Nº 08 | Narrativa | Terror | 4823 palabras | Cristian Cristino | Chile

Hoy en “Cuentos de Míster Lowe” presentamos: 

«…Desde la eternidad sublime del útero
de la muerte ciclópea, inmersa en la tierra
de las tumbas y de las ciudades podridas al sol,
la momia renace para burlarse del paso inexorable del tiempo,
mientras los reyes se protegen contra el olvido
levantando muros y columnas de arena que lleva el viento».
Clark Ashton Smith, La Momia, 1937

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Hay una anciana que intuye que algo ha de suceder por lo que tendrá que revivir el recuerdo de aquella noche extravagante en alta mar. Ha pasado mucho tiempo, ¿cuánto? Más de veinte, menos de treinta años. Para ser exactos, veintiocho años después de aquella noche incomprensible a bordo del Königin des Meeres. Un tiempo que hervía en peligros doquiera que pisáramos.  La tierra firme era siempre una amenaza. Pero ha pasado mucho tiempo y ya nadie escucha aquellos siniestros tambores de guerra. Ya vendrán otros conflictos que han de inspirar otros relatos. 

Hay un hombre que camina. Avanza seguro por la vereda, pero en la esquina se detiene más de lo usual. Se lleva una mano a la oreja como si ajustara un primitivo aparato de audición. 

Nos damos cuenta de que estamos en tierra firme. Una capital sudamericana. El espíritu de la década anuncia futuras revoluciones. Frente a la vitrina de una tienda de discos, dos compañeras de trabajo que han terminado su jornada laboral en la oficina demoran la llegada hasta el paradero de la locomoción colectiva que las ha de llevar de regreso a sus casas. Las amigas comentan las novedades musicales de sus artistas favoritos y no se dan cuenta que un hombre no ha dejado de mirarlas, el hombre que camina; escandalizado y fascinado en partes iguales por los cortos vestidos, credencial de época, que lucen las dos muchachas. Antes de parecer un viejo verde, él retoma su camino siguiendo una ruta desde el centro de la ciudad hasta un barrio popular más allá del río. Es un señor alto y pálido como un cirio apagado. Camina lento y cada cierto tiempo se detiene para secarse el sudor que le perla la frente y el cuello con un pañuelo fragante de hierbas varias. Podría tomar un taxi o ir en su propio automóvil, pero entonces ¿cómo podría seguir las instrucciones de la voz que lo guían hacia una dirección que no conoce?

Un portón de fierro forjado y enmarcado por el arco del vano. Un pasaje largo con varias puertas, cada una coronada por una letra esculpida sobre el dintel. Cuando el señor se enfrenta a la última casa de la fila la voz que lo guía deja de transmitir.

—¿Quién lo envió hasta aquí? —pregunta la mujer de fuerte acento extranjero. Sus ojos claros y vigorosos examinan e interrogan al visitante que no recuerda haberse sentido así de nervioso en mucho tiempo.

 —Míster Lowe me manda —responde el visitante—. Míster Lowe es mi maestro y me ha pedido que le traiga un mensaje de su hermano Segismundo.

La mujer se despeja la frente de un mechón de pelo ceniciento que le cae como si tuviese vida propia y hace pasar al hombre al interior de su humilde vivienda. Cuando haya terminado la visita, habrá como resultado una noche soberana, un cielo salpicado de astros, calles vacías, y un hombre más sabio, aún a su pesar, porque ha de morir en menos de un año, incapaz de dirigir un relato tan insólito como el que ha recibido de los labios de la casi igual de vieja mujer. Por suerte alcanzará a registrar la historia en cintas magnetofónicas que serán transcritas y publicadas con posterioridad. Pero por ahora es solo un hombre perdido en la noche vagando por las calles de un barrio de mala fama, pero no hay nada que lo asuste porque toda su capacidad de miedo está destinada al recuerdo de unas imágenes terribles que no lo han de abandonar. No sabe por dónde va, pero confía en la voz de Míster Lowe, su maestro espiritual y guía. Mira al cielo y la luna parece un escarabajo de oro. Los dioses no han muerto, es solo que tienen el sueño muy pesado.

