Nº 09 | Narrativa | Fantasía | 3788 palabras | Paula Bonnet | Argentina

Señor, que yo tenga elbrillo de las piedras bajo el agua.
Que me brille la voz que me mueve
.
Carolina Sanín


Me pongo los auriculares como un jugador de fútbol que reza un padre nuestro cuando entra a la cancha. No puedo empezar a moverme sin tenerlos puestos. Elijo una playlist de eurodance que hizo un amigo. Creo que correr de noche sola en Dinamarca amerita sintetizadores y melodías poderosas. Suena Around the World de A Touch of Class.

Giro la cabeza y veo a mi tía caminando de vuelta a su casa. De espaldas, su campera de invierno parece una capa negra.

Son casi las once y media de la noche del 24 de diciembre y las calles de Copenhague están vacías.

Empiezo a correr y pienso que me gusta hacer esto de noche, no estoy acostumbrada. Me hace sentir sola, perdida. Sé que puedo escaparme, que en vez de seguir el borde del lago puedo irme al centro de la ciudad o para el puente que lleva a Suecia o lo que sea. Desaparecer para siempre. Que nadie va a saber más de mí, que no me van a poder encontrar. Siento que puedo tocar esa profundidad oscura de posibilidades, que está cerca.

Los lagos artificiales donde mi tía me recomendó venir a correr son tres: Sortedams Sø (el lago negro), Peblinge Sø (el de les estudiantes) y Sankt Jørgens Sø (el de San Jorge). Son tres rectángulos perfectos, unidos por el borde corto. En el avión que me trajo, solo algunas horas antes de este momento, los reconocí desde el aire. Desde mi ventana a kilómetros de altura parecían agujeros oscuros en una rejilla perfecta y simétrica. Ya estuve en esta ciudad antes y me manejo en su geografía de vieja ciudad europea.

Googleé cómo salir a correr en el frío y concluí que con una rompevientos, dos remeras, guantes y sombrero iba a estar bien. Hacen menos de cinco grados pero con el movimiento siento cómo se forma una capa de sudor entre la ropa y la piel. Como un traje de buzo al que tiene que entrarle agua para mantenerte caliente. Por suerte solo hace frío. Ya no nieva como antes, me dijo mi tía en el camino hacia los lagos, cuando me acompañó hasta acá para estirar las piernas antes de irse a dormir. Me contó que en los últimos años la nieve parece más bien azúcar impalpable sobre los edificios. Antes había metros y metros en las calles y los chicos no podían ir a la escuela, la gente se quedaba encerrada en sus casas calientes. También me explicó que los días después de Navidad las esquinas se llenan de pinos descartados, cementerios naturales de la celebración que fue. Cuando llegamos a los lagos, me dio un beso y se fue. Quizás a ella también le gustan las posibilidades que traen las noches oscuras.

Descubrí este sistema para correr hace unos años en Yahoo! Preguntas. Alguien quería saber cómo empezar a correr sin experiencia. Me copié la respuesta de un pibito que decía ser personal trainer en el bloc de notas de la compu: la primera semana salís. Escuchás música. Una canción corrés, una caminás. A la segunda semana dos canciones corrés, dos caminás. Y así hasta que corras la distancia que te interesa.

Ahora suena Mr. Vain de Culture Beat y yo corro. 

Feel the presence of the aura

Of the man none to compare

Loveless dying

For a chance just to touch a hand

Or a moment to share.

Me gustan las partes rapeadas de las canciones de Eurodance. 

Las calles que bordean los lagos están adornadas con guirnaldas de luces que parecen destellos de una soldadura. Con tanto invierno en esta parte del mundo parece que aprovecharan la Navidad para explotar de hermosura la ciudad. Todos los negocios están decorados con pinos de verdad, con flores de Nochebuena rojas como frutillas, con estrellas brillantes y corazones regordetes, los íconos de la ciudad. A lo lejos pasa una chica en bici, una rubia con sobretodo color camello. Su pelo brilla como si fuera la superficie de la luna.  

Los adoquines por los que corro están resbalosos. Bajo la velocidad para no caerme. Mi cuerpo me pesa por lo que comí en la cena. Me siento tiesa, incapaz, como si me faltara aceite en las articulaciones. Me paro y miro al otro lado del lago.

