EXTRAÑAS LUCES ALLÁ AFUERA

Francisco García Mendoza

Alguien le trabó la puerta dos minutos después de bajar al sótano por la gata que se escondía tras unas revistas viejas, incluso sintió el traqueteo metálico de la cerradura asegurarse. Valentina Navarro, veinte años recién cumplidos ese verano, se encontraba absolutamente sola en casa. 

 Afuera eran las siete y treinta de la tarde, el sol recién estaba orientándose hacia el poniente; pero adentro, ahí abajo, en esa habitación mal iluminada, construida por nostalgia a los tiempos en Broken Arrow, a Valentina el tiempo pareció habérsele detenido.

No era que desde el interior no se pudiera abrir la puerta, claro que se podía, como la mayoría de las puertas, pero para hacerlo necesitaba la llave que estaba, hasta ese minuto, en el perchero al interior de la casa. La otra copia se la habían llevado sus padres a la playa cuando se fueron de vacaciones a Algarrobo y la dejaron a ella a cargo del animal. 

La puerta del sótano estaba siempre abierta y hace bastantes años que nadie utilizaba esas llaves, por lo que Valentina bajó como de costumbre, simplemente girando el picaporte y tirando hacia afuera.

El teléfono lo había dejado arriba, en su habitación junto a la guitarra, el Mac y el resto de sus instrumentos musicales. Si un ladrón hubiese sido el responsable de haberla dejado encerrada ahí abajo ya daba, definitivamente, todas sus cosas por perdidas. 

Tanto le había costado convencer a sus padres de que le comprasen esos instrumentos. El próximo año, en marzo en realidad, ingresaría a primero de Composición Musical en la Projazz de Bustamante, y Valentina consideraba indispensable llegar con algo de práctica al menos en lo que se refería a piano y guitarra.

Pero no se escuchaba ningún ruido afuera. No era tampoco que ese sótano estuviese particularmente aislado, como podría suponerse del sótano de una muchacha que en el colegio se la pasó cantando en bandas pop. Afuera no se escuchaba nada, ni gente cargando cosas en la maleta de un auto, ni pasos subiendo y bajando la escalera, ni manos abriendo y cerrando cajones. 

Nada. Solo se escuchaba, y esto es porque ahora prestaba mayor atención, las hojas de los plátanos orientales sacudirse con la brisa, que recién hacía su anhelada aparición después de un día de treinta y cuatro grados de calor a las cuatro de la tarde, que la tuvo la mayor parte del día durmiendo la siesta, y el canto de un par de pájaros que, imaginó, se estaban comunicando. ¿De qué hablarán los pájaros a esta hora del día?, se preguntó, olvidando por un momento la amenazante situación en la que se hallaba. En ese instante, la mente de Valentina Navarro figuraba más bien en el canto de los pájaros, su atención se deslizaba entre las ramas e imitaba, de cierta forma, el acotado vuelo de su acompasado recorrer. Imaginó que su sistema de comunicación consistía en notificar referencias concretas, advertir posibilidades breves: viento, sol, sombra, árbol, rama, gato. Recordó que, cuando era niña, en la casa de Broken Arrow, tenían un canario de mascota, estaba enjaulado en la terraza y, cada vez que ella se acercaba a llenarle el pocillo de comida, el pájaro gorjeaba de la misma e invariable manera: niña, abrir, comida, niña, abrir, comida. Periquito, periquito, comida, comida, le decía Valentina mientras abría la diminuta puerta de la jaula de la que el canario jamás saldría. 

Los pájaros describían lo que estaba sucediendo a su alrededor. Si tan solo ella fuera capaz de interpretar lo que decían en ese momento en que se halló encerrada en el sótano, tal vez podría… ¿Podría qué? En estricto rigor no ayudaba mucho para encontrar la manera de salir de ahí, podría haberle dado alguna pista de las razones de su encierro, pero más allá de eso lo dudaba. Valentina cerró los ojos y por un instante no pudo más que resignarse a esperar a que alguien le rellenara su propio pocillo de comida: niña, abrir, ayuda. 