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Desde la oscuridad se impone una música rígida y solemne, y luego, sobre ella, una voz que anuncia grave el título de esta historia. Pinturas sagradas, jeroglíficos; el viaje al país de las sombras en la barca funeraria. Los planetas son los remeros del gran dios que lo conducen al viaje por el océano primordial…

La música se desvanece y las pinturas sagradas se revelan telón mal colgado de escenografía ambulante. delante de la tela que ondea, una pareja realiza complicados movimientos que recrean antiguos rituales. Un fonógrafo aliado reproduce la sensual melodía de Nikolái Rimski-Kórsakov

Ella está vestida de muselina azul. Al girar, su grácil falda que termina en un borde dorado evoca un anillo de oro que se expande y se contrae rítmicamente y del mismo color que las estrellas de su velo también azul. En la cabeza una diadema con una luna menguante dorada sostenida en la frente. La gran diosa, señora de la magia, la poderosa en hechizos…

Él igual va de azul; ligeros pantalones bombachos que con ciertos movimientos se adhieren a los contornos firmes de sus piernas. Un chaleco de brocato más púrpura que azul unido en el pecho desnudo por muchos cordones dorados que juegan mostrar y ocultar sucesivamente el ombligo y las grandes y moradas aureolas de sus pezones. Dueño del soplo de la vida, gran príncipe de Occidente y Oriente, señor de los misterios que siembran el espanto…

La melodía concluye y los danzantes se arrodillan frente al sarcófago de madera pintado que descansa sobre una mesa vestida en lo que sería el proscenio y no el salón de lectura de este buque cuyo destino aún no conocemos. Los ceremoniantes se levantan y sin necesidad de mirarse o ponerse de acuerdo, comienzan a recitar al unísono una invocación que también es plegaria y crónica y poema.

Te saludamos cuando avanzas según tu voluntad en la barca nocturna. Las estrellas incansables te alaban, las estrellas imperecederas te veneras. Llegamos para bailar, llegamos para cantar, Hathor, mira nuestras danzas, observa nuestros saltos. Oh tú, la dorada, delicada canción como la del propio Horus. Sentado en el trono de su padre inspirando el terror, derrotando a los malhechores, aplastando a los rebeldes con su corazón. Su hermana lo protege y detiene los disturbios con el poder de sus palabras

Se restaura la intensidad de la luz. Los asistentes no saben si les está permitido aplaudir. Un silencio reflexivo es quizás la mejor reacción. Durante cuarenta minutos han viajado por el tiempo y el espacio a una tierra antigua y misteriosa. Los ojos pintados del sarcófago parecen moverse, las pupilas se expanden resentidas como reprobando toda esta mascarada, y en alguna dimensión extraña y distante, una momia se levanta y lentamente comienza a caminar.

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De seguro embarcó en Hamburgo, ya que no recuerdan haberlo visto de antes. Los hermanos lo examinan desde prudente distancia mientras disimulan bebiendo té. Segismundo es menos diestro; no puede mantenerse sin observar al desconocido por algo más de un minuto, tanto así que inevitablemente se encuentra con la mirada intensa del muchacho y se siente perdido sin rumbo en una tormenta de arena caliente que lo golpea y le impide avanzar. La arena se le mete por debajo de la ropa y le va dejando marcas de quemadura por su piel lechosa. ¿Quién es ese joven que parece salido de un relato de las mil y una noches? Marina dirige la vista al desconocido y determina sin tardar que en el mejor de los casos es un mestizo hindú occidentalizado y en el peor, un intento de disimulado polizón proveniente de alguna colonia ignota. ¿Y si fuera un artista como nosotros?, pregunta el hermano, ¡Qué dices!, responde la joven, que dando por terminado el diálogo, se levanta, toma su pequeño bolso recubierto de encaje blanco y se apresta a dar un paseo por la cubierta antes de encerrarse en su camarote hasta la hora de la presentación. Segismundo también se levanta, siguiendo el ejemplo de su hermana, pero no es capaz de apartar la vista del muchacho desconocido que pareciera esconder un misterio, y se tropieza y cae, llamando sin querer la atención de los demás pasajeros presentes en aquel momento y que disimulan la risa. Cuando se ha repuesto de la caída se da cuenta que el desconocido ya no está.  Más tarde intenta averiguar algo del desaparecido, pero nadie lo recuerda ni sabe quién podría ser.

