Están en un bar. Toman cerveza, comen papas fritas, hablan sin parar. Suena un reguetón de fondo y hace calor, aunque afuera no. Afuera hace muchísimo frío. Ella no habla, solo observa lo que pasa a su alrededor. Los otros, todos los demás, gritan por sobre la música para darse a entender. Pareciera que todos esos universitarios, rebosantes de vida, lo están pasando muy bien. Todos menos ella. Se ve incómoda, pero, sobre todo, se ve cansada. No suele aceptar estas invitaciones, su objetivo es ser la mejor, es tener las mejores notas. Los bares y las fiestas la desvían del camino que ha trazado, pero insistieron tanto en que fuera que, finalmente, accedió. Está cansada y hambrienta. Ha dormido muy poco y ha comido muy mal. Todos los últimos años de su vida han sido así. Lo único que quiere es un lugar para descansar. Le pican los ojos y le duele la espalda. El cuerpo le responde lento, es como si un animal pesado, un oso hibernando, se le hubiese metido adentro.
Está especialmente cansada porque la noche anterior hizo un turno voluntario en Urgencia y no tuvo tiempo para ir a su casa y dormir. En la madrugada, entraron varios heridos por un accidente en la carretera. Un camión repleto de maderas colisionó con varios autos. Las maderas salieron expulsadas del camión y le cortaron la cabeza a casi todos los ocupantes de la familia que iba en el auto de adelante. Tres muertos. Una mujer y dos niños decapitados. El único que no había muerto había sido el padre. Una de las maderas eyectadas le había sacado parte importante del lado derecho de la cabeza, tenía un agujero enorme, pero había sobrevivido. Los dos mejores médicos urgencistas del hospital lo atendieron. Ella pudo observar de cerca el trabajo de sus futuros colegas. Qué hermosas eran esas manos moviéndose rápidas entremedio de la sangre, esas agujas entrando en la piel, esas gasas limpiando las secreciones. Admiraba a esos hombres, quería ser como ellos, desde niña soñaba con ser doctora. Lograron estabilizar al paciente y lo llevaron a pabellón, pero todos coincidían en que era muy probable que muriese en las próximas horas.
Se fue a duchar para ir a clases. Bajo el chorro de agua pensó en algo que muchas veces le decía su mamá: en algunos casos, mantener a alguien vivo es un acto de profunda crueldad. Ella no podía estar más en desacuerdo. Siempre había que mantener al paciente con vida, como fuese. Para ella, mantener a alguien vivo nunca era cruel, no importaban las condiciones en que quedara el paciente, para eso estaba la ciencia. Para ella, un paciente muerto era un fracaso, siempre. Antes de ir a clases, a eso de las ocho de la mañana, fue a darle el último vistazo. Sus signos vitales se veían estables, se convenció de que el hombre sobreviviría.
En el bar celebran que un compañero había sido aceptado para realizar una pasantía en el extranjero. Ella se vuelve a recriminar por haber aceptado la invitación ¡Cómo se te ocurre! No deberías estar aquí, se dice a sí misma. Debe llevar unas veinticuatro a veintiocho horas sin dormir: clases, turno, clases. Se ha autoconvencido de que está bien no dormir porque los médicos duermen poco y mal. Si ella quiere ser la mejor, debe acostumbrarse desde ya a dormir poco y a dormir mal. No debería estar aquí, qué mierda hace en ese bar, con esa gente. Le está empezando a doler mucho la cabeza, siente que le entierran una aguja por la nuca. Va a levantarse y va a irse, en cualquier momento lo hará, cuando baje un poco el dolor de espalda va a levantarse. Mañana tiene una prueba, tiene que repasar. Ninguno de los que está aquí hace tantas horas como yo, piensa. A ella no le interesan esas personas, estas conversaciones, lo único que realmente le importa es tener el mejor promedio, encabezar el ranking, mantener la beca y después conseguir otra e irse al extranjero. Ser la mejor. Esa es la forma que tiene de salir de aquí. No va a la mejor universidad, no le alcanzó el puntaje para aquello, y por eso sabe que tiene que esforzarse el doble, hacer más turnos en Urgencia, tomar seminarios, asistir a clases complementarias, ser ayudante. Tiene que hacerlo todo. Solo así puede convertirse en la número uno.