En dos días tengo que estar de vuelta en Berlín porque me toca trabajar del 28 de diciembre al 2 de enero en el hotel donde soy recepcionista. Creo que no conozco a nadie que se quede a pasar el 31 a la noche en la ciudad. Me imagino recostada en la cama, envuelta en mi frazada prestada y con unos fideos en envase de telgopor sobre la mesita de luz, escuchando cómo los fuegos artificiales explotan a lo lejos.

Bajo de los adoquines a la arena y sobre esa superficie tomo más ritmo, hago las pausas sincronizadas con las canciones y cuando me toca correr agarro velocidad. Quizás debería haber precalentado, parece que ese es el problema. No hay nadie alrededor y los cafés y bares están cerrados. Las pisadas de mis zapatillas Nike viejas son rotundas entre tanto silencio. 

Pienso en qué estarán haciendo mis viejos. Pienso en si me debería haber quedado en Berlín para ir a alguna de las fiestas que me habían invitado. Pienso que no me dan ganas de ir a fiestas de Navidad con gente que no conozco. Pienso en que cuando vuelva a Berlín voy a tener que tomar una decisión.

Ahora suena Freed from Desire de Gala, así que me toca caminar. 

Por la noche los lagos son oscuros, negros, solo me iluminan las luces de neón de los carteles amarillos, fucsias, verdes de supermercados y marcas de cerveza que cuelgan de los edificios que los rodean. Se reflejan en el agua distorsionados, como copias falladas de la realidad. Intento sacarles una foto con el celu pero no sale bien, no se ve lo que veo yo. En algunas de las ventanas hay luz, me pregunto si son cenas de Navidad que están saliendo bien, si hay familias que se pelean adentro, si hay regalos prometidos o en deuda. También diviso floreros con orquídeas, con crisantemos. Adentro las cosas crecen.

Sobre el agua turbia de los lagos veo cómo los patos y los cisnes duermen con las cabezas escondidas entre sus plumas, como barquitos brillantes flotando sobre el agua estancada.

Hace un rato me comí un pato. Mi familia es judía, así que la Navidad no se festeja. No hay árbol ni regalos ni Papá Noel, pero mis tíos me llevaron del aeropuerto a una cena con otras personas judías. La dueña de casa había cocinado pato a la naranja con arroz jazmín y de postre mazapán con chocolate en forma de tronco, algo típico para estas fechas según me dijeron. Intentaron hablar en inglés así yo les entendía pero en algún momento volvieron al danés. Cuando terminamos de cenar, todos sacaron sus agendas y planificaron el próximo encuentro: sería en abril, un viernes a las cinco de la tarde. A las diez de la noche ya estábamos en lo de mis tíos, mirando un reality de pasteleros que tenían que construir tortas de vainilla y regaliz con forma de renos y niño Jesús. 

Entre un lago y otro tengo que correr por unos pasos bajo nivel que me hacen acordar a los túneles de los trenes de Buenos Aires, los que sirven para ir de un andén al otro por debajo de la tierra. Olorosos como baños públicos y vacíos pero ruidosos. En mi recorrido parece ser el único trayecto sobre cemento, el resto es arena o tierra y adoquines. De primera me doy cuenta de que no me gusta correr por acá porque siento que hago mucho ruido y el piso es duro. Bajo la velocidad y el volumen de la música que escucho. Suena Dancing on my own de Robyn.

Veo que hay alguien en el túnel. Creo que es una sola persona, una mujer. Está sentada, las piernas estiradas, despatarradas. Paso rápido, no la miro. Pero cuando está atrás mío la escucho.

Es un ruido seco. Como cuando a los schnauzer de mi tía les cortaron las cuerdas vocales para que no ladren. Algo así pero con una melodía de fondo. Lo escucho y siento que alguien me pellizca la panza desde adentro, quizás soy yo misma. Paro. Me doy vuelta.

La mujer está desnuda. O casi. Es joven, tiene mi edad o menos. Es una piba. El pelo le cubre las tetas y es tan rubio que parece blanco, como el de la chica que pasó antes en bici. Y está sucio, mojado y grasoso, lleno de palitos y piedras, como si hubiera nadado en una pileta que nadie limpia. Tiene los ojos oscuros y los labios naranja casi fucsia, parecen pintados con labial matte, arrugados y secos. Me parece una chica linda. En Dinamarca todas son lindas.

