Nº 27 | Narrativa | Ciencia ficción | 1534 palabras | C. A. Vergara | Chile

La rana se impulsa desde lo profundo del humedal con sus largas ancas. En el mundo de abajo, el sol se ve como una luz difusa que destella entre el barro, y el paisaje que lo circunda es un fondo negro sobre el cual resaltan puntos verdes y azules. 

Cuando emerge al mundo de arriba, siente el calor sisear sobre ella y la claridad del sol terrestre cambia el fondo de negro a azulado. Se queda inmóvil sobre una roca, con la piel agradablemente humedecida, forzando espasmos en su garganta para llevar el aire a sus pulmones, mientras su saco vocal se expande y se contrae en un ritmo incesante. 

A lo lejos, jóvenes araucarias se elevan, como queriendo alcanzar las cumbres de una cordillera recién nacida tras un alumbramiento sísmico. Un insecto roza su piel, produciendo el despliegue casi automático de su lengua, que lo aprehende como un junquillo pegajoso y lo engulle. Otros seres rondan en su periferia, pero no son comestibles. Algunos agitan el agua y tratan de saltar a tierra, aunque no pueden mantenerse en ella mucho tiempo. Los que sí lo logran, se deslizan cerca, tanto que debe saltar a otra roca para no ser cazada. Luego, reptiles que se elevan más arriba de su campo visual, le tapan la luz del sol. Son altos como las araucarias, con patas como raíces rugosas moviéndose pesadamente, haciendo temblar la tierra. Sus rugidos son tan estridentes que perturban el agua y hacen vibrar su piel. 

La rana siente la presencia de las de su especie. Observa sus pieles verdes, camufladas entre los juncos y las rocas. Las oye croar sus canciones atávicas bajo la luna llena. Se ve impelida a saltar hacia la vegetación y derramar sus huevos para que sean fertilizados. Se escabulle sin conocer a los vástagos. Ellos comenzarán su evolución a pequeña escala, transformando sus cuerpos como ningún otro animal podría. Los únicos con dos vidas para habitar dos mundos.  

Algunas veces, el humedal se transforma en un desierto. La humedad es absorbida por el cielo al calor de un sol que lo cubre todo, los árboles pierden sus hojas, y la rana se seca entre la tierra agrietada, convirtiéndose en polvo, hasta que el agua retorna a sus cursos ancestrales y puede revivir con aletas, y apéndices, y extremidades. Sale a la tierra, repta, salta, es acechada por los reptiles gigantes y es engullida viva. Allí se descompone en el vapor corrosivo de los jugos gástricos, para volver al agua, donde experimenta nuevamente su primera vida, en el mundo de abajo, nadando en la oscuridad hasta que se siente capaz de volver a tierra.

En algún momento se perciben aromas de miedo. Los habitantes del humedal se muestran inquietos. La cordillera se ilumina. Un sol cae a la distancia y el mundo se convierte en fuego. Agua y penumbra como en el mundo de abajo. Los reptiles gigantes son aniquilados y se levantan seres pequeños, cuyos vástagos no nacen de huevos, sino que crecen dentro de ellos y los acompañan mientras son pequeños. Ellos pululan en sus alrededores, devorando y siendo devorados. Saben distinto. Le llenan la lengua de pelos difíciles de tragar.

En un instante, que parece infinito, la tierra se enfría y las plantas se queman. La cordillera se vuelve blanca, la lluvia se convierte en hielo y el humedal se hace sólido. La rana se siente enlentecida, se paraliza y queda congelada en un sueño milenario.

Cuando despierta, el humedal bulle de vida. Los seres pequeños se han multiplicado, muchos logran ascender por encima de su campo visual, pero no alcanzan alturas de araucaria. Ya no se escuchan los rugidos de los gigantes que perturban el agua y le hacen vibrar la piel, pero seres similares se han elevado y surcan los cielos, posándose en el agua con sus fauces convertidas en pico y su piel dura transmutada en plumas.

La rana continúa su devenir de fósil viviente, testigo inmutable del acontecer de las cosas. Aunque algo distinto ocurre, unos seres a los que nunca había visto, ni sentido, ni olido, aparecen en el humedal.  

Los seres no son del agua, son de la tierra, pero no tienen miedo de vivir en los dos mundos. No se arrastran, ni caminan en cuatro patas, ni vuelan, ni saltan. Pueden hacerlo todo. No tienen escamas, ni dientes afilados, ni garras, ni picos aguzados, aunque de alguna forma logran hacerse de eso. Se alzan del suelo, erguidos, como los reptiles que desaparecieron con el sol que cayó y, como ellos, son los supremos devoradores de todo.

