En su departamento, un hombre convive en secreto con una criatura monstruosa que llegó del exterior sembrando terror en el mundo y que ahora duerme profundamente en su casa. Al principio piensa denunciarla, pero la costumbre, la fascinación y la culpa lo atan a ella.

Desde hace unos días que hay algo en mi casa.
Vino de fuera, desconozco su concepción y menos por dónde comenzar a explicarlo. Lo mejor que puedo decir para describirlo es que ocupa buena parte del espacio de mi departamento con púas y pliegues de carne gruesos y flácidos. También sé, por lo que dicen, que es altamente peligroso.
Lo que más me molesta, sin embargo, no es su apariencia ni la amenaza que representa. Lo que me indigna es que esta bomba de tiempo haya pasado a mis manos sin aviso y sin mi consentimiento. Estamos hablando de algo salvaje y horroroso. Algo de esa naturaleza vino y paró aquí, así de repente: de todos los lugares, luego de sembrar el terror en todo el mundo, se metió en mi casa y se quedó profundamente dormido.
Pienso en cuánto me ha costado considerar entregarlo. Lo sé. Sé que la mejor decisión es dar aviso, delatarlo. Lo sé y lo he sabido hace tiempo. Pero para que entiendan lo que digo: fueron unos días de superar el shock, otros cuantos de dudas y cálculos. El tiempo pasó muy rápido y ahora me da vergüenza admitir que he tenido a esta bestia fétida en mi hogar, viviendo conmigo, escondida del mundo. Ahora no tengo cómo explicarle a nadie por qué no he hecho nada al respecto. Y, tras observarlo por días mientras duerme, ha llegado el momento en que no puedo pensar en hacerle nada.
Me rendí a la idea de que haya un ser que de a poco se ha convertido en uno más de los muebles del departamento. Se ha vuelto inconcebible conseguir a alguien que me entienda y me ayude a deshacerme de él. Además, sí, supuestamente es nefasto, pero, en rigor, en este estado no le hace daño a nadie.
De alguna forma me he ido habituando y ya no lo observo con tanto miedo, sino que hasta con fascinación. Mi naciente curiosidad me ha hecho acercarme en ocasiones más de lo que quizá debería y preguntarme si de verdad es tan malo como dicen. Me cuestiono si, de hecho, habrá una razón para su existencia. Si tal vez es un monstruo incomprendido y yo sea el único que lo entienda. Me pregunto si, a lo mejor, tal como yo me he familiarizado con él, haya una posibilidad de que él lo haga conmigo y que conectáramos. Así, cuando despertara, quizá me reconozca como un aliado. O incluso como su amo. Por último, me conformaría con ser alguien a quien él no quiera matar.
Comencé a tantear terreno en este aspecto.
Noté que, cuando le acerco cosas a los agujeros por donde el aire entra y sale, se detiene momentáneamente, como poniendo atención. Asumo que el olor debe recorrerlo por dentro. He tratado ropa limpia, después sucia, después mis sábanas usadas para que las huela. Todo me hace creer que me está aceptando.
Acto seguido, intenté alimentarlo. Le encontré el espacio por el que entra la comida sin que vuelva a mis manos empapada en jugos. Por él introduje cereales, pollo y huevo. La última vez le escupí a la comida para que tuviera algo mío. Eso tiene que ser de ayuda para que me recuerde.
Desde que le di pelos de mi almohada y las uñas que me corté después de bañarme, juraría que distingo entre sus pliegues una especie de cara.
Las cosas se me complican a medida que descubro rasgos como ese. Sigo soñando que, después de todo lo que hice, despierta y, con una mirada perdida, me dice con su boca deforme: “Discúlpame”, y me devora. No es justo. No sería nada justo que, después de mantenerlo a salvo de las autoridades y la gente, se volviera en mi contra. No es justo que, de la preocupación, se me caiga el pelo y se me descueren algunas partes. He estado juntando todos esos pellejos y pendejos y dándoselos de comer. Mínimo, si los pierdo por su culpa.
Me he estado rascando más de lo habitual. No estoy cien por ciento consciente de cuánto me rascaba antes, pero estoy convencido de que es así. Es que estas pequeñas costras empezaron a aparecer por todo mi cuerpo, sin ninguna explicación. Especialmente las de la cabeza, que salen por montones. Tal como hice con el resto de mis despojos, se las he estado dando a él en venganza. Últimamente, sin embargo, he comenzado a arrepentirme de esto, porque, de no haberlo hecho, creo que él no hubiese empezado a murmurar.
No he estado saliendo. No puedo abrir la puerta y arriesgarme a que alguien escuche las palabras que lo he escuchado formar. Estoy seguro de que en cualquier momento este monstruo se para sonámbulo. Tengo miedo de que alguien lo escuche a través de las paredes y luego vengan a husmear. No sé si alguna vez despertará; no me podría importar menos ahora. Lo que me preocupa es todo lo que sabe y repite sin filtros. No sé qué tipo de broma cósmica sea esta, pero no me causa ninguna gracia que esta aberración conozca tantos detalles de mi vida personal. Especialmente sobre lo que pasó con mi madre.
Recientemente, identifiqué estas costras que se expanden por mi piel como las mismas que cubren a la bestia. O al menos así me lo parecen. Se sienten ásperas y sensibles contra el colchón, y me imagino que así debe sentir él todo su cuerpo. Mi reclusión pasó a ser absoluta, no puedo dejar que nadie me vea en este estado. Ya no queda ni una uña en mis dedos. Todavía no me acostumbro a la sensación de encías desnudas contra mis labios. Mientras, su cuerpo, desde que le doy pedazos de mis orejas y párpados, se empezó a cubrir de piel humana. La idea de tocarlo se ha vuelto más repugnante que nunca. Yaciendo con su cuerpo rosado y su voz tan parecida a la mía, no me causa más que rabia y desprecio.
Sus monólogos se sienten demasiado cercanos y ofensivos. Como burlas de lo que fui. Un insulto a la vida como la conocía. Me duele todo en este momento. Lo reconozco, fui feo, fui inútil. Tuve un nombre ridículo y mis cosas no valen nada. Mi único alivio en estos momentos es dejarle mis dedos secos, mis pies gangrenados, todo, a él. Ya no me importa nada. Ahora es más parecido a mí que yo mismo y considero que todo aquello le pertenece. Yo, por mi parte, soy la copia de él cuando se metió aquí y su rol ha sido transferido a mí a la fuerza.
Me doy cuenta, aunque tarde, de que no lo maté cuando pude y ahora, aunque no quiera, me urge perpetuar su legado. Tengo sus pinzas en vez de mis manos, mi piel está reseca, atravesada por púas. La sangre del dormido no provee el alivio suficiente; tengo que salir y robárselo al mundo, tal como lo hizo él antes de meterse en mi casa.
Destruido todo y todos, voy a volver a descansar y, cuando me duerma, seguramente él va a estar despierto.

Manuel Zúñiga Trier nació en Santiago de Chile y fue criado entre Talagante, Chiloé y Tasmania. Biólogo de profesión y masoterapeuta por pasión. Esgrima histórica, vocalizaciones extrañas, animación y escritura son hobbies que se pelean su tiempo. Afín a las artes que lo dejan triste, pensativo y babeando. Escribe, por lo tanto, cosas extrañas e incómodas, ojalá terroríficas.