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Marina se había hecho experta por necesidad. La locura por el Egipto antiguo no era tan solo una moda motivada por el descubrimiento de la tumba intacta de Tutankamón, el faraón niño, quince años atrás. Europa había sabido de la fiebre egipcia ya desde el medioevo, cuando se popularizó el “polvo de momia”, como medicamento multiuso que se aplicaba o ingería para combatir el dolor de muelas, un ataque de diarrea o la impotencia. Nadie preguntaba sobre la procedencia de la materia prima ni tampoco sobre su autenticidad. Las cosas no habían cambiado tanto en todos estos años; las personas siempre prefieren la fantasía plenipotenciaria a la realidad y su crueldad; más aún con una guerra reciente que había devastado el continente y con la amenaza de inminentes conflictos. La estrella de la Exposición Internacional de aquel año en París había sido otra vez el pabellón egipcio, por lo que el acto de los hermanos Mięso les permitió embarcar en el Königin des Meeres en calidad de pasajeros, a cambio de un espectáculo cada noche en el salón de lectura. Para no aburrir al público que no tenía muchas alternativas de diversión, el dúo variaba entre sesiones de espiritismo, fantasmagorías y cartomancia, entre otras disciplinas, pero la más festejada era inevitablemente la llamada “ceremonia egipcia”, una pantomima bailada que recreaba el mito de Isis y Osiris alrededor de un sarcófago de cartón pintado con vivos colores y oscuros jeroglíficos ordenados al azar. Las fiestas de desenrollado de momias aún eran populares entre la aristocracia europea, y los artistas viajeros habían prometido una, si bien nunca habían participado de alguna y sabían de ellas solo por crónicas. Marina, la líder de la diminuta compañía esotérico-teatral confiaba en su ingenio y en su sensibilidad artística para cumplir la promesa escénica, siempre había sido capaz de vencer los desafíos que le había impuesto el destino, lo entendió en sus años de infierno en Argentina; si pudo huir de aquel horror, no habría de preocuparse por algo tan insignificante como no tener una momia para un acto de desvendaje que el director de esparcimientos del barco le pedía cada vez con más frecuencia. Marina era la directora, pero Segismundo era la estrella. Poseedor de una belleza imposible de rastrear, hacía voltear las cabezas de admiración en cualquier lugar que estuviesen. La hermana podía dar la vida por su hermano y defenderlo de cualquier amenaza con valentía, pero le costaba expresarle afecto. Había algo extraño en la perfección azarosa de sus facciones, un nivel de hermosura casi peligrosa para un hombre, si bien, cuando lo disfrazaba de egipcio era difícil no tomarlo por un dios verdadero, parecía salido de un mural, incluso tenía los ojos delineados de manera natural y el efecto que provocaba en los espectadores, incluso en algunos respetables señores, hacía triunfar el espectáculo, disimulando sus fallos y sus toscos recursos.