Como afuera la tarde aún no era ocaso, la luz ingresaba perpendicular por las ventanillas superiores. Es cierto que entraba tamizada por los vidrios sucios y el polvo en suspensión, pero de todas formas era suficiente como para lograr distinguir los objetos que se hallaban en su entorno. Una caja sobre otra caja, un montón de ropa de invierno sellada al vacío, un ventilador de aspas celestes sin la rejilla protectora, más cajas, bolsas con juguetes viejos, dos maletas llenas de ropa, cajas y más cajas apiladas de a dos, de a tres, selladas, la mayoría, con cinta de embalaje color café.

De pronto, y por un instante, una figura veloz ensombreció el espacio, como si alguien cruzara por afuera de las ventanillas y su andar interrumpiera la luz que se colaba en el lugar. Valentina podía sentir, esta vez, claramente los latidos de su corazón acelerado, la hojarasca reacomodándose luego de ser pisada con peso y rapidez. El pulso había cambiado de un momento a otro, de blanca a corchea y de corchea a fusa. 

Por el suelo de cemento acaso la misma sombra errante de hace poco cruzó también indistinguible. Pudo sentir esa presencia deambulando, estaba segura, atravesando muy cerca de sus pies hacia las cajas en donde se guardaban las revistas. Ahí abajo había algo y lo asumía. ¿Un reflejo? ¿Un duplicado? Alguien respirando, un corazón bombeando a un ritmo distinto del suyo. Valentina acompasó la respiración e intentó reducir al mínimo su ritmo vital. Estaba resignada, tenía la certeza de que, de un momento a otro, ese algo la abordaría repentina, indefensa en su acurrucado permanecer. 

Una figura blanca, una rata gorda de no más de treinta centímetros, irrumpió en el costado izquierdo de su tenue campo visual. ¡Ay! La gata, era la gata, por supuesto, arriba de las viejas guías de televisión. Valentina la odió por unos segundos hasta que la figura de la rata gorda se desvaneció. La llamó y el maullido la tranquilizó un poco. ¿Dónde estabas, Almendrita? Sabes que tu ausencia me angustia. 

Cuando se acercaba para poder acariciarla, la misma sombra de hace un instante se cruzó por las cajas que contenían los antiguos anuarios de la Peters Elementary School, sus recuerdos no eran más que fotos embaladas a miles de kilómetros de distancia. Pero estaba segura, eran pies deambulando arriba en las ventanas, corriendo, circulando la casa, pies desnudos, fuertes y decididos, proyectando su sombra en el reducido espacio en el que se encontraba Valentina. No los había visto directamente, pero su cerebro se había encargado de darle forma, tratando de hallar explicación a esas interrupciones fugaces. 

Almendra permanecía entre las revistas, algo la retenía allí, esas intuiciones que solo los gatos son capaces de percibir. O los pájaros cuando huyen de la ladera de un volcán que está a punto de hacer erupción. Pero Almendrita, a diferencia de las aves, se mantenía en un estado de quietud hipnótica, como evaluando cada una de las alteraciones del entorno.

La gata levantó un poco la cabeza y empezó a olisquear el ambiente. Sin moverse de su posición intentaba capturar ciertas partículas de aroma que le parecían ajenas al lugar en donde se hallaba, como si esos diminutos fragmentos trajeran consigo información del exterior. Golpeaba una y otra vez sutilmente el aire con su diminuta nariz de almendra. 

