Nº 51 | Narrativa | Fantástico | 3740 palabras | Camila Almendra | Chile

Un cordón umbilical extendido
atravesando montañas
en busca de su caudal.

DANIELA CATRILEO

*

La señora Rosa trapeó el baño común de las oficinas a las once de la mañana. Ese viernes vio un gran charco y salió reclamando, a viva voz, que de nuevo las cañerías estaban viejas y que el agua se filtraba, que ya estaba pronta pa’ jubilarse y que era el colmo, que ya no le daba la espalda. Pero si la señora Rosa se hubiera acercado a la poza, habría notado olor a bosque en otoño.

*

Los lunes, para ella, la rutina era preparar un mate con poleo al despertar.
—Andas pensando en la inmortalidad del cangrejo, niña, no se te vaya a acelerar la cuchara con un mate en ayunas.
Si se concentraba, escuchaba la voz nítida de su abuela. La echaba tanto de menos. Enlazó las manos y las cerró en un abrazo con su mate.

Tomó impulso para saltar un charco como cualquier otro charco, un lunes después de una lluvia torrencial que duró hasta la madrugada. Caminó por la feria que se coloca a dos cuadras de su casa y se dirigió a paso veloz al trabajo. Se miró en el espejo donde se prueban sombreros usados; a sus pies, un pequeño charco la reflejó. Esa mañana le confesó a la Yari, su confidente y compañera del trabajo:
—Estoy chata de todos estos edificios nuevos y el tráfico de las tardes; pareciera que el humo se me mete hasta por los sueños.

—Te ponís filósofa, cabrita —le respondía Yari—. Igual tenemos que terminar esta ruma de papeles antes de irnos. Qué les va a costar echar una manito de pintura a estas paredes mohosas de humedad.

Así era la rutina en SECPLAN, la Secretaría Comunal de Planificación de la Municipalidad de Río Bueno. Pese a que el año sonaba futurista, en Río Bueno las cosas marchaban igual que hacía más de doscientos cincuenta años. «Wenu: el río de más arriba», escucharon los españoles como «Bueno», y así se convirtió en una ciudad colonial de ritmos lentos, sin semáforos, rodeada de industrias de leche, ganado y madera que devoraban los cerros.

Ya para el 2030 seguían siendo las mismas casonas viejas, y aún había que escribir cartas al Administrador Municipal para que pintara los muros de la oficina. Salía del trabajo a las cinco y media, y a veces iba por un shop o una caña de vino con la Yari y otras compañeras. Sentía una culpa honda por no ser «productiva», como repetían las lifestyle coach de moda que Recursos Humanos contrataba para justificar fondos del gobierno. También sus amigas le manifestaban preocupación por su «poca capacidad retentiva de los cahuines».
—Prefiero ver películas antes que enfrentarme a la realidad —les decía—. Cálmense, chicas, yo estoy bien así.

Le organizaron un par de citas a ciegas que terminaron pésimas: ella solo quería conjeturar sobre vidas pasadas o discutir si existían reales posibilidades de conexión extraterrestre. Decidió, sin más humillaciones, mantenerse sola, confiando en la idea de su abuela: cuando Dios te quiere dar, a la puerta de tu casa te lo va a dejar.

La abuela sabía más refranes que versículos y, aunque ya no recordaba ni su lengua ni su apellido, el tata dejó de pegarle cuando cambió el cinturón por la Biblia.

Del sector donde la criaron sus abuelos la apodaron «la pico e’palo»; era la envidia de muchos varones por su fuerza y determinación. Su madre la miraba con desprecio; mientras su cuerpo se hacía adulto, la distancia entre ambas crecía. Tampoco es que hablaran mucho: su madre se mudó a la capital y la dejó huacha chica con sus tatas. De su padre no figuraba ni el nombre en el acta de nacimiento.

Aun así, creció rodeada del amor de sus abuelos maternos: el olor a café de trigo por las mañanas, los catutos con mantequilla y la yegua Lucero, que la acompañó siendo su mejor amiga hasta los doce años.