La piba está toda mojada, su piel está escarchada onda crema chantilly recién batida, inmaculada. Tiene el cuerpo cubierto con mugre que asumo viene de los lagos: pétalos rosa viejo de los cerezos que los rodean, ramas de pino, tierra. Plumas blancas y negras y turquesas tornasoladas. Le miro las piernas y me doy cuenta de que tiene algún tipo de enfermedad, son finitas finitas, como a punto de romperse, desproporcionadas.

Veo un líquido azul y brillante, parece esmalte de uñas de galaxia derretido, que le sale de la boca, que le recorre el cuerpo entero como espuma de shampoo después de enjuagarse. Entre las piernas tiene una maraña que resplandece, una virulana oscura.

La chica abre la boca y hace el ruido de antes, suena como una tos cuando no hay más flema. La miro desde arriba, me da miedo tocarla. Le pregunto en inglés si necesita ayuda, do you need help. Levanta la mano derecha y me señala, tiene las uñas cortas y con brillantina plateada, veo sus yemas arrugadas como si se hubiera tomado un baño largo, hace de nuevo el ruido. Le digo que no hablo danés pero que voy a llamar a alguien.

Salgo del túnel y saco el celu. Sigue Robyn a lo lejos, como desde un pozo adentro mío. La apago. Ahora que camino y no corro mi cuerpo se siente en cámara lenta. Llamo a mi primo Jossi, no lo he visto desde que llegué. Pienso que como es abogado puede ayudar con cosas como estas. Me había escrito un whatsapp para invitarme a una cena con gente joven y judía que no festeja navidad pero no me dieron ganas de ir. Iban a tomar champagne y comer carne cruda, algo que acá se acostumbra. Me generó rechazo. Cuando me atiende está por salir de vuelta a su casa.

Le cuento que estoy en los lagos, que salí a correr y me encontré a una chica, que creo que le pasó algo, que no puede hablar, que a dónde llamo.

Me pide que le mande ubicación, me dice que no está lejos. 

Vuelvo a entrar al túnel. La chica sigue tirada, con las piernas dobladas y las manos sobre los muslos, entiendo que me está esperando. De repente hace el ruido. Esta vez le veo la cara cuando lo hace y me doy cuenta de que parece como si adentro le desencadenaran algo y después lo encadenaran de nuevo. De repente jadea, la agota hacer ese grito ahogado. Me pongo en cuclillas, alguna vez me dijeron que para ayudar a alguien hay que ponerse a su altura. La miro a los ojos en silencio. Tiene olor a perejil podrido.

—Help is coming —le digo—. What happened? 

De repente, la piba de un manotazo me agarra la mano. Está húmeda, mojada como si se estuviera derritiendo. Me sostiene con fuerza y hace el ruido. Me cuesta mirarla cuando lo hace, parece como si se consumiera por dentro. Agarra mis dedos y los lleva a su cuello, siento cómo vibra todo dentro de ella cuando intenta gritar o gemir o lo que sea, parece un mantra desolador que tiñe todo de oscuro. Incluso a mí misma.

Mi tía me había llenado una botella con agua para tomar durante la corrida. Es del duty free del aeropuerto, transparente con un corazón rojo. Sigue fría y mojada, difícil calentarse con esta temperatura. Me siento con el culo en el piso sucio, lleno de líquido azul, palitos y hojas y le ofrezco a la chica.

—Water?

Me mira a los ojos y abre la boca, estira la mandíbula de abajo hacia mí, me lo pide a su manera. Destapo la botella y le tiro el agua adentro, despacito como si fuera una copa de vino. La chica se atraganta y escupe un poco, el líquido me llega a las manos y a mis propios labios. Me da miedo enfermarme de algo. Me paso la manga de la campera por la cara.

La chica se queda en silencio y me mira. Arrastra la mano por el piso y agarra la mía, esta vez es suave y delicada, como si esperara mi consentimiento. Mi cuerpo de primera la rechaza pero después me quedo quieta, sin entrelazar los dedos, sin juntar las palmas. Siento cómo su transpiración me moja, me hace acordar a un compañero de la primaria que tenía siempre las manos sudadas y rojas por un problema de circulación. Me pregunto si a ella le pasará lo mismo. 