Valentina cerró los ojos, no quería mirar. Buscaba refugio en la ausencia total de sombras y formas, en su propia oscuridad interna. Pero los sonidos no desaparecían al cerrar los ojos. Podía escuchar las patas de Almendra presionar contra las revistas, deslizando su cuerpo sigiloso al roce de las cajas. En el exterior el revolotear de los pájaros, el viento desplazando las hojas sobre los adoquines de la entrada. Un grito. ¿Un perro? Quizá el de los vecinos, se dijo, intentado darle sentido a la incertidumbre que de a poco se iba apoderando de ella. La idea de que Mandino fuese el que rondaba por los alrededores de su casa, pareció tranquilizarla un poco. No era la primera vez que el perro se les escapaba a los vecinos. Otras veces también se habían saludado amistosamente en los alrededores, sin la presencia de sus dueños. Pero por más perro curioso que fuese, por más intruso, Mandino no era capaz de desplazarse en dos patas y Valentina estaba segura de que lo que había visto pasar fugazmente hace un momento, alterando la tenue luminosidad del sótano en donde se encontraba, había sido algo o alguien con las dos extremidades sosteniéndolo, un ser langostino, bípedo, cuyo transitar desafiaba cualquier lógica de desplazamiento. Una criatura que con apenas dos o tres pasos ya recorría siete u ocho metros. 

No había vuelto a oír el ladrido, tal vez lo había imaginado, ahora que lo pensaba con una leve distancia le surgían las dudas. ¿Fue un ladrido o una especie de gruñido? La inseguridad, el miedo frente a lo innominable volvía a apoderarse de ella. La idea del perro Mandino desplazándose ahora en dos patas era incluso más aterradora que la de un sujeto rondándola, que de un momento a otro un animal se comportara contra toda lógica de su especie, adoptando actitudes y comportamientos humanos, excedía con creces su espacio de cordura. Era como si de noche, por el camino de vuelta a casa, a eso de las dos de la madrugada, salieran a interceptarla de la nada tres hombres con cabeza de elefante. 

Valentina buscó a Almendra, ven Almendrita, ven, deseando que siguiera comportándose como siempre lo había hecho. Se sentó y la acomodó entre sus piernas. Pudo sentir la caricia del pelaje de Almendra hacerle cosquillas entre los muslos. Era tan suave. No pensaba en la gata, sino en la caricia misma, separando la sensación del animal que la producía. De ese modo parecía escapar un poco de allí, alejarse de ese suelo polvoriento y oscuro en donde la temperatura parecía haber aumentado dos o tres grados. Alejaba de sus pensamientos, por un instante que fuese, a él. Ese él que rondaba allá afuera, que deambulaba su casa tal vez sin siquiera sospechar que ella se encontraba allí en el sótano. Había decidido que tenía que ser un él porque la denominación le permitía no entrar en un estado desesperante. Debía hacer silencio, quizás no la buscaba a ella, se dijo, tratando de calzar la idea con el hecho de que había sido precisamente él quien le había cerrado la puerta del sótano. Algo busca en la casa y cuando lo encuentre se marchará, así va a ser, así tiene que ser, como todos los él deambulando en busca de niñitas como ella. 

Debían ser cerca de las nueve, ese breve instante de la tarde-noche que Valentina reconocía como el segundo atardecer, cuando el sol ya no intervenía y los púrpuras y violetas se intensificaban hasta fundirse con el índigo y el azul nocturno. Pronto afuera todo sería sombras, todo sería él en el horizonte. 

Almendra seguía entre sus piernas, se había acurrucado y Valentina empezó a sentir nuevamente el calor entre los muslos. Le incomodaba que la gata hubiese escogido precisamente ese sitio para dormir. Ronroneaba como hacía mucho no la sentía. 