Apelar a la egiptomanía era sinónimo de éxito y los hermanos Mięso no tuvieron pruritos a la hora de banalizar las ceremonias sagradas de una cultura milenaria y enigmática. El hambre y el peligro es siempre más fuerte. El lugar común de las maldiciones de momias cotizaba alto a la hora de vender el espectáculo, incluso se había hecho una película sonora sobre el tema hace cuánto… ¿cinco años? Marina no era supersticiosa y Segismundo hacía todo lo que decidía su hermana. Si hasta se había llegado a decir que una momia había sido la causa real del hundimiento del Titanic. En sus jóvenes vidas los hermanos Mięso habían tenido que sobreponerse a peligros más concretos que a supuestos conjuros de sacerdotes egipcios hace mucho tiempo desintegrados en la arena del desierto. Quedarse en su Polonia natal era sinónimo de hambre, conseguir una visa para Estados Unidos se había vuelto casi imposible; Sudamérica se había convertido en la opción más segura y ya que Marina había estado en el continente, asumía que sabría protegerse de trampas y embustes. Los hermanos se habían prometido estar siempre juntos para vencer los obstáculos que a cada rato surgen en una aventura que debería ser tan sencilla como es el sobrevivir. No hay otro objetivo en la vida de los hermanos Mięso más que sobrevivir.

Faltaba un rato antes de tener que prepararse para la función de la noche y Marina en su camarote leía acostada sobre el tráfico de los despojos egipcios a Europa. Se enteró del “marrón momia”, un pigmento muy requerido en las obras maestras de la pintura del siglo XIX, que se hacía a partir de restos fúnebres machacados. La lectura la fue embriagando, sus ojos verdes se cerraban y dejó caer el libro para entregarse a ese estado que nos vigilia, pero que tampoco es sueño verdadero. La imagen muta en borrosa y cálida, al mismo tiempo comienza una música sutil que anuncia misterio. Imagina recorrer una gran bodega en el que el piso está cubierto de arena, para avanzar tiene que ir pateándola, levantándola y provocando una niebla amarilla y blanca que dificulta aún más la visión. Imagina multitud de cuerpos semiocultos apilados en las esquinas para ser mutilados por los traficantes de momias. Cuando ya no puede seguir caminando, se arrodilla y empieza a cavar como queriendo desenterrar un tesoro. La arena se ha vuelto de color marrón y al contacto con sus dedos adquiere consistencia, la consistencia de un cuerpo que espera surgir. Se siente observada; una comunión de esqueletos carcomidos a la espera de una señal para atacar.

La despertó un maullido sordo y angustiado. ¿Un gato abordo? En todo el viaje no había visto ni escuchado nunca uno, aunque no sería raro que en lo profundo del barco se criaran los felinos para controlar a los ratones. Se levantó y salió de su camarote. No encontró nada extraño, pero no pudo quitarse la molesta sensación de arena bajo la ropa y en el cabello. Al rato llegó Segismundo. Parecía afiebrado. Le contó que se había encontrado con el extranjero de la mañana. Es un chileno dedicado a recorrer el mundo, pero que ha decidido finalmente volver a su hogar. Marina interrumpió el animado relato de su hermano y le aconsejó prudencia y decoro. Si bien tenían las comodidades de los pasajeros no podían olvidar que no eran más que entretenedores, sirvientes. Es mejor irse con cuidado para evitar habladurías y ahorrarse problemas. ¿De qué estás hablando?, pareció decir Segismundo; Sabes perfectamente de lo que te hablo, pareció responder Marina.

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Cada vez que hay temática egipcia emplean el mismo disco de Rimski-Kórsakov que no tiene nada que ver con la tierra de los faraones, pero que sus cadencias y repeticiones sensuales ayudan a evocar antiguos ritos que se realizan en el límite de la vida y de la muerte. Esta vez Marina lleva el protagónico. Lo vio demasiado excitado a su hermano luego del reencuentro con el extraño, por lo que es mejor que se ocupe de la parten técnica.  Segismundo hace funcionar el gramófono, y cuando el roce de la aguja sobre la pasta del disco da paso a los primeros acordes de la melodía, activa el proyector, que, en el estilo de las antiguas linternas mágicas, pinta siluetas sobre la tela blanca sostenida por un marco decorado con serpientes que solo de muy cerca se advierten hechas de papel maché. Marina avanza llevando una pequeña vela encendida en el tocado y se coloca delante de la tela que acompaña el relato formando pirámides, obeliscos, una cuadrilla de corceles con vistos penachos, un carro en el que el soberano sale de expedición, un bosque de palmeras, flores de loto que despuntan desde las cuatro esquinas del marco, una barca que navega el río sagrado, coordinados remeros, hipopótamos, cocodrilos, garzas y juguetones babuinos. Tu corazón está feliz gracias a un ligero viento en la barca, las estrellas incansables te alaban, las estrellas imperecederas te veneran. Este acto ya lo han representado muchas veces, pero hay algo que no funciona; las siluetas se atrasan y el relato se descoordina. Marina retrocede y busca con el rabillo del ojo a su hermano, se da cuenta que opera descuidado el proyector y que en cambio dirige toda su atención a un punto entre los espectadores. Entonces la música del gramófono se extingue y la melodía que anuncia el misterio reaparece y se impone. La joven reconoce al desconocido de la mañana, que apunta su mirada morena y penetrante a Segismundo. Se siente atravesada por un rayo de fuego tensado en cada extremo por los muchachos, no ha interrumpido su narración, pero no piensa las palabras, repite el discurso como un autómata. Quiere entender lo que sucede y lo que entiende la aterra.