Ella va a ganarles a todos.
Se le han adormecido las piernas, se pellizca los muslos por debajo de la mesa y no siente nada. Ha llevado su cuerpo al límite y no le está respondiendo de la misma manera de antes. Necesita parar, pero si para, su proyecto (ella, ella misma), no va a funcionar y a ella no le gusta que las cosas no funcionen. ¿Qué dice toda esta gente? ¿Por qué hablan tanto?, se pregunta. La miran, ¿lo dijo en voz alta? ¿Tan torpe está? Si solo pudiera dormir un par de horas, quizás ahí podría entender lo que dice esta gente, conversar con ellos, incluso podría contarles un chistecito. Se lleva a la boca un vaso de cerveza que tiene al lado, piensa que quizás eso la puede animar un poco, pero no logra tragar, el líquido le cae por el cuello y le mancha la chaqueta. Efectivamente, así de torpe está. Toma una servilleta y con la poca energía que le va quedando, se limpia. Va a cerrar los ojos un momentito, solo unos segundos, así recuperará energía y podrá irse. De fondo, un coro de risas, el olor de los cuerpos sudados, una luz tintineante, la abrazan.
Y lo ve. O mejor dicho, lo vuelve a ver. El padre de familia, cuya cabeza fue cercenada por la madera, está intubado y de pie en el bar. El hombre se lleva la mano a la cabeza, es evidente que la herida le duele. ¿Necesitas que te ayude?, le pregunta ella. ¡Mierda, son las doce!, grita uno de los del grupo. Ya no hay metro. Ella despierta. Se quedó dormida unos segundos o minutos, no lo sabe. Tiene la camisa babeada. El paciente no estaba ahí, por supuesto que no, se dice. Y después: no debería estar aquí.
La única opción para volver a casa es tomar micro, taxi o colectivo. Pero es tarde y peligroso andar por ahí a esa hora. Uno de ellos ofrece su departamento para seguir la celebración; queda cerca y hay una botillería en la esquina. Pueden quedarse a dormir si quieren, propone. Ella no quiere, ¡por supuesto que no! A ella le gusta despertar en medio de la noche y reconocer dónde está, no le gusta lo desconocido. Además, necesita estudiar, necesitar repasar, hacer resúmenes. Piensa que todavía no es tan tarde, que no es tan peligroso, que todavía pasan micros. Todos aceptan continuar la celebración en casa del compañero. Le insisten, anda, vamos, lo vamos a pasar bien. Pero ella dice que prefiere irse. Ellos no están tan comprometidos como yo, a ellos no se les adormecen las piernas, piensa. La beca. Ser la mejor. Encabezar el ranking. No fracasar. Chao, nos vemos en clases, les dice. Y sale del bar. La niebla espesa y fría le golpea en la cara. La ciudad congelada huele a neumáticos quemados. El calor del bar queda atrás.
Llega al paradero. La avenida principal está vacía, no pasan autos, no pasa nada. Ella estaba segura de que a esa hora iban a pasar varias micros, estaba convencida de que habría mucho más movimiento. A lo lejos, en el bandejón central, se ven pequeñas fogatas. Hay un olor pestilente que viene de esos fuegos, quemar basura es la única manera que tiene la gente que vive en la calle de sentir calor. Tirita, hace muchísimo frío. Prefiere no sentarse porque sabe que si lo hace se va a quedar dormida. Y aunque le está costando demasiado mantenerse en pie, no se sienta. Piensa que lo mejor es tomar un taxi, porque aunque no tiene mucha plata, por lo menos la puede acercar a su destino. Pero no pasan taxis y tampoco puede pedir, porque cuando revisa su celular, se da cuenta de que no tiene batería. Ya va a pasar algo, dice lanzando una nube de vaho a la noche.