Pronto la inquietó un hormigueo en la pierna derecha, llevaba ya unas cuantas horas sentada. Al levantarse la sensación se intensificó y millones de agujas le atravesaron las pantorrillas. Subieron por sus muslos y se detuvieron en su entrepierna hasta perder un tanto la sensibilidad. Se sintió atraída por ese efecto inerte y comenzó a palparse. Era como si unos dedos ajenos la hurguetearan, recorría sus propios bordes, presionaba y luego soltaba. Se desabrochó el pantalón e ingresó con un dedo abriéndose paso entre sus paredes estrechas hasta dar con la humedad que buscaba. Presionó un poco más y salió porque las agujas ya la habían abandonado del todo. Otra vez era su cuerpo, otra vez era ella sola encerrada en ese sótano con el estómago vacío y la necesidad de sentir algo saciándola por dentro.

Valentina sabía que afuera todo era oscuridad, no como la que se producía al cerrar los ojos, su refugio, sino más bien una oscuridad viva, en donde las lagartijas reptaban entre la hojarasca y las cucarachas corrían de un lugar a otro encima de los adoquines. Estaba segura de que, en la penumbra, más allá del polvo en suspensión, él la acechaba. Tratar de salir del sótano, ahora que ya era totalmente de noche, no era una opción. En el caso de lograr abrir la puerta se vería obligada a correr unos veinte metros alrededor de la casa para poder llegar a la entrada, y eso si es que esta seguía tal y como la había dejado antes de bajar. No quería encontrarse con el perro desplazándose sobre sus dos patas traseras ni con los hombres con cabeza de elefante.

De repente, algo se precipitó contra una de las ventanas, un golpe seco, como si un pájaro se hubiese estrellado en el vidrio. Otro impacto más en la segunda de las ventanas a nivel del piso. Ahora un silbido inquietante, el viento, la lluvia dejándose caer en el jardín. 

El rumor de los goterones golpeando la tierra la tranquilizó un poco, lo que estaba sucediendo afuera era normal, perfectamente reconocible desde el sótano en donde se encontraba agazapada. El simple murmullo de la lluvia al anochecer. Una lluvia inusual de verano, la primera lluvia.

Recordó que cuando niña su madre la llamaba desde la puerta para que se entrase. ¡Valentina! ¡Valentina! ¡No te mojes, por favor!, le decía, y ella se largaba a correr por el jardín mientras notaba cómo su vestido se iba oscureciendo al contacto del agua. Le gustaba mirar la lluvia, pero también sentir la lluvia. A veces, cuando caminaba desde la escuela a casa, optaba por no sacar el paraguas de la mochila para así empaparse entera. Ya más grande solía despertarse por las noches cuando escuchaba la lluvia entre sus sueños, abría la ventana y dejaba que el ruido entrara por completo en la habitación en donde permanecía dormitando. De hecho, la tercera ventanilla del sótano estaba a medio cerrar, no medía más de veinte centímetros, y se quedó reparando en ella mientras, poco a poco, se dejaba atrapar por ese sonido de lluvia que la iba induciendo al sueño. 

¿Cuándo se habían callado los pájaros? ¿Cuándo el perro Mandino había dejado de rondar la casa? ¿Cuándo él se había apoderado de su pensamiento? Valentina sabía que estaba soñando cuando pensó en él, así como se sabe cuando se está dormida y te despierta la necesidad de ir al baño. La lluvia había cesado y la oscuridad de afuera había dado paso a la tenue iluminación que produce la luna en una noche parcialmente nublada. Almendrita ya no estaba junto a ella, miró a su alrededor y no pudo hallarla. 

¿Pero desde cuándo la luna centelleaba?, se preguntó al notar que la luz afuera parpadeaba como no debía hacerlo. La intermitencia cesaba luego de un instante y los intervalos parecían no obedecer a ningún patrón en particular. Él estaba jugando con su mente, se dijo, o peor aún, él no era un él, sino un fenómeno mucho más aterrador e imposible de abordar. El parpadeo de las luces le recordaron los tubos fluorescentes de la cocina o de esos hospitales macabros de las películas de terror. Una angustia punzante se apoderó de ella, como si ese él que Valentina había construido para darle forma a lo indecible se liberara de las ataduras de la inteligibilidad. Él ahora podía moverse fuera del perímetro al que había sido confinado. Ahora era el destello, esa luz inadmisible en cualquier espacio de normalidad.  