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La luna pintaba la masa del mar que en su vastedad parecía un desierto negro y plata. Melodías lentas se filtraban desde el salón de baile a todos los rincones de la nave, pero hay una música que invita a la preocupación y que se impone por sobre las otras si nos pudiéramos acercar hasta el desorientado rostro de Marina. ¿De dónde viene esta preocupación? ¿Qué es lo que anuncian estas extrañas sensaciones? 

La muchacha busca a su hermano para que la ayude como es habitual a desmontar el telón y todos los artilugios del espectáculo, pero este ha desaparecido incluso antes que la totalidad de espectadores hubiese abandonado el salón de lectura. Lo encuentra en cubierta junto al desconocido. Instante de incomodidad. Segismundo le pide que se acerque para presentarle a su amigo. ¿Tu amigo?, es la respuesta sorprendida de Marina que no advierte (o no ha querido advertir) el brazo y la mano extendida del desconocido. Te presento a Julio, insiste el hermano sin disimular su alegría. Le cuenta que viene de Chile. Del norte, y que le ha estado contando historias de tesoros encontrados en ese desierto que podría ser aún más seco que el Sahara, un desierto que acuna y que marca para siempre. Julio lo puede decir porque al igual que nosotros, continúa Segismundo, es un gran viajero. Marina acentúa con su silencio la incomodidad del momento. El joven Julio la felicita por el espectáculo y le cuenta que es un aficionado al antiguo Egipto en general y a las momias en particular. La joven lo interrumpe árida con un extraño comentario relativo al color de la piel de Julio, Segismundo intenta salvar la situación que de tan tensa se ha vuelto incómoda alabando descaradamente los rasgos de Julio, ponderando lo bien que se vería vestido de faraón si es que alguna vez quisiera unirse al acto. Si el caballero es tan conocedor de la cultura egipcia dudo que le interese en verdad nuestra humilde charada, contesta Marina con dureza, y agrega que lo que en verdad les faltaba era alguien que hiciera de momia para la ceremonia de desvendaje que tanto les pedían, algo que de seguro no estaría sintonía con la sensibilidad del nuevo amigo de su hermano, y dicho esto, hizo una minúscula inclinación con la cabeza, dio la vuelta y comenzó a retirarse. ¡Segismundo! Me olvido de algo, agregó sin volverse, Hay que desmontar y llevar las cosas a la bodega. Lo podríamos haber hecho juntos, pero estoy cansada y solo me queda irme a dormir.