La chica apoya las plantas de los pies en el piso y flexiona las rodillas. Pienso que sus genitales están en contacto con el piso sucio. Pienso que no tengo que pensar en eso. Baja la cabeza y la esconde entre las piernas mientras sigue con el brazo estirado y su mano sobre la mía. 

—What happened? —le digo—. ¿Qué te pasó?

No levanta la cabeza pero la mueve como diciendo que no. No veo sangre por ningún lado, solo ese líquido azul como jugo tropical por todos lados. Toco uno de los charquitos que se formaron en el piso y descubro que se siente como aceite, no me lo puedo sacar de los dedos. No veo más cosas alrededor, ni ropa, ni billetera, ni teléfono, ni llaves. 

—Do you want me to call someone? ¿Querés que llame a alguien?

Ella levanta la cabeza y me mira. La gira al costado como los perros cuando saben que les estás ofreciendo algo bueno. Hace el ruido de nuevo y a mí me empieza a llorar un ojo.

Me animo, doy vuelta la mano y entrelazo mis dedos con los de ella. 

—I’m here —le digo—. Acá estoy. 

La chica no se mueve.

—Music?

Arranco los auriculares del celular y reviso Spotify. Sigue la playlist de Eurodance ahí, como atenta a mis movimientos. Le voy a contar a mi amigo que la hizo dónde sonó su selección, qué es lo que estaba haciendo yo mientras se reproducía esta lista. 

Paso a Robyn, me parece un poco triste y oscura para la ocasión y el aleatorio me lleva a Super Trouper en versión de A*Teens (5). 

La chica se sobresalta y de nuevo baja la cabeza. La canción, el sonido, el silencio en el túnel retumban como si fuéramos celulares dentro de una cacerola. 

Me pregunto si debería escribirle a mis tíos. Deben estar dormidos con la boca abierta frente a la tele y dos tazas de té verde sobre la mesa, como siempre. Desisto. Empieza a sonar Believe de Cher

No necesito más de cinco segundos para reconocer la canción. La chica me suelta la mano y señala la botella. El brillito de sus uñas se refleja un poco en la pared del túnel. Abre la boca y le tiro más agua adentro. Cuando intento parar me agarra la mano con fuerza. Me sorprende su agarre. Esta vez no se atraganta. Cuando está satisfecha me suelta, me permite relajar el brazo. Traga y me mira. 

Decido cantarle. 

Do you believe in life after love…

La chica me mira. Agarra mi mano, con esa energía de antes y la acerca de nuevo a su garganta. Siento la vibración, como un temblor que evidencia la fuerza de la tierra.

Cuando salgo a correr por Berlín no pongo Eurodance, escucho reggaeton porque me levanta y me pone en actitud. Siento que en Europa mi latinidad es el único punto a favor. La viveza, la piel marrón a ojos de la gente que vive acá, el pelo negro y llovido, el culo que rebota a cada paso, las ganas de bailar. Me pasa que la gente se me hace muy ajena. A mis compañeros de trabajo les sorprende cuando propongo ir a tomar una cerveza. Todos los chicos alemanes con los que intenté que pasara algo son como laberintos de los que no encuentro la salida, llenos de recovecos y calles sin salida en las que nunca me encuentro. Extraño otras pieles. 

La chica sigue con mi mano en su garganta. Me animo a más y le acaricio la pierna, justo arriba del talón. Tiene la piel como un pedazo de carne cruda, como húmeda pero no mojada. Ella no se da por entendida frente a mis caricias. Me observo la mano y la tengo manchada de líquido azul. Me huelo los dedos, no me importa que ella me vea. El aroma ahora más que perejil parece eneldo.

Escucho algo y giro la cabeza hacia la entrada del túnel. Lo veo llegar a Jossi en su bici finita y negra, se baja en movimiento con las piernas estiradas como si fuera un bailarín de ballet. Está más pelado que la última vez que nos vimos. Tiene una campera como de piel color mostaza, como un corderito por adentro y por afuera. 

Cuando la chica lo ve me estruja la mano desesperada, hace el ruido de nuevo, miro a Jossi y creo que él no lo escucha. 

—Don’t worry, he’s Danish. No te preocupes, él es danés. 

Pero ella no me hace caso. Se arrastra para el otro lado, con una velocidad que no entiendo dónde guardó hasta ahora y se mueve hacia la otra salida del túnel, hacia una parte más oscura. 