De un momento a otro, la intermitencia cesó. Nuevamente la oscuridad y solo un pequeño rastro de luz que se desplazaba en el jardín. Una nueva forma, una minúscula bola de luz azulada que recorría el patio e inspeccionaba cada rincón a nivel del suelo, una luz que disminuía su velocidad o se detenía sin aviso para luego reanudar su marcha. En un instante se perdió en uno de los vértices de la casa y no volvió a aparecer.

Comenzó a sudar frío, podía sentir pequeñas gotas de agua bajar desde sus axilas hasta perderse bajo la tela del pantalón. Se halló paralizada en ese pequeño espacio del sótano en el que permaneció sentada tras dormirse, sabía que de un momento a otro esa bola de luz entraría derribando la puerta sin el menor de los ruidos para llevársela, el rapto inminente sucedería todo en mute, acrecentando así el pavor de ser testigo y protagonista de un hecho del que no tendría ningún control. Podía sentir su presencia allá afuera, preparándose para actuar. Valentina sabía que esa puerta se abriría y la luz pálida lo inundaría todo. Redujo la intensidad de su respiración, de este modo podía percibir mejor sus latidos, concentrándose en su ritmicidad y tratando de apaciguar al máximo su presencia en ese lugar. Tal vez de ese modo se marcharía, quizá así esa entidad acechante perdería el interés en secuestrar a una niña que, en ese momento, tenía más de muerta que de viva.

Sintió una brisa fría golpeándole el antebrazo. Un golpe reflejo la hizo agitarse de repente. Vio la tercera ventanilla abierta y corrió a cerrarla. No quería que nada entrase por ese punto débil. Antes de lograrlo, la gata alcanzó a huir por ese espacio minúsculo hacia el jardín. Ya no llovía y afuera todo era oscuridad. Por qué, Almendrita, se dijo, escapaste hacia el peligro. 

Volvió a tientas al espacio entre las revistas por las que tanto estuvo interesada en un principio, revistas antiguas, de hace quince, veinte años, en donde leía con cierta periodicidad historias y confesiones sobre adulterio, amores no consentidos y desvirgamientos romanticones. Cerró los ojos. No quiso volver a abrirlos y, pensando en su respiración, se fue quedando dormida.

Cuando escuchó el cerrojo destrabarse, Valentina aguardó unos quince segundos antes de desperezarse, levantarse y correr a comprobar que al fin se había abierto, como tratando de dilucidar si ese tronar metálico en realidad había ocurrido y no había sido otra jugarreta de su imaginación. Sentada allí podría haberlo averiguado, sin duda, pero las circunstancias hicieron que la lógica del impulso le llegase con esos quince segundos de retraso. Ahora pensaba en sus instrumentos y en Almendra, en la imperiosa necesidad de volver a la música. Al tomar el picaporte volvió a sentir esa seguridad que, poco a poco, durante la noche, se había ido desvaneciendo. Ya no volvió a pensar que algo podría estar acechándola detrás de la puerta esperando su salida para abordarla, ya no creía más en ese miedo, estaba segura de que todo había sido producto de su alterada imaginación, su error había consistido en no comprobar nunca que la puerta había estado en realidad siempre abierta. Valentina solo estaba motivada por el impulso, por esa necesidad de volver al mundo en donde las percepciones quedaban más bien relegadas a un segundo o tercer plano. 

Cuando Valentina Navarro por fin abrió la puerta del sótano no se encontró con ningún rastro de la entidad, era evidente, no existía y jamás existió. La luz de la mañana pareció herirle los ojos y, cuando ya se hubo acostumbrado un poco, notó, con pavor, en el paisaje que se mostraba frente a ella, que ya nunca nada volvería a ser como antes.