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Pero no puede dormir. Otra vez el lamento de gatos lejanos e invisibles. Son como bebés que lloran, ¿o estarán en celo? ¿la luna tan llena tendrá algo que ver en esta atmósfera de hechizo? No es posible que la lectura de la tarde la haya perturbado tanto. Es ese moreno que pone tan nervioso a Segismundo el causante de su malestar, ¿y qué es esa idea estúpida de sumarlo al acto? Los dúos no son de a tres. Cierra los ojos, aprieta los párpados, se ordena dormir y no es capaz de obedecerse a sí misma. Es como si el llanto de los gatos anunciara imágenes grotescas de cuerpos apilados en una bodega. Cuerpos frescos. Cuerpos aún a tiempo de dar una sorpresa. Hombres sin rostro llevan baldes que contienen una sustancia que parece betún con la que pintan los cuerpos. Luego sacarán los cuerpos al calor del sol para secarlos. Es así cómo se producen las momias modernas. Momias dispuestas a satisfacer en masa los deseos de pesadilla de las personas de bien. Momias machacadas para hacer el famoso polvo. Pedacitos de muerte para untarse, para esnifar, para beber y para comer. Salsa de polvo de momia que crece hasta convertirse en un pantano y en el que es inevitable no caer. Bracear más allá del cansancio para salvarse y aun así perder. Sentirse sobre una mesa larga de piedra embadurnada en pasta de natrón. El químico la inmoviliza. Necesita gritar para salvarse y tampoco puede. Es horrible sufrir de pesadillas sin siquiera estar dormida. Marina se ahoga y siente frío a la vez, se desnuda y se arropa enredándose hasta volverse un nudo que va girando en el centro de la cama. ¿Y si fuera verdad las historias de las maldiciones egipcias? Habrá que modificar el acto, reinventarlo. No hay caso: necesita hablar con Segismundo y Segismundo aún no regresa. La verdadera maldición es tener un hermano menor lastre al que siempre ha tenido que proteger de sí mismo. Marina se levanta, toma una bata y se calza unas pantuflas. Sale de su camarote. No hay nadie en el pasillo. Camina hasta la cubierta donde lo vio por última vez, nada. A lo lejos un par de borrachos celebran los últimos triunfos del caudillo alemán que promete conquistar el mundo y purgarlo de toda impureza. La música, sí. La música siniestra ha regresado. Nos abalanzamos al rostro de Marina. Marina abre sus ojos que son enormes y de tan verdes que recuerdan el limo verde, casi negro del río Nilo. De seguro corre el viento porque el cabello de la joven se mueve y se levanta y por segundos cubre su cara. La música es cada vez más fuerte. La imagen se desvanece mientras da paso a otra en la que vemos a Marina de cuerpo entero con una linterna en la mano mientras desciende por una escalera que de tan empinada parece vertical. Estamos en la bodega del Königin des Meeres. Marina avanza silenciosa y precavida en medio de la temible oscuridad. ¡¿Qué es eso que se mueve?! ¿Es un ratón? ¡¿Dónde están los gatos cuando hacen falta?! Marina se repone del sobresalto y retoma el paso. El círculo luminoso de su linterna recorre las esquinas formando sombras que parecen figuras monstruosas. De improviso se interrumpe la música. Otra vez estamos muy encima del rostro de nuestra protagonista. Silencio que solo perturba su respiración entrecortada. Y luego unos gemidos distantes. Marina apunta con su linterna a su hermano y a la criatura que lo tiene prisionero. No puede creer lo que está viendo. Una bestia. Deja caer la linterna y nos envuelve la oscuridad. Todo es polvo de momia. Busca y no encuentra la linterna que del golpe se ha apagado. Sobre ella la niebla oscura que desorienta. Ruido alimañas que corren, y otra vez los maullidos, maullidos que la acechan por todos los costados, miles de maullidos a la presa, los maullidos se convierten en uno solo gigante y agudo, pero ya no es un sonido felino, es la voz de su hermano la que gime. Marina avanza rasgando la oscuridad siguiendo la huella de Segismundo. El deber de salvarlo es más fuerte que el miedo que le suplica huir. Y entonces se hizo la luz, o algo así; una fosforescencia proveniente desde el lugar que derrama el sonido. 