Me paro y me quedo entre los dos, entre mi primo, su bicicleta y su sombra y esta piba en la oscuridad.

—Jossi, bancame que yo hablo con ella —le digo. 

Él deja caer la bici al piso y duda. Se acerca unos pasos y me grita con su acento argentino adoptado en casa—: ¡No seas pelotuda! ¡Sacate la campera y tapala, tarada!

Me suelto un poco a la fuerza de los dedos mojados de la chica y me saco la rompevientos que me llevé del armario de abrigos de mi tía. Siento el frío sobre mi cuerpo transpirado mientras la tapo. Ella no dice nada, me mira y apenas puede me vuelve a agarrar. Hundida en la campera plateada y azul parece una persona con hipotermia en una película de catástrofes. Le acaricio la mejilla con los nudillos y veo cómo sus ojos siguen mis dedos.

Al otro lado del túnel, escucho que Jossi habla. Lo miro y veo que ya tiene los airpods blancos en las orejas y el celular en la mano, como si fueran partes de su cuerpo. 

—¿Tenía sangre? —me grita.

—No —le respondo—. Tenía como un líquido azul por todas las piernas. 

Él no me entiende así que se acerca unos pasos más, como si alguien le hubiera dado permiso. La chica hace su grito ahogado pero esta vez parece el definitivo, el ruido de todos los ruidos. Mira a Jossi cuando lo hace. Él esta vez sí la escucha y se queda parado, quieto sin saber qué hacer. 

—Salí de acá —le grito.

Ya no me escucha pero me mira como si no me entendiera. Alguien le habla por los auriculares, él le responde en danés. A veces parece japonés de lo distinto que suena. Grita, lo veo enojado, pero me mira fijo. Se da vuelta y sale del túnel. 

La chica ahora llora azul, como si un estigma se hubiese generado en sus ojos, y no para de transpirar. Veo que se forma un charco en el piso, me pregunto si es meo, si ella querrá tomar agua. 

—Water? —Levanto la botella con el corazón rojo. La muevo como si fuera un premio. Queda poca agua. Me siento en el piso de nuevo. 

Ella dice que no con la cabeza y cierra los ojos. Quizás, a pesar de este frío oscuro, ella tiene calor. Levanto un poco la rompevientos.

—Yes? No? 

La chica agarra la campera y la tira lejos. Se pone en cuatro patas y se arrastra hacia mí. Me toma la cara con las dos manos, cierra los ojos y refriega su cachete por el mío. Intento soltarla, me da asco. Ella hace fuerza para que no me despegue, veo que abre los ojos, se desespera. Dejo que me frote, relajo el cuerpo. Siento que la piel de mi cara se pone cada vez más pegajosa, cada vez es más difícil que nuestras caras se froten sin lastimarse. La fricción me empieza a doler. 

—Wait please, just a second! —Me suelto. Me toco la cara y la siento sucia, también llena de palitos y hojas y mugre. Me levanto y ella me agarra el brazo y me tironea. Desenredo sus dedos de mi muñeca como trenzas y la miro a los ojos. 

—Wait —le digo. 

Salgo del túnel.

—Jossi, ¿qué va a pasar? Me parece que se siente mal la chica.

Él está mirando el celular. No levanta la cabeza, pero me habla.

—Ahí viene un amigo policía y ya les avisé a los del hospital, es acá cerca así que enseguida llega la ambulancia. 

—¿Qué pensás que le pasó? —le pregunto.

—Ni idea —me dice—. La habrán violado o algo así, me parece raro en este barrio. 

Vuelve a concentrarse en el teléfono. La pantalla le ilumina la cara de blanco.

Vuelvo al túnel. 

La chica no está. La rompevientos es lo único que queda, apoyada en el piso. Me acerco y me agacho. Abajo encuentro pétalos de cerezo, plumas despeinadas, palitos y un charco del líquido turbio, brillante y espumoso. Al lado de la campera está mi teléfono. No me acuerdo cuándo lo dejé ahí. Está negro como un espejo oscuro. Aprieto uno de los botones de la derecha y la pantalla ilumina todo. Veo la playlist. A mi alrededor silencio. Pongo play. Suena Eiffel 65 con su tema Blue.

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