Un día llegó donde sus abuelos con un cartón bajo el brazo: ya cumplí, muchas gracias por criarme, ahora me toca a mí ayudarles. Así consiguió un trabajo de contadora auditora en el servicio público, con el que pudo sostenerlos hasta que murieron.

Tenía que ponerse todos los días su traje percudido y desayunar pan con mortadela lisa, o mantequilla con ají, en la estrecha cocina del edificio junto a sus colegas.
—La otra vez me llamaron de una encuesta telefónica y dije que estaba feliz con mi vida —le contó a la Yari una noche ya de madrugada—, pero no sé… a veces siento que me falta aire. Aunque tomo dos litros de agua, así me dijeron en el consultorio, y estoy como seca, como vacía.

Desde hacía unos días, el traje le causaba comezón y ronchas. No le satisfacían ni los videos conspirativos ni las series románticas que veía con su bandeja en la cama antes de dormir.
—¿Con quién hablar de lo que siento? —se preguntaba—. La mayoría de los pensamientos debía guardárselos para sí misma, incluso los recurrentes sueños que tiene desde pequeñita.

*

Estar todo el día en los ajetreos de cuatro paredes y en la ciudad le traía ideas oscuras: a veces imaginaba tirarse del tercer piso del SECPLAN y acabar con los días que parecían todos iguales. Las personas se volvían grises entre risas y choques de copas after office. En esas noches previas al insomnio total, sus amistades le parecían ausentes; dormía con el cuerpo cortado y, desde las entrañas, se desconectaba cada vez más de lo que entendía por humano. Entre las torres y las calles pavimentadas se escuchaba en todo momento el sonido de lo inorgánico, y un zumbido de electricidad aguda la atormentaba en la cama, profundo en sus tímpanos.

Entonces, los días corrieron tan rápido del mismo modo que la lluvia de papeles que calculaba y timbraba. Sin entender qué le pasaba, el jueves llegó de sopetón y partió por tierra hacia la capital por una capacitación obligatoria: «Convenios municipales con empresas extranjeras de energías renovables», de jueves a domingo. Siempre que iba a la capital debía inventarse un gran motivo: trabajos intermitentes, amistades a distancia, productos imposibles de conseguir en su ciudad. Miraba cambiar su paisaje por montañas de hormigón, y el olor a podredumbre se colaba por las ranuras del bus.

Los días allá le pesaron en la salud. Echó de menos la lluvia, pero la capacitación, más que explicar los objetivos de las empresas, fue un desfile burocrático de siglas y protocolos. Mientras algunos expositores de empresas extranjeras hablaban sobre sus convenios de energías verdes con representantes de municipalidades, ella sentía como si un rumor de oleaje convirtiera su sangre en un murmullo decadente. Volver a casa fue un tramo más largo de lo pensado: un mareo similar al de navegar en un bote bajo tormenta.

Al llegar el domingo por la tarde a su casa, después de once horas de viaje, intentó dormir, pero su cuerpo temblaba y oía fragmentos de noticias, personas que conoció en la capital y los ecos de eras de genocidios transmitidos. No podía vencer el algoritmo de risas rápidas, videos para adelgazar antes del verano, cómo descubrir tu amor verdadero. Conforme las luces tintineaban, su náusea se volvía un reflujo que no lograba vomitar. Cerró los ojos y pudo dormir imaginando que su cuerpo era un botecito y el río ya se calmaba.

*

El lunes se levantó a las seis, como de costumbre. Su pijama estaba todo mojado. ¿Habré tenido fiebre? Se asustó porque no era solo humedad: el pijama podía escurrirse del agua. Sacó las sábanas y levantó el colchón con la esperanza de que se secara para la noche.

