finge desinterés y retorna a su muralla evitando la ventana; se deja caer con un gesto insípido, y comienza a llorar.

No sabemos qué hacer. Sus pucheros son absurdos, pero sinceros y pueriles. Ahora la mitad de los presentes sorbe sus mocos. Me pregunto si el verdadero fin será cuando completemos el cuarteto. Intentamos fingir que nada está pasando, buscando distintos puntos de interés, pero la habitación es un desierto que rechaza toda estadía prolongada; es inevitable volver al marica llorando. Sólo queda relegarlo a la esquina del ojo.

Pero no desiste, y entonces va desenrollando una alfombra frente a nosotros, tejido con sílabas lentas y viscosas y exhalaciones que van creciendo y entremedio un dolor en el pecho, una punzada terca llamada Daniel o Diego, este Diego del que ya no sabe hace mucho, cinco o seis años, seis años, repite más seguro, pero que sigue sintiendo por las noches y al caminar por Ahumada, cerca de las ruinas del Lido donde alguna vez una película y un beso. De a poco escupe a Diego que no suena para nada como un problema cardíaco, cómo podría siendo un hombre tan menudo y aficionado a Bowie y las cervezas sabatinas, mirando el Santiago nocturno desde la terraza de su casa imposiblemente alta o desde los ojos del mismo profesor, donde también se detenía por minutos para decir qué lindo este juego de manos en la mesa, la sencillez de una yema sobre una cutícula ajena, pareciera que bailara o que enviara un mensaje en morse. Le dijo aquello y continuó repitiendo el mensaje, punto raya caricia punto punto, sin mediación de un diccionario porque ambos sabían qué significaba y cuánto lo habían buscado, en otros años y otros cuerpos, y al fin ahí estaba, cosa de levantar un dedo y verlo expuesto, sin miedo al viento precordillerano ni el juicio del cielo, mirando hacia arriba, hacia ambos, con la calma de un gatito recién alimentado; ambos lo miraban de vuelta pensando qué cosa tan curiosa, tan chiquita y sin embargo sin esquinas y a medida que se la mira pareciera estirarse y desparramarse sobre la vía de la cutícula, todo ello contenido en el mínimo gesto de esas dos manos encontradas.

Aquí el llanto se vuelve alud y va arrastrando todo tipo de lamentaciones, algo sobre un alejamiento y la subsecuente traición en forma de felaciones a terceros, el cliché de la infidelidad por hastío o por cuestiones genéticas; la cosa es que Diego ya no fue más y desde entonces que el profesor se siente condenado, pagando una deuda en cuotas interminables y cómo se vive sabiéndose culpable, la culpa es una casa erigida en el peor de los barrios, avenida Maldad esquina Egoísmo, esquina Sabotaje, esquina Absolutísima Falta de Méritos, y él transitando a paso lento sin zapatos ni estrofas que lo salven, sin noción de caminos ni destinos y lo más probable es que luego trote en círculos sobre gravilla hirviendo. Menciona sus manos y se las mira histérico porque no tienen nada, nada con qué defenderse de la muerte, y si este fuese el fin, si el mundo acabara aquí y ahora de mil formas posibles (mil mundos distintos) él se iría con las manos vacías en todos, sin amor ni redención ni un ápice de calma, y por ello quiere hacer lo posible por saberse bueno y salvarse, depositar toda su esperanza en un vasito de agua y con ello poder mirar el Cielo de nuevo y ganárselo, eso o el beneplácito de un cualquiera, una palabrita de aliento, de perdón desnudo y desinteresado, y nosotros entendiendo que además de ser doctores y esposas y putas ahora también somos Diego.

Lo dejamos llorar un rato hasta que el doctor espeta un seco “te lo buscaste”, frasecita que extiende un hilo tenso entre los ojos de su esposa y los míos, el tejido menos esperado porque qué tengo que ver yo con ella en esta historia y en la vida, pero ambas reconocimos que aquello había sido una quemadura química, remate a un animal ya moribundo. El doctor prosiguió a sorberse los mocos como si no hubiese apuñalado a un hombre donde más le duele, el órgano de la esperanza más blanda, y toda su proclamada bondad sangrando junto al moribundo. La esposa miró el vaso de agua y vio en él un naufragio de decencia, pero también un gesto radicalmente fútil, si al fin y al cabo todo era paliativo y quién querría placebos en lo que podía ser el fin de un mundo. Yo nunca he tenido el hueso de la compasión en el cuerpo, pero entendí que mi boca cerrada era el mayor consuelo a disposición, preferible eso a una broma de mal gusto ante un hombre que literalmente se deshacía en aguas y ahogos. Por lo mismo nadie se atrevió a contarle del cielo, que entre el Diego amado y el llorado había masticado de a poco los techos, la curiosa sensación de estar cayendo en un precipicio a la inversa igual que la estrofa de Keats; sólo después de un rato la esposa se atrevió a ponerlo en palabras de la forma más sencilla, se está cayendo el cielo dicho en un susurro benigno, como una canción de cuna. Los tres miramos por la ventana a destiempo y nos unimos a tantos otros que hacían lo mismo desde sus balcones, de seguro hilando las palabras para describir lo indescriptible, y el profesor hundiéndose en la certeza de una condena que quizá no era sólo suya, después de todo quién no es culpable de techos y mentiras y miradas al suelo, en la búsqueda inútil de una verdad que está arriba y sólo arriba, donde el profesor fue a parar como si se tratase de los adoquines, luego de preferir la ventana a nuestra indiferencia colectiva.

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