La rana se esconde. Los devoradores de todo la encuentran y la ensartan con uno de sus picos, la cortan con una de sus garras. Dolor antes de desvanecerse. Aunque se oculte siempre la encuentran, con garras como fauces sin dientes que la aprisionan.

A veces, sólo la toman y la observan. Sus ojos son como los del resto de los animales, pero sus caras tienen el hocico chato, sus lenguas son pequeñas y emiten sonidos entrecortados. Por primera vez, la rana es sacada de su hábitat y trasladada. Convive con ellos, encerrada, esperando por largo tiempo la muerte, con la piel seca sin poder refrescarse y las tripas retorciéndose por la falta de insectos de los cuales alimentarse, incorporando en su memoria ancestral un nuevo miedo: la anticipación del dolor. Porque estos animales no se limitan a matar para comer, disfrutan prolongando la agonía, cortan y queman, y sacan las pieles, muchas veces sin consumir los cuerpos. 

El fósil viviente que es la rana se transforma en Testigo de un gran cambio. Mira a los devoradores de todo someter al resto de las especies, utilizarlas para ser más fuertes o más rápidos. Ni siquiera los animales más feroces pueden con ellos, porque saben manipular y transformar el entorno para su beneficio. Reencauzan las aguas, inundan desiertos, secan mares, y hacen desaparecer plantas. Prosperan en sus madrigueras, que parecen enormes árboles huecos sin follaje, con copas que exhalan vapor que ahoga la piel, y raíces que filtran aguas ardientes, mientras se multiplican y se matan entre ellos. Nunca había sido testigo de algo así. Los ve expulsar desechos que la tierra no puede asimilar, con los que crean islas y cerros, pasto extraño que no está vivo ni muerto. Los oye rugir, con sonidos nunca antes oídos, ni siquiera cuando caminaban los gigantes. 

En un humedal que ya no reconoce, bajo un clima que se vuelve impredecible, la rana intenta una y otra vez su huida imposible, porque los devoradores de todo siempre la encuentran. Las muertes se suceden heterogéneas y masivas, tan vertiginosas, que las células de la rana empiezan a aprender. Se vuelve testigo de su propia evolución, mientras ellos se mantienen ignorantes, ensimismados, empecinados en su empresa de autoaniquilación. Su piel se oscurece hasta la negrura más espesa. Se vuelve capaz de filtrar los vapores y aguas tóxicas. Se alimenta del pasto que no está vivo ni muerto. Su estómago comienza a asimilar los desechos y se hace desagradable para ellos. Ya libre, comienza a observarlos desde lejos.

El mundo es un lugar hostil. El humedal ahora es un desierto milenario, y pocas especies han sobrevivido. Únicamente los que saben cambiar pueden soportar las temperaturas extremas y la falta de agua. Para llegar a las fuentes de líquido, la rana lentamente aprende a erguirse en dos patas y caminar. Algo en los desechos tóxicos, que son ahora su fuente de alimento, hace que su cerebro crezca y asimile la mayor metamorfosis que conociera nunca. Se hace consciente de sí misma, reconoce a las otras ranas, su croar se transforma en habla, percibe el paso del tiempo. Aprende y recuerda. Elabora armas para atrapar insectos y peces, construye refugios cerca de las fuentes de agua y más allá. 

Los devoradores de todo subsisten escondidos en cuevas, también saben cambiar. Observan a las ranas con desconfianza, ya nadie recuerda que una vez fueron su presa, ahora les temen y las atacan cada vez que pueden. Las llaman monstruos, ranas mutantes, ranidoides. Saben que no puede haber dos especies devoradoras de todo. Las ranas también lo saben.  

Emergiendo desde lo profundo de las arenas del desierto, una ranidoide se impulsa sobre una roca con sus manos palmeadas y sus piernas anfibias. El saco bajo su garganta expulsa los gases que su cuerpo no puede asimilar. Mira hacia el horizonte y los picos sin nieve de la cordillera levemente iluminada le comunican que ya es hora. Otras se acercan, van armadas. Croando bajo la claridad de la luna llena, las ranidoides se dirigen hacia las cuevas.

C. A. Vergara es trabajadora social, terapeuta y eterna estudiosa de lo oculto. Desde temprana edad, desarrolla una conexión con el mundo onírico, lo feérico, el esoterismo, los animales y la naturaleza, lo que estimulan su capacidad para habitar mundos imaginarios de la mano de la lectura y la escritura. Miembro del taller de Imaginistas desde 2021, descubre en la ficción especulativa un canal infinito de expresión de su mundo interno, a la vez que explora la potencialidad del género para transformar la realidad.

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