Puso la tetera sobre la cocina a gas, preparó el mate con poleo, tostó un par de panes y comenzó a picar, con las manos tiritonas, fruta para la colación. Su cuerpo era una gelatina y, sin mucho control de él, se cortó en la punta del dedo más alaraco y brotó una sangre roja paliducha.

«Statkraft opera en más de veinte países».

Antes de irse sintió un fuerte olor a gas: la cocina se había quedado encendida por más de una hora. El olor le trajo la misma náusea de la noche anterior. La casa no se consumió, pero en mente resonaban fragmentos de la capacitación.

«Desarrollamos y operamos activos de energía renovable en Europa, Sudamérica y Asia».

Marcó el huellero digital a las ocho y media; jamás se atrasaba. Tuvo que comandar su dedo que todavía seguía resbaladizo con su otra extremidad.

«Statkraft AS es una empresa hidroeléctrica propiedad íntegramente del Estado noruego».

Saludó a Yari como si fuera Carla y a Carla como si fuera Yari. Las chicas se rieron, pero ella estaba confundida.

«La compañía está presente en diecisiete países y tiene un portafolio con una generación eléctrica agregada de sesenta y un TWh».

Sostuvo diálogos sin fruto en la oficina.

«Statkraft está presente en Chile desde 2014, operando dos centrales hidroeléctricas y desarrollando proyectos hidroeléctricos y eólicos».

Sentía las piernas semejantes a cochayuyos a la deriva en los peñascos. Se miró las manos y alcanzó a ver los vasos sanguíneos, el movimiento de la sangre. Fue al baño y notó cómo el rostro y las manos cambiaban con la luz de las paredes por donde pasaba. Los pigmentos le atravesaban la piel.

—¿Se estaría volviendo transparente?

«En 2015 adquirimos la Compañía Pilmaiquén Electric, con proyectos y operaciones en la cuenca del río Pilmaiquén».

Mucha información, pensó; le tiritaban las manitos en la calculadora. Fue al baño a colocarse corrector antiojeras; quería gritar y arrancar las capas de pintura que sobresalían de las paredes del SECPLAN. Volvió al baño para hacer dos gotas de pipí, volvió al asiento de la oficina, luego otra vez al baño, se echó agüita fría en las sienes y se decía a sí misma:
—Sosiégate, cabra lesa.

A medida que pasaban las horas después de ese viaje, el dolor de cabeza se volvió más punzante y se apretaba los dedos en el entrecejo y atrás, por el cerebelo, que le dicen. Ese lunes llevó unos imanes de regalo para sus colegas, los que no conocían la capital.
—Mira, te traje uno del museo —le dijo, con una sonrisa cansada.
—Con esa carita, ¿del museo o del mausoleo? —respondió la Yari, riéndose.

Luego se tomó una infusión que su abuela le habría recomendado para la jaqueca.
—Hijita, cuando te duele la cabeza es que no estás remando en tu interior.

Así transcurrió el martes, y el martes ya no era martes sino un día cualquiera. Solo el calendario digital le marcaba las reuniones y entregas laborales impostergables.

*

Dio vuelta el colchón para dormir por el lado seco, el martes en la mañana, sin recordar nada de lo que ocurrió al dormir. Se despertó tosiendo agua y, nuevamente, empapada. Esta vez el colchón ya no se podría usar nuevamente. Se miró al espejo y la piel, casi de vidrio, dejaba ver las pupilas, dos cavernas donde la luz no llegaba.

Llegó a la oficina y las paredes estaban con más moho de lo habitual; grandes hongos aparecían por las esquinas y el moho formaba un estampado que convirtió los muros en lagunillas. Las personas corrieron a sacar archivadores con documentos importantes y les solicitaron trabajar en otro departamento.

Mientras sacaba los archivos junto a sus compañeras, notó que los archivadores se empapaban al tocarlos. Aún nadie se daba cuenta, y aunque ya casi no le dirigían la palabra, el huellero que marcaba el inicio y el fin de la jornada laboral todavía la reconocía y vociferaba con acento español de España: «Acceso activado».