Cuando era niña tuvo un gato. Una mañana, al abrir la reja para ir al colegio, encontró a sus pies el animal muerto. Estaba tirado, con los ojos abiertos y la boca manchada de sangre. Se quedó paralizada viendo a su animalito así. Después de unos segundos lo tomó en brazos y lo entró. Estaba sola, sus papás ya estaban en el trabajo. Ella intentó reanimarlo, le apretó el pecho y le hizo respiración boca a boca, había visto en la tele que de esa forma los muertos volvían a respirar. Mientras lo hacía le decía yo te voy a salvar, yo te voy a salvar. Estuvo un buen rato en eso, hasta que se cansó y entendió que el animal permanecería para siempre igual. Cuando sus papás volvieron a casa, se encontraron con una niña con la boca llena de sangre, durmiendo al lado de un gato muerto.
¿Cómo habrán quedado los cuerpos de los niños? ¿A qué velocidad salió eyectada la madera? Mientras se hace estas preguntas, babea, le está costando trabajo mantener la boca cerrada. A lo lejos se escucha el ruidito de maderas consumiéndose, la melodía de la combustión, la idea del fuego la abriga, aunque en realidad tirita, se tambalea y mancha con gotas de baba, el asfalto de una ciudad por la que casi no pasan autos. Ya no da más, el dolor de los talones la está matando; se sienta a esperar. Se da una cachetada en la cara para mantenerse despierta, se pega fuerte, le quedan tres dedos marcados en el cachete. Intenta repasar el contenido de la evaluación de mañana, pero no puede, ni siquiera recuerda de qué ramo es la prueba. Quizás es mejor leer, quizás es mejor sacar el cuaderno de la mochila y revisar los apuntes. Tirita, se tambalea, babea, se le caen los mocos, siente agujas en los talones y le cuesta estirar la espalda. Es como si su cuerpo se estuviese volviendo en su contra. Necesita dormir. No ha pasado ningún auto, ninguna micro, nada, nadie. No le gusta eso. A nadie le gusta una ciudad silenciosa. La ciudad tiene que tener ruido, dice en voz alta a la nada y, finalmente, vencida por el cansancio, se va hacia adelante. Se golpea la cara contra el cemento y deja una gotita de sangre. Se levanta con dificultad. Siente como se le va hinchando el labio y llora. Se vuelve a pegar una cachetada, necesita despertar. Tiene que pensar en algo. Estira sus manos y las mira, mira sus uñas, sus palmas, ella ama sus manos, son su herramienta de trabajo, son su futuro. Recuerda las manos de los doctores sobre la sangre. Y entiende, por fin, lo que tiene que hacer. Va a ir al hospital. Es su casa. Son unos siete kilómetros caminando. Y aunque cree que es mucho, se levanta de inmediato y parte.
Camina por el bandejón central. De alguna forma siente que sus pies no son sus pies, sino que son bloques de cemento que pesan demasiado. Siente que su espalda es una línea de fuego que la quema y al mismo tiempo le permite avanzar. Hay tantos, tantos perros, perros flacos y enfermos. Como está tan cansada ya no ve bien, no hace foco, las caras de los perros se ven deformes, parecen máscaras con los ojos corridos y con varias bocas. Los ruidos de los animales se mezclan con los quejidos y voces de la gente que vive en las carpas, cartones, colchones. Esto es un infierno, dice. Hace demasiado frío y la gente gime, llora, grita. Hay un murmullo que le da miedo, es como si todos le estuvieran diciendo algo, como si le estuvieran pidiendo ayuda. Nunca había caminado a esa hora por el bandejón y no se imaginaba que era tanta la gente que vivía ahí. A ella les gustaría ayudarlos, si están enfermos le gustaría operarlos y darles drogas, le gustaría usar sus manos sobre sus cuerpos, pero ahora no puede hacer. Déjenme tranquila, les dice. Ella, al igual que ese coro, también llora. Se tropieza, se cae un par de veces, no ve bien, está todo difuso. Ojalá poder entrar a una de esas carpas y dormir ahí, piensa. Pero de inmediato imagina que en esas carpas se esconden hombres que se comen a esos perros raquíticos. Está segura de que le están hablando, cree que en cualquier momento todos, perros, hombres, mujeres, todo lo que vive ahí, se le va a ir encima. Comienza a correr. Todavía tiene energía para escapar.