Me presento ante vos, el grande antes de mí, con los brazos purificados. He venido y he traído tu ojo sagrado que también es el mío para que te alimentes con él y expandas tu visión. La muchacha acerca espantada y atraída por igual, y al centro; lo inimaginable. Te invoco y pido permiso para entrar en el gran lugar. Beso el suelo con la cabeza inclinada y me pongo a tu comando para que me habites mi corazón que también es el tuyo. Su hermano, o lo que parece serlo se agita mientras encaja su pelvis frenética en la del desconocido. Te saludo con este corazón que es el nuestro, colocándolo en su divino y justo sitio. Forman una misma figura de flor de loto en la que se cabalgan al unísono. Levanto las manos y te invoco para dejar mis palmas sobre ti. En la garganta, en el trasero. Segismundo lleva la corona de las dos tierras de Egipto, Julio luce un enorme turbante correoso con incrustaciones verde malva. Despierta y escucha mi voz que te saluda. Salvo las coronas, los cuerpos desnudos, bañados en sudor como bajo una cascada. Los brazos se multiplican en tentáculos que los ata con tal fuerza que hiere la piel. Mis brazos sobre ti, mis manos, mis dedos sobre ti, mis labios, mi lengua sobre ti. Marina ve como se desgarra el cuerpo de su hermano sometido por aquel horrible monstruo, como las entrañas van surgiendo de los cortes como lava sangrienta y letal, los pulmones triturados expulsados desde las zanjas del cuello y desde la mandíbula desencajada de la masa que alguna vez fue su hermano. He venido para untarte el ungüento salido del gran ojo. Que junte tus huesos, que acople tus extremidades, que reúna tu carne. 

El monstruo se frota la materia del que fue Segismundo y después la junta y se la va metiendo en la boca y en todos los agujeros de su cuerpo. Los gemidos son los llantos de cuando se atraviesa el umbral del placer total. Marina no puede dar crédito a lo que está viendo, ¿Cómo podríamos hacerle creer que dos príncipes provenientes de mundos remotos se han estado buscando por siglos para unirse en la materia para luego trascenderla en un mismo polvo de momia? Da rienda suelta a tu divino fluido. Toma en tus manos la belleza del cosmos que también es la tuya. Adórnate con ella. Tú posees la belleza. Acepta también mi belleza para que brilles con ella, para que esplendas e ilumines el santuario, para que nazcan estrellas que alumbren hasta el fin de los tiempos.

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La vieja se lleva las manos a la cara como si en ese acto fuese capaz de cubrir el sonido de su llanto. Se deja caer sobre la mesa y se retuerce como una criatura infantil que sufre. Recordar es un acto que requiere de mucha valentía.

El anciano no se ha movido de su asiento. La mirada en el piso. Ninguna palabra de su parte. Espera, y recién cuando cree que Marina Mięso se ha calmado lo suficiente interrumpe el silencio con su voz. Las frases sueltas de ambos van cayendo de a poco en la humilde habitación y son lo único perceptible en lo profundo de aquella oscuridad.

—Míster Lowe me envía para traerte un mensaje. Tu hermano está bien.

—No es posible. Yo vi como el monstruo lo devoraba. ¿Y quién es ese famoso Míster Lowe?

—Ya le dije que mi maestro; incluso más que un maestro; un amigo ¿Cómo era ese monstruo?

—Vagamente humano.

—¿Alguna vez has visto una momia chinchorro?

—¿Una qué?

—¿Hace cuanto estás en este país? En fin, ¿y tu hermano?

—Segismundo…

—¿Segismundo cómo estaba?

—Vestía el disfraz de faraón. Le quedaba perfecto. Podría haber salido de una pintura de una verdadera tumba egipcia.

—¿Sabías que las momias chinchorro son las más antiguas del mundo? 

—Es imposible, no tiene sentido.

—Cuéntame la historia otra vez en orden y con detalles. La escucho. Tenemos todo el tiempo del mundo.

No contesta. 

—La escucho.

—Imagínese que está viendo una película. Desde la oscuridad se impone una música rígida y solemne, y luego, sobre ella, una voz que anuncia grave el título de esta historia. Pinturas sagradas, jeroglíficos; el viaje al país de las sombras en la barca funeraria. Los planetas son los remeros del gran dios que lo conducen al viaje por el océano primordial…

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