Ese día no pudo soportar el peso de la vida. Las crisis siempre se anunciaban igual: el movimiento lento de las hojas cayendo y la luz filtrándose oblicua por el vidrio del escritorio. Sentía en el aire el olor agrio de la estación donde las frutas se pudren y la tierra recibe al mundo vegetal para el compostaje.

Al llegar a casa, comenzó un llanto incontrolable. No sabía si lloraba por tristeza o por cansancio; solo sentía que algo dentro de ella se estaba secando. Miró los platos sucios de una semana, el colchón empapado y la ropa tirada en el suelo. Pensó en su abuela y en las excursiones que hacían juntas para recolectar hongos de la temporada: loyos y changles.

El teléfono vibró. Mensajes de sus colegas, preocupadas por la carita de hoy.
Dúchate con agua helada —le escribieron sus amigas—, ayuda a destensar los músculos.

Se quedó mirando la pantalla, las letras brillando sobre su cara.

¿Y si llorar fuera una forma de acercarse a su abuela? ¿Y si su abuela se había hecho agua y no polvo como decía la biblia?

*

La noche que anunciaba el miércoles no durmió ni medio segundo. La luna estaba llena, parecida a un queso, y el resplandor se filtraba entre las cortinas cual leche espesa. Supo que tendría que entregarse nuevamente a los gramajes de la medicina moderna. Llevaba muy en secreto esos padeceres, para no perder el trabajo.

El miércoles, al amanecer, pidió el primer día administrativo del año. Abrió los muebles, se frió unos huevos, pan tostado y café soluble. No se duchó y se vistió con ropa cómoda. Caminó hasta la farmacia del barrio, donde atendía una doctora de media jornada.

La médica la escuchó en silencio, con el gesto de una genuina empatía. Le dijo que el diagnóstico era el mismo. Ya es una década tomando estas píldoras que había dejado por voluntad propia; los psiquiatras saben de qué va su porfía.
—No es necesario mayor seguimiento que este, doctora, permítame descansar.

La doctora le recetó calmantes de día e inductores del sueño. Cuando recibió los medicamentos, supo que debía hacer una tregua con su historia y entregarse al llamado del cuerpo. Esa noche del miércoles se entregó a la pastilla. Había comido muy liviano; sentía el estómago moverse; desde el ombligo se conectaba hacia lo desconocido.

Decidió convertir su tina en una cama. Durmió y, con el sueño, perdió los bordes de la habitación y de toda existencia. Cada vez que decidimos dormir nos entregamos a la posibilidad de no despertar jamás, pensó. Se imaginó botecito y marea, tiempo y cauce. Se concentró en el sabor amargo de la medicación, en la humedad que se acumulaba bajo la lengua. Creo que he pasado una vida deshidratada, debí tomar más agua, se dijo a sí misma. Se entregó al mundo de los sueños recostada boca arriba, las manos en cuenca mirando al firmamento, y soñó.

«Cuando se muere la carne, el alma encuentra su sitio», decía la Violeta, y es un cauce infinito. Acostada sobre las piedras, se sentían aterciopeladas, y los rayos del sol van encontrando refugio en las moléculas que titilan entre verdes y azules: reflejo de lengas y ulmos. Ya podía respirar agua; nunca más la sensación de sequedad.