Logra llegar al hospital, entra sin problemas, se nota que es una noche tranquila. Intercambia algunas miradas con los guardias y algunas enfermeras que la miran extrañada, seguramente porque se ve exhausta, está sucia, tiene el labio hinchado y cojea. Pero no le dicen nada, la dejan pasar, es, finalmente, el lugar donde la han visto tantas otras veces, demasiadas veces quizás, de hecho esas enfermeras piensan que ella no debería ir tanto, creen que es demasiado el tiempo que pasa ahí. Las enfermeras piensan ojalá tener su edad y poder estar en cualquier lugar menos en este. Ella, en cambio, está contenta de estar ahí. Por fin va a descansar, por fin va a dormir un par de horas. Eso es todo lo que necesita. Ella, futura doctora, número uno del ranking hasta la fecha, se conforma con un par de horitas, ella sabe que con tres horas de sueño puede seguir siendo la mejor. Pero no puede ir a descansar, sin antes pasar a ver al hombre. ¿Estará vivo aún?, se pregunta. Y, arrastrando los pies, va a ver al paciente.
Llega a la habitación, pero lo ve difuso, solo distingue una montaña de tubos que se conectan a las máquinas que lo mantienen vivo. Las lucecitas tintineando es lo único que logra ver bien. Todo está borroso, le duele tanto el cuerpo, nunca antes había sentido tanto dolor. Está tan cansada que no entiende bien los signos vitales del hombre. Es como si se le hubiese olvidado todo, no recuerda nada de lo que ha aprendido durante esos tres años de medicina, ni siquiera recuerda muy bien dónde estaba antes de estar mirando esa máquina. ¿Sabe quién es? ¿O eso también lo ha olvidado? Se acerca y mira al hombre. Se fija que tiene los ojos un poco abiertos. Se ven rojos, están hinchados de sangre. ¿Estás vivo?, le pregunta. Pero por supuesto, él no responde. Ella se tambalea para adelante y para atrás y babea y lo sigue mirando. Se da una cachetada, no logra entender bien lo que está pasando. ¿Estás muriendo?, le pregunta. Comienza a llorar, se le caen los mocos, tiene la cara sucia. No te puedes morir, no te puedes morir. ¿Necesitas que te ayude?, le pregunta.
Entonces, se sube a la camilla. Yo te puedo ayudar, soy la mejor, soy mejor que todos. Al parecer recuerda quien es. Se monta sobre el hombre y empieza a presionar su pecho, empieza a hacer masajes cardíacos, presiona y vuelve a presionar y lo hace fuerte, no sabemos bien a esta altura de dónde saca esa energía, pero lo hace tan fuerte que el cuerpo del paciente cruje. Yo te voy a salvar, yo te voy a salvar. Le remueve el tubo endotraqueal para hacerle respiración boca a boca, la sangre del hombre empieza a salir a borbotones por la boca. Ella se atraganta, pero no para, ella puede seguir sin problemas, ella va a salvar a ese hombre, ella es la mejor, ella está haciendo lo que haría la mejor, la mejor no dejará morir a un paciente, jamás, claro que no.