*

Se reconoció como un gran espíritu antiguo y se permitió hablar consigo mismo, para consolarse y entregarse fuerzas para lo que vendría:
—No en vano les dijeron que debían escucharme. Se los advirtieron tantas veces: en persona, por cartas, en las fotografías donde aparezco majestuoso. Les avisaron por las buenas, desde mis vecinos hasta grupos de ciencia, esos que esconden sus cartones y archivan intereses que articulan en palabras. Les advirtieron, pero no quisieron escuchar. En realidad, los extranjeros de casco y bota y yo no tenemos mucho en común. Es intentar hacer paces a la fuerza cuando sus objetivos y los míos distan en fondo. Solo soy un brazo más. Las primeras personas que se congregaron conmigo sabían lo anciano que era. Tantos años recorriendo montañas me habían vuelto un buen amigo; así me lo hicieron saber mientras comían los hongos que crecían a mi orilla y buscaban hierbas para sus hogares. Cuando el amor es recíproco implica una decisión de cuidado y ternura, y así fue la relación entre quienes me llaman señor y yo. Aunque también llegó gente agresiva, quienes cuestionaron nuestra relación y gritaban «anatema». Quienes vivieron cerca de mí honran la transparencia de mi cuerpo cuando las estrellas y la luna se posan sobre mí, atrayendo con nuestros cantos, humanos y divinos, los elementos, la piel, el alto cielo y la brisa. Con notas suaves, ondulantes y permanentes, soy capaz de concebir algo más grande que yo mismo: llegar hasta el mar que refleja el universo. El amor no se envanece ni busca provecho. Por eso traigo y llevo espíritus hasta otros ríos y al gran estuario. He sido mensajero de las formas de vida que hay en mí y en todo.

*

Cuando ella despertó, la tina estaba casi al tope de agua; su rostro y parte de su pecho estaban expuestos al aire. El agua, ni muy fría ni muy tibia, le cubría todo el cuerpo. Pese a todo lo que le decían por tener cuarenta y cinco años, por no haberse casado ni tenido hijos, se sintió más joven que cuando gateaba sobre la Tierra. Le entró una nostalgia honda; añoraba una forma de vida incomprensible, demasiado estrecha para Río Bueno y los suyos.

Abrió los ojos con una molesta alarma. Buscó un vaso de leche, miró su uniforme a lo lejos, y le pareció un conjunto de trapos innecesarios para su cuerpo translúcido.

Casi podía escuchar la voz de su abuela susurrarle:
—Tranquila, cabrita del monte. Tú traes y llevas, pero ahora estás aquí conmigo.

Se desnudó y, al entrar en la ducha, tuvo la sensación de que, junto al agua que corría de la regadera, eran una sola. Le provocó un placer que jamás había sentido. El líquido tibio le corría por la espalda y ya no sentía que vivía sola; las gotas le cantaban y le permitían respirar el vapor; un sedante para el día que se avecinaba en su cuerpo hecho casi de niebla.

*

Ya en la oficina, las tareas se amontonaban en una nube de papeles que le provocó ardor en los ojos. Mientras tomaba su cafecito matutino, revisó las noticias: un nuevo derrame de petróleo en el Golfo de México. La sola evocación del olor a bencina le apretó el corazón, y las luces de la oficina parpadearon durante un minuto, al ritmo de su respiración y de la náusea. Debe ser el viento del otoño, pensó después, restándole poder a lo que intuía.

Corrió al baño y comenzó a llorar agua dulce; no podía detener las gotas, ya no las podría detener. Su cuerpo ya no sentía los límites de la piel que lo hacía sólido. Esa permeabilidad iba creciendo; un reloj de arena sobre ella. Sentía que su torso se le estrechaba; un dique invisible la presionaba por dentro, le costaba respirar. Intentó calmarse abanicándose, prendiendo el ventilador de la oficina, abriendo las ventanas, pero el aire seguía quieto. Ya no pudo ocultar que mojaba los documentos entre sus lágrimas y poros: los números que debía calcular se escurrían, los millones se derretían en todas las hojas que tocaba.

Su jefe, intentando no exponerse a una demanda por acoso laboral, le solicitó, con voz de cordial obligación, que se retirara de la oficina y asistiera con urgencia al hospital, por un posible cuadro de menopausia precoz.

Estaba sola en casa. Recibía llamados que no contestó. Una vez más se preocupó: sabía que dormir la traería nuevamente al cauce. Esto le había ocurrido en otras crisis: desde el día de la menarquia despertaba con charcos alrededor de ella; esta vez era distinto, ya no había vuelta atrás y ella tampoco lo quería.

Su abuela le dijo que sus raíces eran tan largas como las venas que irrigaban de sangre su cuerpo, vénulas incontables, vasos microscópicos. Así es la memoria de nuestras vidas, le decía.
—Nuestra sangre llega al mar; aunque perdimos, nos cambiaron el apellido en el registro civil, somos familia de linaje de soñadoras.

Preparó un té de ruda y cedrón. Se tomó la píldora completa. Esta vez, mientras se entregaba al remedio, se dijo a sí misma: a lo que es y será, a mis abuelas y a lo que llevo y traigo. Se sintió gratamente hidratada; se desnudó y se recostó en la tina. El sueño la venció.

*

Al abrir los ojos, todo era negro color obsidiana, sin más reflejos que unas luces diminutas, parecidas a las alas de las polillas. Una cueva resonaba con cada vaivén del agua: un gran vientre donde su cuerpo movía almas imperceptibles, en una realidad donde lo líquido era líquido y el concreto, concreto. Entendió su fuerza y comprendió la conciencia de lo que albergaba.

—El tiempo es circular —susurran los ritos que me invocan—. Comencé a danzar, a mover almas por el cauce, a llevarlas al mar para que el cielo se reflejase sobre ellas al ritmo del amanecer. Puedo sentirme en kilómetros. De pronto talaron alerces y sauces y los reemplazaron por árboles de metal. Ya no podía dirigirme con mi ritual fluido: me clavaron estacas y concreto. Un monstruo sobre mí, jamás antes visto desde que los glaciares se derritieron y me formé. Intenté seguir trasladando los espíritus, dotar de fuerza a las personas que vivían a mi alrededor, pero el cuerpo me pesaba. No tenía el control de mí: las rutas ancestrales se cerraban. Los humanos, constructores del monstruo de metal, declararon enemigos a quienes habitaban mis orillas y cuidaban mi vida. Una mujer se comunica conmigo, saben quién soy. No me abandonarán.

*

No recuerda cómo volvió a su oficina por última vez. Comenzó a sentir que el uniforme la asfixiaba, la respiración entrecortada, y volvía a sentirse seca. Nadie la veía: su membrana era de papel diamante y alcanzaba a distinguir las coronillas de las cabezas de su jefe y sus compañeras. Decidió no volver a ese mundo e incorporarse a lo que siempre fue y añoraba.

*

Este no es el mito de Ofelia: no hubo cuerpo que buscar. Un día, la mujer que trabajaba en SECPLAN fue al baño convertida en una persona de lluvia y se volvió un charco que la señora Rosa trapeó después, reclamando por las viejas cañerías y sus típicas filtraciones.

Para volver a respirar, imaginó las manos de su abuela bañándola cuando pequeña, vertiéndole cubetas de agua tibia con sal y romero mientras le cantaba. No tuvo temor: así se deshizo en su elemento familiar y su espíritu viajó a su tiempo redondo.

Camila Almendra

Profesora y escritora del sur austral de Chile, nacida entre los ríos de Chaurakawin y Ainileubu. Habita hoy en Coatepec, México, donde cursa el Doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Veracruzana (Xalapa). Investiga las escrituras de mujeres, las disidencias, y los cruces entre poesía, clima y ciencia ficción. Sus creaciones están en revistas y antologías tales como Revista Ceres (Ediciones Mal Criada, 2015-2020), Silvestres y Eléctricas, poetas latinoamericanas (Cartonera Helecho, 2016), Maraña: panorama de la poesía chilena joven (Editorial Alquimia, 2019) y en Estuaria, visión de 9 afluentes (Tinta Negra Microeditorial, 2022), Revista Punto de Partida (UNAM, 2025).

Ha publicado los poemarios El viaje de la Heroína (Editorial Alto Horno, 2016), Provinciana en Colores (Ediciones Kultrún, 2022) y Pistila del gen lumínico (Tinta Negra Microeditorial, 2024).

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